domingo, mayo 24, 2009

Darte cuenta...

... de que por alguna razón tus amigos dejaron de llamarte, y que cuando los hablás por teléfono el trato es distinto, es un golpe que siempre duele. 

No importa cuántos te hayan decepcionado antes, siempre es horrible darte cuenta que puede pasar. Una y otra y otra vez.

Y no sé qué es peor. Si darte cuenta de que hace mucho tiempo no tenés noticia de ellos por ningún lado (aunque los extrañás y se los hacés saber), o empezar a sospechar el motivo de esas ausencias, de ese destrato. 
Quizá ni ellos se dan cuenta que el trato empezó a cambiar mucho antes y que te diste cuenta, pero como una idiota pensaste que era culpa tuya, y te dedicaste a tratar de revertir lo que podría haber hecho que te ignoren o que te excluyan de las conversaciones. 

Será momento entonces, de dejar de ser abandónica cortés (de esas que nunca pueden, pero al menos agradecen que la tengan en cuenta, manda un mail por los cumpleaños o llama cada tanto para que se enteren de que le interesa mantener el contacto) y empezar a ser una de esas quemanaves compulsivas, cambiando de grupo como de calzones sin el más mínimo sentido de la lealtad.

Cada vez son menos los amigos y cada vez es más difícil el desprendimiento. Porque una vez que estás en mi vida de algún modo, no te saco. No me sale excluír, sino incluír. Aunque a veces siento que no doy abasto para devolver llamados o atenciones, trato de no fallar. Y siempre cuentan conmigo en los momentos donde todo falla. 

Porque yo cambié muchas cosas, pero esos detalles esenciales siguen estando.
Será que ya no soy soltera, será que mis payasadas ya no son las que eran, será que soy menos divertida ahora que cuando me ponía en pedo y me curtía todo lo que se movía. No sé. Me habré vuelto aburrida de golpe, prescindible. Habré dicho algo que no gustó. 

Sinceramente, ya no sé qué pensar. Y no quiero cansarme de pensar, porque el día que decida que no me importa nada, habré perdido otra vez.

viernes, mayo 01, 2009

Reflexiones que no vienen a cuento de nada.

Mientras juntaba y doblaba la última tanda de ropa limpia, hundiendo la nariz en el perfume a jabón y a aire fresco (que no es ni siquiera parecido al de la ropa oreada en la terraza de mi casa paterna, lamentablemente), me vino a la cabeza algo que puse en Twitter el otro día, hace unos cuantos días más bien.

Como individuos, experimentamos a medida que vamos viviendo y asomándonos al mundo (a la gente y al entramado social, más bien, que conforman ese mundo) diferentes sensaciones, sentimientos, emociones. A medida que las conocemos y les ponemos nombre, nos habituamos a ellas. Las desambiguamos por repetición, las asimilamos por costumbre. Siempre hay una rutina de emociones a la que estamos más o menos expuestos por una cuestión de carácter, o de educación, o de tendencia.

Pero seguramente más de una vez nos topamos con emociones y sensaciones nuevas o algo así. Tal vez nunca fueron experimentadas antes, quizá evoquen lejanamente a alguna otra que se les parece. Por poner un ejemplo clásico: el primer orgasmo de una mujer. Es algo que difícilmente se olvida, porque llega en un momento en que, mal que bien, hemos clasificado la mayor parte de la gama general de emociones y sensaciones que vamos a experimentar por el resto de nuestra vida: amor, odio, alegría, tristeza, decepción, angustia, impaciencia. O sea que la autoconciencia y el mecanismo identificatorio están a pleno buscando lo nuevo. El descubrimiento de lo nuevo es fundacional cuando somos niños, pero como adultos puede significar un momento precioso.

También pasa (bueno, en realidad a mí me pasa: no sé a ustedes) que un día te encontrás en medio de una conversación donde la gente habla de una sensación en común y vos sentís que sos sapo de otro pozo. Como si vinieran a discutir sobre el libro de Paluch o sobre física cuántica. Sapo de otro pozo de una emoción colectiva. A mí me pasa cuando alguien trata de transmitirme la emoción de un hincha de fútbol yendo a una cancha: yo podría perfectamente ir a una cancha y no sentir absolutamente nada, creo que vine sin ese chip. 
Pero me refiero a emociones bastante comunes, que corresponden a la mayoría de la población y que es bastante raro que una argentina adulta viviendo en esta metrópolis, hiperconectada e hiperinformada, no haya tenido todavía.

