jueves, noviembre 14, 2019

Sobre la prescindencia

Que he sido hiperlúcida desde la infancia no tengo ya dudas. Sin esforzarme, puedo rescatar recuerdos vívidos que se remontan al año y medio, dos años, dos y medio de edad. Con todo lo selectiva que sabe ser la memoria, hay momentos grabados en ella con la nitidez de películas multisensoriales; hasta los olores sobrevivieron. El nacimiento de mis hermanos menores, la caca contra mi piel en el pañal de tela, el incendio de mi primera torta de cumpleaños (un carrusel de papel barrilete que apagaron a los manotazos en el patio de los abuelos), la brasa de un cigarrillo en mi brazo, la vez que una compañerita de jardín me dijo "ya no soy más tu amiga", las primeras palabras aprendidas con un juego de letras de molde, el olor de las estufas a querosén, las primeras pesadillas que me arrancaban de la cama, una caminata nocturna atravesando el patio para dormir con la Tiatá. Y apenas menciono la mitad de lo que me viene a la cabeza antes de cumplir los cinco años. 
Esa especie de hiperlucidez abarcó también la comprensión rápida del dolor, su sinrazón, la imposibilidad de los adultos de lidiar con ella. Y si ellos no podían, ¿cómo iba a poder yo? Pude, de alguna forma, creando una serie de sistemas más o menos intercambiables de analgesia. Aislarme del mundo desenfocándolo, extraerme del momento como si abandonara el cuerpo para no escuchar gritos ni llantos, escamotear todo lo que pudiera de mi ser físico y psíquico a las olas de tensión y violencia domésticas. 
Estaba y no estaba allí. Algo fascinante de ver, según mis mayores: una niña tan notable por su apariencia tratando de volverse invisible, la boca entreabierta, la mirada perdida, a veces hecha bolita en un rincón.  
El mundo me enloquecía, tan lleno de estímulos, tan cruento y hostil, tan maravilloso que podía pasar de un momento de euforia rayano en el éxtasis al llanto más angustioso. Yo era, siempre he sido, un animal emocional. Cada instante me atraviesa como un rayo. Tuve que aprender a no estar ahí para ser atravesada, a disposición del momento, permeable, hipersensible.   
Cuando adolescente empecé a tomar distancia física, además de emocional. Me habían sacado la costumbre de desenfocar (ausentarme) a fuerza de sugestión. Te vas a quedar ciega. Te va a hacer mal. Te va a llevar el bobero. Te vas a volver loca. Adopté la costumbre de la fuga, salir de escena. Caminaba, subía a la bicicleta, me iba a lugares donde podía estar sola y monologar en voz alta. A veces parecía estar muy bien y cómoda en un lugar, hablando con todos sin problemas, y de repente desaparecía sin decirle a nadie. Salía al patio con los perros o arrancaba a caminar, no importaba la hora, no importaba el peligro real o imaginario. 
Era un llamado, la soledad. La libertad como entelequia, ya que no puedo ser libre de los demás, ya que no puedo ser impermeable... me voy. De los escenarios y de las personas. Quería excluirme de mis propias emociones, una caja de Pandora que se había abierto muy temprano y no conseguía controlar (como ingenuamente pensaba que sí podía controlar otras cosas).
Me desdoblé en una intensa vida de fantasía donde hartarme del contacto humano sin consecuencia alguna, mientras en el plano de lo real una Agus de reacciones estudiadas limitaba ese contacto y sólo liberaba emociones cuando había un indicio probado de reciprocidad en el otro. Del sufrimiento psíquico que ocasionó amoldarme a la expectativa de esos otros emergieron las víctimas de lo que llamaba mi amor extraño.  Una forma retorcida de relacionarse a través de máscaras, como una actriz que interpreta el papel que mejor se acomoda al partenaire de ocasión.
Así las cosas, muchos años después la prescindencia me resulta más natural que el apego. Pero soy humana, al fin y al cabo: no necesito y no extraño hasta que tengo cerca al objeto de afecto. Ahí se va todo a la mierda; me zambullo en cada segundo de su presencia y de su compañía. Me cuesta un huevo arrancarme. Y después, la prescindencia de nuevo. Como cauterizarse una amputación con hierro al rojo. 


(se cayó el login de medium y publico todo lo ñoño aquí, ahre que a nadie le importaba)

lunes, abril 15, 2019

Escribí el último post hace cinco meses. Ahora vivimos en otra casa, una que espero sea definitiva, aunque en nuestro mundo no existen los absolutos y se navega mayormente en la incertidumbre, entre el caos y la entropía. Últimamente sólo vivo en tensión entre el imperativo del movimiento perpetuo y la necesidad de parar, de tener un lugar que podamos sentir nuestro. 
A cuántos sitios hemos llamado casa. Me gustan las listas, así que enumero: un monoambiente de 30 metros cuadrados, la casa paterna, un tres ambientes triste y ruidoso, un par de bungalows, dos carpas en distintos campings del país, algunos hoteles, una cabaña de madera en medio del bosque patagónico, habitaciones prestadas en casas de amigos, el duplex de hasta hace dos meses, el auto. 
Me sacudo la sensación de extranjería avanzando sobre la casa que todavía no está terminada, pensando si el acto de darle forma es una manera de completarme también, de no seguir pensando en la próxima mudanza, en lo precario que es todo, en lo finito de la vida, en todo lo que falta hacer para por fin tener el tiempo de sentarme en el pasto a mirar el cielo. O para, por fin, tener el tiempo de volver a escribir.