miércoles, marzo 16, 2011

Cocinar, ese placer


En la casa suele haber libros apoyados en cualquier lugar. Toallas y ropa colgadas de los respaldos de las sillas. Zapatillas tiradas por todos los rincones. Lo que nunca falta es el tiempo para cocinar. Los dos somos privilegiados en ese sentido: tenemos buena mano y buena predisposición, nos gusta la comida casera, disfrutamos cocinando. Disfrutamos sobre todo del rito de cocinar juntos, con música de fondo y conversando. Tal como lo hacíamos antes de la convivencia, cuando gastábamos la batería del celular mientras cada uno preparaba su cena, a mil kilómetros de distancia uno del otro.
Hoy, primer día del resto de mi vida y después de una semana de re-adaptación posterior a varios días de viaje laboral, descorchamos una botella de Syrah y abrimos las aceitunas al roquefort para celebrar una nueva tanda de decisiones consensuadas y de propósitos (míos) que seguramente volverán a llegar a un punto muerto en cuestión de días. Pero no importa.
Lo que más me importa en este momento es que la plancha esté bien caliente para recibir dos bifes, uno per capita. La copa recién servida con ese vino oscuro que no deja pasar la luz. Las cebollas rebanadas bien finas junto con el tomate, mientras controlo que no se pase la carne. Apoyar el traste en la mesada para mirar pensativa la colección de especias y aderezos que hemos ido juntando, viaje por viaje, hasta atiborrar el estante sobremesada y una alacena completa. Algunos son regalos de amigos muy queridos, como el cardamomo y la canela israelíes que nos trajo María y que administramos con avaricia. O las pastas de aceitunas patagónicas de Pau. Y pensar que todo empezó en el Barrio Chino, con las variedades de curry y mostazas, y la botella de ají picante de un litro que lleva casi dos años en la heladera y que todavía no conseguimos terminar.


