sábado, mayo 24, 2008

La tía Alicia

En la niñez, mis hermanos y yo jugamos, como cualquier otra criatura, a las muñecas y a los autos. Pero todo era colectivo en mi casa. Los autos de mi hermano eran propiedad común, como el moisés lleno de muñecos de mi hermana o mi bicicleta Aurorita rojo metalizado con ruedas. En esos juegos éramos paralelamente los padres y los maestros de "nuestros" muñecos, llegando a recrear todo tipo de situaciones de la vida diaria en el garage y el patio de casa.
Cada muñeco tenía una casita, asignada por fracción de la cocina, el patio o el garage (con exepción de una porción que era exclusivamente la escuela, porque tenía pizarrón). En las "casas", mis hermanos fungían como padres de los muñecos y en "la escuela", como profesores. Yo era invariablemente, en el colegio y en las casas, la profesora de música y la tía Alicia.
No era que no tuviera muñecos propios o que mi hermana se hubiera apoderado de los que me pertenecían. Creo haber contado alguna vez que aprendí a leer de manera autodidacta a muy temprana edad y los libros ocupaban para mí el lugar de esos hijos que nunca había pedido o deseado. La indiferente recepción de mi primer Yoly Bell disuadió a mi madre de regalarme más muñecos, y por culpa de "Heidi", "Las mil y una noches" y las "Fábulas de Samaniego" dejé huérfanos a otros dos muñecos previos, Vainillita y Paisanito (una pepona y un muñeco hermoso vestido en estilo gauchesco).
Mis hermanos se negaron a adoptarlos y a regañadientes me atribuí el estatus de Tía. Rol que, por otro lado, me acompaña hasta hoy sin perspectiva de cambios pese a ser la mayor de los tres.
Ese particular orden de cosas nunca fue cuestionado por los de mi casa. Tal vez porque pese a mi inveterada negación a la maternidad era la más dispuesta a inventar las historias que luego recreariamos en nuestros juegos.
Llegamos a interpretar una saga propia de aventuras llamada "Campamento Peligroso" inspiradas seguramente por Indiana Jones y las aventuras de Tintín, que mirábamos por las tardes en canal 7,... pero también en gran parte por mis lecturas de Verne ("Los hijos del Capitán Grant" sobre todo), H. Rider Haggard ("Las minas del Rey Salomón", y "Allain Quatermain") y Stevenson ("La isla del tesoro").

Algo similar me ocurrió en el preescolar y la escuela primaria. De sidekick de mi primo, que hizo de Pinocho, en el rol de una muñeca muy siniestra (estaba cambiando varios dientes de leche y mi expresión para las fotos era de terror absoluto) a señorita entrevistadora de los personajes de Mayo de 1810, nunca tuve un rol que destacara mi precoz femineidad.
El colmo de la señorita Elsi fue ponerme a tomar parte de negrita mazamorrera, pintando mi blancura pecosa de corcho quemado, con un pañuelo rojo en la cabeza y aros gigantes. Cuando me vi al espejo, una morena de ojos verdes agarrada a la canasta de mazamorra invisible, me dio tanta impresión que le inventé a mi madre un dolor de panza para faltar al acto. La excusa no sirvió y allí quedé, arrinconada contra una de las paredes de la salita "La Hormiguita Viajera" viendo cómo Florencia, más rubia aún que yo misma, bailaba el minué con un miriñaque rosa y la peineta gigante. Había un solo rol de "doña mantigua" (dama antigua), y dos niñas rubias en la salita. Una sola lo deseaba con el alma. La otra era yo.

Era solamente en los juegos privados, aquellos que garabateaba en algún papel a modo de ideas sueltas, que rescataba algo de la femineidad que sentía como vergonzosa e indigna de exhibir en juegos colectivos. Fue en secreto que le pedí a mi abuela el vestido de hada de tafeta rosa que con tanto amor cuidé durante años, aún cuando ya no podía ponérmelo. Fue en secreto que rescaté el vestido de novia de mi mamá para recrear algún diálogo de los libros de Sissi o Louise M. Alcott frente al espejo en las siestas entrerrianas, cuando no había terminado ni siquiera la primaria. (Y sí: a los diez años alcancé en altura a mi mamá, que en las fotos del casamiento parece una quinceañera frágil, y que nunca se imaginó esta hija capaz de robarle las botas para ir al taller de letras).