Todo este matete lleva a la conclusión de que, al día de la fecha, creo que nunca experimenté estos sentimientos -que considero- negativos:

- Odio. Si bien soy una persona a la que se podría calificar de emocional in extremis, nunca estuve de este lado del espectro. Sí he amado apasionadamente. Pero de alguna manera percibo al odio como una fuerza tan destructiva que algo me detiene justo antes de llegar a un punto de enrosque que me ponga en esa vereda. Me considero por demás sensible / perceptiva (algunas experiencias las volqué aquí) y absorbo demasiada vibra negativa por día como para desear que el estado de veneno se vuelva permanente.  
- Envidia: ídem odio. 
- Aburrimiento: No entiendo esta sensación. A ver si consigo explicarme. Alguna vez fui muy chica e inquieta. No este ente contemplativo y medio metafísico que a veces se cuela en el Extraño Mundo, sino una nena verdaderamente inquieta. De esas que hacen cagadas como treparse a cinco sillas superpuestas con tal de alcanzar un antojo momentáneo de inmediato. De esas que se tiran a una poza sin saber si van a dar pie. De las que no tenían problema en caminar distancias imposibles si al final del camino iba a estar la recompensa (una aventura, claro: a esa edad todo es aventura). Ayudó mucho que mis viejos me dieran mucha libertad para canalizar mis inquietudes; o tal vez esta tendencia a la dispersión de mi adultez sea hija de una faceta multitasking muy prematura. 
Pero no conozco el aburrimiento porque desde que tengo memoria me recuerdo haciendo algo.
Aún cuando parecía que estaba inmóvil, con la vista en el vacío, mi cabeza estaba llena de pensamientos y recuerdos que me costaba mucho clasificar y ordenar. Mis cefaleas empezaron en esa etapa, la primera infancia, y al día de hoy no me pongo de acuerdo: ¿eran causa o consecuencia de esa ebullición? Ya crecidita, sigo teniéndolas aunque los pensamientos están un poquito más ordenados. 
Aparte, todo me apasiona. Todo. Las pequeñas cosas de la vida diaria me encantan. Si bien no me caracerizo por mi practicidad (soy de las que van a lo difícil, según el compañero de depto), la rutina de mi casa me resulta tan apasionante como un viaje, aunque en distinta escala. Si tengo que hacer algo, trato de que me guste. No podría hacerlo si no me gusta. Soy una disfrutadora, una hedonista. De a poco fui excluyendo todo lo que me desagrada o transmutándolo en cosas que me dan más placer. Esto no quiere decir que me apasione sentarme a hacer encuestas telefónicas cuatro horas al día, o que no reniegue despegando la grasa de la cocina. Pero me gusta la mecanicidad de los ritos, y sobre todo siento que en el alma de esos ritos está el orden de mis pensamientos (que van desde el último libro que estoy leyendo hasta alguna evocación del pasado. Como por ejemplo, jugar a recordar cómo olía exactamente el hospital donde estaba internado mi abuelo paterno, o el ruido de la hamaca donde me senté durante dos horas a hacer el duelo de su muerte).
Aburrimiento me suena a pérdida de tiempo. "Pérdida de tiempo" es una frase tabú en la casa donde me crié. Al pedo, pero levantate temprano. Al pedo, pero hacé algo. Y si estás quieta y al pedo, disfrutá de la quietud y el alpedismo. En consecuencia, nunca me aburro.

Sí he experimentado otros sentimientos negativos. Y con mucha virulencia... Supongo que es eso lo que anula en mí la posibilidad de llegar a tener estos otros. La potencialidad del daño me asusta. 
Tiendo a percibirme como una persona feliz y ocupada. 

Corolario: Feliz día a todos los trabajadores: a aquellos que nunca se cansan de lo que hacen, a los que lo disfrutan, a los que lo sufren pero disfrutan de la recompensa, a los que no saben por qué, pero trabajan. A los que buscan sin dejar de hacerse útiles, a los que siempre están dispuestos a ayudar a otro aunque estén tapados de obligaciones. A mis mayores. A mis menores aprendiendo el valor del trabajo. Feliz día porque sí. Porque así me salen los posts, todos mezclados como mis emociones, como mis pensamientos, como mis reflexiones a cuento de nada.