Pensar que cuando empecé a arrimarme a la cocina (por vivir sola y por la necesidad de experimentar variantes de platos clásicos, más que nada) me sentía una eficiente ama de casa. El punto máximo de mi creatividad eran los omelettes: llegué a rellenarlos con atún o lentejas cuando no tenía nada más que usar. Recocía incluso la salsa para las pizzas y los champignones hasta achicharrarlos antes de coronar con ellos una pila de fideos con crema. El pollo se hervía o se horneaba, como máximo con una capa de mostaza al limón. La carne también: al horno o a la plancha, a lo sumo un puchero con sal y dientes de ajo como único condimento. Lo único que podía amasar eran tortas fritas y unas pepas de membrillo (o pastafrolas) cuya receta tenía que espiar una y otra vez si no quería que la masa se quemara al cocinarla. Y era incapaz, absolutamente incapaz de hacer una salsa blanca o la masa de los panqueques. Solamente me salían bien las tortillas, algo increíble si se tiene en cuenta que las cocinaba en la misma sartén donde hacía las tostadas, los bifes de hígado y los buñuelos de membrillo, sin solución de continuidad.
Así sobrevivimos mis hermanos y yo los pocos años que compartimos juntos. Cuando me fui a vivir con el Ra, empecé a soltarme un poco más, a leer e investigar recetas bien hechas y a frecuentar gente más cocinera que me fue inculcando nuevos hábitos, incluso el disfrute discreto del buen vino. Muy poco tiempo después, bastó que él llegara para hacerme entender que cocinar era otra cosa. Que hace falta más que el simple gusto de comer; que elaborar lo que uno come y lo que va a probar ese otro que nos importa agasajar es un acto de amor. Ni más ni menos. Y que cada plato, así sea el más común y corriente de los platos, es especial y digno de la dedicación que ponemos los que damos al comer la importancia que ese acto cotidiano merece.
Con él aprendí que se puede cocinar en treinta minutos algo tan maravilloso y simple como unas crépes vegetarianas. Supe que incluso una heladera vacía y una alacena limitada pueden contener el germen de un plato nuevo. Que los condimentos adecuados son la clave para transformar una comida de todos los días en un nuevo clásico. Que la clave maestra de quienes saben cocinar son buenos cuchillos, bien afilados. Y que, sobre todo en invierno, no pueden faltar una buena cantidad de deshidratados (avena, sémola, cebolla, ajo, espinacas) a los que recurrir cuando la imaginación agotó polentas, arroz, fideo, guisos y potajes varios.
Yo, que no condimentaba las ensaladas más que con aceite de girasol, sal y limón, comencé a alternar la sal común con la marina y ahora incluso me animo a las sales especiadas. En la alacena, el vinagre de alcohol y el de manzana conviven con dos tipos diferentes de acetos. El aceite de girasol es apenas un resguardo por si se acaba el cumplidor aceite de oliva catamarqueño, comprado por galón cuando tenemos la posibilidad de ir de visita por allá. Pero usamos, más que nada, el spray vegetal para casi todo.
Rescaté la mandolina de mi bisabuela para darle a los salteados y ratatouilles el corte justo, además de jugar con las clásicas papas rejilla o acanaladas en ocasión de recibir visitas. Reciclamos una olla gigante para esos días de invierno en los que hay que repartir entre batallones o guardar viandas en el freezer, y otra olla que además es vaporiera. Gracias a ella, no hemos vuelto a comer brócoli, coliflor o repollitos hervidos, sino que los podemos tener en el plato con su color y sabor originales, tiernos y turgentes al mismo tiempo.
Ahora me animo a innovar con bollos de masa (yo, que nunca fui capaz de hacer una hogaza de pan sin que se apelmazara...) y a adaptar recetas que veo en TV o internet. Me gusta inventar nuevas ensaladas y armar picadas vegetarianas por muy poco dinero. Revitalicé mi gusto por el picante y en la heladera nunca hay menos de tres variedades de ajíes, cuatro tipos de quesos, un vino para cocinar y caldos saborizantes varios: comodines salvadores de cualquier urgencia culinaria.
Incursionamos con bastante audacia y éxito en la comida mexicana, la judía, la árabe, la china, el sushi... Él se convirtió en el responsable de las olladas de locro del 25 de mayo, de la humita norteña y de las pizzas de los viernes entre amigos. Yo tengo mis propias especialidades: nadie me gana cocinando cualquier tipo de empanadas (especialmente fatay) o tartas con masa casera, y puedo pasarme una tarde tranquila amasando pan árabe para algún evento especial, o para guardar en el freezer y usar de comodín.
De a poco vamos dejando de comprar cosas que podemos elaborar en casa: el vinagre para el sushi, conservas de distintos tipos y aderezos caseros, además del pan para recibir visitas y algún postre rescatado de los recuerdos de infancia que se pueda preparar en cuestión de minutos.
La regla suele ser "nada se pierde; todo se transforma". Una máxima de oro que incluso nos salvó en el campamento este verano, cuando con apenas una garrafita pudimos improvisar una comida de tres pasos, con salsa agridulce incluída, usando un sobre de ketchup, huevos, cebollas y el puré que había sobrado del mediodía. O la noche lluviosa de nuestra llegada a San Martín de los Andes, cuando la última pechuga de pollo grillada fue a parar al glorioso risotto que nos calentó la noche a 5º.

Todo esto pensaba con el traste apoyado en la mesada, en el silencio de una noche que presagia lluvia y recordando los pequeños actos de amor que a veces nos negamos, incluso teniéndolos al alcance de la mano. Algo tan sencillo como cocinar para un amigo, sentarse a la mesa aunque estemos solos con un plato sencillo para comer en paz, o enseñarle a un niño a participar del rito de la cocina, para que, con suerte, el día de mañana no tenga que depender de nadie más (especialmente de un delivery) para disfrutar de la costumbre más vieja del mundo.