viernes, septiembre 28, 2018

"y el problema siempre parece ser que estamos levantando las piezas del rebote"

Hace algunos años, con posterioridad a un episodio de violencia en la vía pública, me recomendaron consultar a un psiquiatra.
(Normalmente no estaría contando estas cosas en un blog, pero los blogs pasaron de moda, nadie los lee y ahora siento que soy más libre de usarlo en sintonía con esta nueva forma de vivir cada vez más como se me canta).
Decía: tuve un episodio y golpeé a una persona en la calle, volviendo a casa después de pasarla hermoso en buena compañía. Hacía menos de dos semanas había comenzado terapia y estaba en una etapa de ebullición e incertidumbre absolutas. Sentía que había alcanzado uno de mis objetivos de vida y los otros se desdibujaban o estaban irremediablemente lejos de mi alcance. Sea por lo que sea, con la testosterona a tope siempre me fue muy difícil pensar. Creí que por fin había llegado el momento de medicarse.
El primer psiquiatra que vi recomendó dos antipsicóticos fuertes. Sin haber hablado conmigo más de treinta minutos. Sin análisis de sangre, sin preguntarme más nada que cómo me sentía.
Y yo, que no miento ni al test de Rorschach, le dije exactamente lo que sentía.
Dos antipsicóticos.
Salí de ese consultorio sintiendo que me habían revoleado una trompada, pensando qué quedaría de mí cuando las pastillas comenzaran a hacer efecto.
Hice una nueva consulta con alguien recomendado por la analista que veía en ese momento. Me escuchó durante casi dos horas. Hizo varias preguntas. Indicó análisis completos y recién allí miró la receta del otro psiquiatra.
"Esto tiralo, vamos a buscar lo que mejor te funcione" dijo.
Los dos años que fui y volví de la consulta, ajustando dosis y observando mis propias reacciones más de cerca, fueron bastante productivos en términos de autoconocimiento y bienestar físico, la vida se hizo más vivible, pude sostener resoluciones, enfocarme. Lo más importante: no me perdí en la sopa química, que es el miedo (el prejuicio) más viejo que arrastro con respecto a la medicación psiquiátrica. Por "perderse", entiéndase un desconocimiento tan radical de mí misma que hiciera prácticamente imposible reconocerme, ya no frente al espejo, sino hacia adentro.
El mundo interior, la manera en que mi cerebro configura el deseo y el goce, una intuición animal ajustada para morigerar la devastación que sucedía a los impulsos. Si perdía esas cosas, sentía que perdería lo único que valía la pena de mí, lo único que había logrado que me gustase.
Cada uno ancla su ego donde puede. Mi punto de apoyo es más bien un pivote. Así las cosas, cinco años después de dejar las pastillas (ojalá fuera para siempre; desde el fin de la terapia combinada no puedo pensar en absolutos) me desconocí varias veces. ¿Soy esto?¿Soy lo que era antes? Al menos ya no están los momentos blancos, las lagunas, el zumbido en los oídos, el velo rojo que deformaba el mundo cuando entraba en modo berserker. Todavía. Porque soy esto y soy aquello. La de antes, la de ahora. Y un potencial que aprendí a mirar con cautela, igual que aprendí a caminar entre vidrios y escombros después de cada fin del mundo.
Un animal sólo llega a viejo si aprende.





lunes, septiembre 24, 2018

"You live in terror of a blackout, a computer crash, a car won't start, a phone doesn't ring"

Hace poco más de tres años empecé un proyecto de escritura que disfruté muchìsimo. Un experimento, a ver si era capaz: dedicar una hora diaria, y sólo una (ni un minuto más) a la redacción, corrección y publicación de un cuento durante un mes. Un cuento al día, una hora al día, todos los días del mes de agosto de 2015. Treinta y un cuentos en total. Salió bastante bien, y aunque algunas historias me gustaron y a otras las odié, cumplí el objetivo a rajatabla.

Ayer terminé de ver esta miniserie y quedé pensativa, regulando, hasta que recordé uno de los cuentos que salieron de aquella experiencia y que transcribo aquí abajo.



El principio del fin.


Parado en la tundra con la última luz y sin otro medio de escape que las propias piernas, Iván reza a un dios desconocido después de muchos años de agnosticismo y le pide, dondequiera que esté, que no lo abandone. En realidad se habla a sí mismo en una letanía sin fin porque pronto no habrá nada más que valerse por la propia. Aquí y en cualquier otro lugar. Iván y los demás son los modernos avatares del Apocalipsis que traen un mañana de barbarie. Hay viejos y hay jóvenes, hombres y mujeres, todos rigurosamente seleccionados y probados a lo largo de años de clandestinidad. Faltan diez minutos para la hora que coordinaron escrupulosamente en cada uno de los puntos del planeta. 

Le surge una pregunta inevitable: quién va a fallar. Porque no le cabe duda de que entre tantos al menos habrá otro que sienta lo mismo que él. Mal que bien, todos venían de alguna parte y aunque abjuraron de sus vínculos hace mucho tiempo es difícil no pensar en lo que quedó atrás. No hay lugar para sentimentalismos, porque cuando llegue el final esas familias, sus pasados remotos, estarán igualadas con cualquier otro hijo de puta en la carrera por la supervivencia.

Este es el punto sin retorno. No será él quien falle. Pero reza, muerto de miedo. Tantas cosas pueden salir mal. Nada es peor que este punto al que hemos llegado. Hay que dejar espacio a un nuevo modo de vida. Es posible que sobrevivan unos poquísimos niños para garantizar la continuidad de la especie. Es posible que ninguno de esos niños sea el suyo. 

Faltan cinco minutos. Acerca y aleja su mano del botón que debe apretar. Un minuto de descoordinación puede cambiar toda la cadena de sucesos. No está previsto que él sobreviva, pero no le importa. El que abandona a su familia no tiene mucho más por qué vivir.

¿Y si llega antes de que empiece el caos? Su mente se dispara. A pesar de sus esfuerzos por racionalizar la trascendencia del momento, Iván dedica sus últimos minutos a pensar cuántos días a pie hay entre la estepa y su casa, dónde podría encontrar agua y comida, qué rutas conviene tomar. Si camina tres intervalos de cuatro horas, duerme otros tantos y tiene la suerte de encontrar provisiones son diez o doce días. Se entusiasma. Existe una posibilidad si mantiene la orientación y la calma suficientes.

No alcanza a imaginar el momento de su llegada. Está programado para apretar ese botón pese a su ridículo y humano instinto de supervivencia. En el milisegundo que tarda en visualizarse frente a la puerta de su casa, la explosión lo vaporiza. 

Un resplandor intenso de cientos de miles de explosiones colma el horizonte. Después no hay luz en absoluto. Las últimas cenizas de Iván tocan el suelo. Lejos, se escuchan los primeros gritos.