Los roles más importantes de mi infancia pasaron sin escalas de la interpretación en solitario al papel, y de ahí nuevamente a la representación mental, en una especie de ciclo que se repite sin exorcismo posible hasta que mi memoria se pierda. O hasta que llegue a manos de algún generoso mecenas que los guarde para una posteridad imposible, para mis improbables hijos o que finalmente los lleve a alguna biblioteca pública donde los encuentre alguna otra criatura capaz, como yo, de escaparse de los ensayos o de la clase de Teología para meterse a explorar entre estantes al amparo de un silencio inviolable.

(Este post está dedicado a Lady Kelvin, que planteó una consigna que acabo de desvirtuar con todo cariño y respeto por sus "pendientes". Gracias, Milady, por la excusa).

lunes, mayo 19, 2008

No quiero lo que no tengo

Aunque parezca ciega, o abstraída del mundo, voy bastante atenta por la calle y por la vida en general. Ser perceptiva ayuda mucho, sobre todo cuando hay que adaptarse a personas, situaciones y cosas que no dejo de sentir como ajenas.

A diferencia de otra gente hipersensitiva, no llevo la percepción como una carga. No me cargo. Trato de mantenerme, dentro de los arranques, lo más impoluta posible. No siempre lo logro, claro (ahí está Aki para confirmarlo a quien quiera), pero al menos trato de que el daño colateral de mis arranques tenga la menor relevancia posible. No contaminar, como quien dice.

Mis afectos trataron de inculcarme desde chica lo que aprendí eventualmente a solas en la adolescencia y la adultez (es válido el término en mi caso? Ni idea); estar atenta, observar, aprender y sobre todo pensar. Pensar bien las cosas. Leer, escuchar, razonar. En este sentido, me resulta bastante fácil percibir en mi entorno la insatisfacción permanente de algunas personas.

Hace algunos días, mientras caminaba, tarareaba para mí esa maravillosa canción a capella que titula uno de los discos de Sinead O'Connor que más me gusta: "I do not want what I haven´t got" (No quiero lo que no tengo). Esquivaba gente, caminando las mismas veredas de distinta manera y llegué a destino con esa canción en loop.

A veces me toca ir hasta un lugar particularmente deprimente... una empresa multinacional de modernas y asépticas instalaciones, con cuyas subordinadas no me gusta mucho tratar. Todas trasuntan una expresión de incomodidad perpetua que se agudiza cuando mi informalidad fuera de moda les golpea en la cara. Entré con mi bolsita, Nokia 1100 en ristre, y por primera vez una persona diferente me salió al paso.

Ni siquiera era nueva. Recordaba haber visto su nombre escrito en el listado otras veces, pero no me había tocado tratar con ella. Mi jefe suele decir que soy demasiado perdonavidas (claro... qué le hace una lancha más al Tigre) y que me dejo engañar fácilmente por las primeras impresiones agradables. Que posiblemente detrás de una sonrisa y un "cualquier cosa avisame" se esconden la puñalada trapera y el "mejor que no me vuelvas a llamar, porque no pienso atenderte".
(No me dice nada nuevo, claro. Posiblemente nunca sepa que yo apañé muchas veces el engaño ajeno, con la esperanza de que esas personas me sorprendieran con un buen gesto. Prefiero absorber el costo de la decepción y culparme por ella).

Esta chica es distinta, se le nota desde una informalidad que saluda a la mía a la par. Podría ser una prima lejana, sólo que más bajita. Estas paredes no la contienen. Mira a los ojos cuando habla y está increíblemente tranquila, pese a la tensión que se respira en esas confortables oficinas pintadas de amarillo y gris. Cuando ofrece ayuda, lo hace genuinamente; lo comprobaré al llegar a mi puesto de trabajo, diez minutos después, cuando el correo electrónico que prometió mandar parpadee en mi bandeja de entrada.

