jueves, noviembre 29, 2012

El viento que mueve las almas

¿Qué hace a las personas hostiles? ¿Qué fuerza o energía las vuelve nocivas para su entorno y venenosas en conjunto? ¿Cuál es la razón para que terminen oprimidas, reprimidas, deprimidas? ¿Cómo es el proceso en que el entorno transforma a una persona, y cómo una persona modifica el entorno para su supervivencia?
Pienso en esto desde hace diez días, con una taza de café entre las manos, caminando junto al mar para tratar de pescar los aromas y las frescuras que llegan desde la rompiente. Rara vez me acompaña alguien. En esta capital petrolera nadie tiene tiempo de caminar junto al mar, apenas un par de personas sueltas y estoy pensando que quizá sean turistas. Hay una tasa de obesidad mórbida impresionante, mucha pobreza, mucho resentimiento.
Nadie mira el agua. Todos hablan del viento. 
El viento es más que un formador de paisaje por aquí. Es un forjador de carácter. El color local no existiría sin el viento, esta ciudad no sería lo que es sin el viento. El clima les ofrece la excusa perfecta para todo, sobre todo cuando tienen que ajustar el potenciómetro de amabilidad para con un afuereño particularmente extrovertido y entusiasta (mi caso): el viento es lo primero que invocan. Pero yo estoy segura de que lo que invocan como causa no es tal, y las consecuencias del impacto económico son la variable fundamental para entender por qué se están convirtiendo en esto: una ciudad desangelada, sin alma.
Lo que no se cultiva, muere; toda aquella idea que no inspira, no arraiga; la energía que no se usa en favor de un plan maestro, se desperdicia. ¿Dónde van a parar esos residuos brillantes, pero inútiles? ¿Por qué nadie los toma?
Aquí, donde me toca estar, he visto cientos de pares de ojos y pocas sonrisas. Cuántos dedos callosos y curtidos tomé entre mis manos siempre calientes. Cuántas veces hice reír a un niño. Cuántos olores invadieron mi burbuja y cuántas frustraciones me atravesaron el pecho. Cada día pude irme feliz de lo que soy y lo que tengo, también un poco más triste porque mi cuota de cambiar el mundo nunca va a alcanzar. Yo reposo los huesos en esta cama cómoda mientras afuera el viento arrecia y una familia de cinco o seis miembros duerme en la calle. Me privo de algo para que otro lo tome y de paso, tome lo del vecino. Me callo para que otro hable, y esas palabras no son mejores que el silencio. Ocasionalmente me cruzo un alma afín y me suspendo contemplándola con tanta discreción que pierdo la oportunidad de asirla, de tomar algo de ella.
Me atenazan pudores y vergüenzas que son tan socialmente aprendidos, tan antinaturales en mí.
Sé que esta desazón casi infantil no es por el viento. Pero la danza de almas que el viento de esta ciudad moviliza cada noche me afecta más de lo que puedo comprender. ¿Dónde está la clave de este cambio necesario?
En las calles sólo sonríen los niños y los enamorados. El resto los mira como quien olvidó algo. Serios. Anónimos. Perdidos.

(.Comodoro Rivadavia, 24-11-2012)