lunes, diciembre 31, 2012

Felicidad

Afuera, unos grados menos aligeraron la noche porteña. Hay silencio en el barrio. Pasamos la víspera de año nuevo como pasamos la navidad del año que pasó: solos. Entre los dos, rumor de ventiladores, una charla que va y viene. La cena temprana, algún trago rico con alcohol. Buena música. Lo de siempre. Pero en realidad, no. En realidad, las extrañeces, las embicheces que nos unieron aquellos primeros últimos días de 2006 tienen una continuidad en nuestra vida. Sobrevuelan las conversaciones los errores que nos confesamos alguna vez. Y aunque todo es normal y se puede hablar de todo, aunque tenga tus piernas en mi regazo mientras hablamos, hay mucho que no cambió desde aquel 2006 hasta ahora.
Vos creciste y yo me quedé un poco. No crecimos a la par. Podrás decir que llevabas ventaja pero los dos sabemos que no es cuestión de edad, sino de temperamento; de decisión, por qué no. Yo avanzo a los saltos, a veces me adelanto años o meses a las cosas que van a pasar, y después me quedo ¿semanas, meses? pensando en nada, haciendo nada. La plancha. Milagro es que me aguantes después de tantos tirones. Vos, que una vez encarada la montaña no parás ni a respirar.
Pero decís que te gusta de mí incluso lo que ha repugnado a otros y algo se me mueve en el corazón, esa necesidad de volver a estar a la altura de algo. No para complacer, sino para estar un poco más cerca de lo que alguna vez soñé. Aprendí mucho con vos en estos años, cosas que después otros pusieron en perspectiva o diagnosticaron; en mi caso es todo lo mismo. 
Este trago que me hiciste me deja un regusto a flores de jazmín en el paladar. No sé qué usaste, no me animo a preguntar. Es lindo, como todo en nuestra vida común, y es un anticipo. ¿Estamos viviendo nuestra primavera, aún? ¿Cómo hago para diferenciar las estaciones de una vida iluminada? Mis preguntas te hacen sonreír. Vivamos el momento, me dicen tus ojos. Retruca mi sonrisa en silencio: ¿no es lo que siempre digo? Carpe diem. 



martes, diciembre 18, 2012

Que los muertos dancen

El jueves 6 de diciembre fue un día muy particular. Les cuento, por si no viven en Buenos Aires ni les importa: a la mañana tuvimos nube tóxica y a la tarde un mini diluvio que, sumado al corte programado de subterráneos, afectó el traslado de un millón de personas del trabajo en la CABA inmunda a sus casas. 
Más allá de las noticias, el jueves 6 de diciembre fue un día sumamente particular e intenso para mí por muchas otras cosas (víspera de una fecha por demás importante), y terminó de la mejor manera que podía terminar.
Lo pasé a buscar al trabajo con una hora de margen para la puerta del teatro. Cuando quedó claro que no había colectivo o taxi que parase, empezamos a caminar. El día ya había sido agotador y a la lluvia y el desánimo se sumaban el calor, los transeúntes tan hastiados como nosotros. Cuando finalmente pegamos un taxi, ya estábamos a un tercio del trayecto y muy resignados a llegar tarde. Por suerte, el conductor estaba de un humor apacible, pese a las siete horas infernales trabajadas. Llegando al cruce de vías de Dorrego, muy demorado el tránsito aún, encontramos este atardecer. Qué buen presagio.



En la puerta del teatro había poca gente, la mayoría había entrado y ocupado su lugar cerca de la valla. El percusionista principal desplegaba su virtuosismo con una simpleza tal que parecía que no ofrecía un minishow previo, sino que estaba ensayando en su propia casa. Se levantaba y se sentaba, agradecía, daba vueltas. Fui a buscar una cerveza a la barra: nunca una Quilmes me cayó tan bien como esa, tirada en el vaso y casi a punto de congelación. La música, el silencio respetuoso del público, eran todo.
Abrazarlo de nuevo, como hacía apenas dos meses atrás cuando fuimos a ver a Marillion. Y cuando empezó todo, puntual, sentir que tomaba posición detrás de mí para dejarme en libertad de sumergirme en la música. De llorar, incluso, no sólo por la intensidad de las emociones que la música me despierta, sino por todo lo demás que Dead Can Dance representa para mí. Cada etapa de mi vida desde que los conocí. Abandonarme para ser la que fui a los dieciocho, a los veintiuno, a los veinticinco. Ellos en cada etapa, cada vez más presentes. 
Yo no sabía qué es lo que hacían que me llegaba tan al alma y sigo sin saberlo, aún después de años de indagar en sus discografías solistas, proyectos compartidos y reuniones. Sigo sin saber nada. Solamente están allí las emociones. El corazón todavía se me estruja pequeñito cuando pienso en Lisa Gerrard cantando "Sanvean", o Brendan Perry gritando I don't believe you anymore en "The Ubiquitous Mr. Lovegroove". O en los dos ejecutando con precisión y amor el don recibido, compartiéndolo en un escenario y con una gente que se sentía (todo) parte de una liturgia. 
Desde la apertura con "Children of the Sun" hasta el cierre con "Return of the She-King" (poderosos y épicos títulos para dos canciones que les hacen justicia) temblé como una hoja. Años en mis auriculares, en el aire de mis sucesivos dormitorios, retumbando entre las paredes de mi casa como un mantra recurrente. Y por fin, allí. Delante mío, Brendan a quien los años perdonaron menos y Lisa que parece no haber envejecido un día. Sus historias a cuestas. La música perfecta. Aquella que ni los muertos pueden dejar de oír.



(En honor a Dead Can Dance, renuevo la lista de tracks a la derecha de la pantalla tratando de plasmar el recorrido que yo misma hice por la discografía. El único álbum que he dejado completo es "Into the Labyrinth", que no será el más mejor, pero es el más representativo para mí. Y acá pueden acceder a una galería maravillosa de fotos que subió a Facebook Satya Sen, amiga de un amigo que estuvo presente aquel jueves).