Y cuando salgo a la calle, ya no me pesan tanto las miradas abatidas y serias de los cientos de chicos y chicas de mi edad, trajeados ellos pese al calor, subidas ellas a sus elegantes botas de caña alta (posiblemente y con suerte, su única preocupación a fin de mes). Ahora entiendo un poco mejor. Estoy metida en medio de una carrera por tener, por aspirar a más, en la que estorbo a mucha gente. Trato de correrme para que no me pisen, intento demostrar que no soy una amenaza para nadie, mantengo altas mis propias aspiraciones un poquito distintas al resto.
El día que cobre mi aguinaldo, posiblemente salga corriendo en un viaje frenético al verdadero culismundis, no a una ciudad donde se amontonen más de los mismos... O buscaré más libros, o decidiré por fin comprar los estantes que nos hacen falta para los que ya no tienen más lugar en la casa. No me haré la falsa esperanza de ahorrar para un auto o para mudarme de ciudad ... todavía no es el momento. No llegué donde debería, no es realista meterme a pensar en una vida que no es mía y tampoco quiero vivirla a cuenta.

Simplemente, quiero lo que tengo y no voy a preocuparme por lo que no tengo a menos que realmente me haga falta. Y no es por escasez de ambición. Quiero, como esa extraña en las oficinas de la multinacional del stress, vivir a mi tiempo. Que corran los otros al ritmo de la ambición ajena, y yo miraré pasar los días que me acercan a mi objetivo vital con la serenidad de quien sabe que todo llega.

lunes, mayo 12, 2008

Último día

Como dejé asentado en otro blog, siempre que la Feria del Libro justifique con algún hallazgo su existencia, me contará entre sus presentes.

No fui tantos días como habría querido, pero los pocos paseos rindieron su fruto.

Encontré el libro que estaba buscando, un regalo largamente acariciado, en el último stand abierto cuando ya se estaban cerrando todas las cajas. Un vendedor con ojos enrojecidos y actitud lacónica se rió de mi suspiro al entregarme la bolsa. "¿Suspirás por el libro?". Y sí. También, por haberte sacado una sonrisa y un puñado de palabras amables a pesar de tu cansancio acumulado. No lo digo, pero lo pienso.

Aplauso, medalla y beso para el stand de El Aleph, confinado al último rincón del último de los pabellones. Allí dejé bastante dinero, ya no con angustia, sino con la alegría de quien encuentra entre tanto desvirtúe un lugar que conserva el auténtico espíritu que solía tener la feria para los que empezamos a ir con ojos de niño y hoy sabemos reconocer un poco más que en aquel entonces.
Me traje varios combos de libros de las mesas de este puesto, que tenía ediciones en rústica y tapa dura muy baratas. Doy fe de la calidad y de la variedad de oferta: clásicos de todos los tiempos, filosofía, vanguardias artísticas, novelas de aquí, de allá y de todos lados. Único stand donde los precios superaban (por ventajosos) a los de calle Corrientes y a muchas librerías de viejo. Volver a leer a "Huckleberry Finn" por la módica suma de $5 es un golazo nostálgico. Encontrarme con "Saga", de Tonino Benaquista, uno de los libros más recomendados por mi recomendador preferido, a $3 y monedas... y además, con varios ejemplares de la colección Lengua de Trapo / Otras lenguas, no tiene precio.

No hay mucho que decir. Esquivé en la medida de lo posible los días más transitados, pero no pude dejar de asistir a un evento sabatino donde él y ella contestaron algunas preguntas (que después terminó en un after variado e íntimo, ¡grandioso!)... Tantas veces me dolió la cabeza que tuve que salir de los pabellones a tomar aire.

Y eso es todo. Hasta el año que viene, Palermo.