sábado, octubre 25, 2014

to see with eyes unclouded by hate

Conócete a tí mismo, me dijo al oído un segundo antes de que el cirujano me quitara el cordón del cuello.
Tengo registros muy precoces de la voz que me habla usando mi propia voz, nací con los ojos sin vendar, nada del mundo se me escapa.
Entonces, el velo de los otros como capas traslúcidas. Una sobre otra hasta que mis ojos no pueden ver bien. Recurro al hambre. Olfato y gusto sobreexcitados borran el tacto, el dolor tarda en llegar a mi cerebro hasta que es muy tarde. 
Las capas siguen acumulándose. Pasan los años.
Hago cosas muy malas por dar palos de ciego en la oscuridad, víctima y ejecutora de una curiosidad que es más desesperación que vocación de supervivencia. Por alguna razón, no pierdo el camino del todo. Conócete a tí mismo, con los ojos bien abiertos. Aprendo a caminar para aclarar la cabeza y me vuelvo una vagabunda estético-emocional que no puede parar de ver alrededor. El objetivo se demora, pero el conocimiento al alcance de la mano es tan abrumador. Tan tentador.
Ser parte de otros es una idea que seduciría a la misma Obsesión. Hurgar en otra mente, ese impulso tsunami. Virtualmente imposible de detener.
No soy un robot, pero a veces me muevo como uno. En los días de angustia, envuelta por la bruma negra, llevo la sombra a todas partes. Alrededor se hace el silencio, como cuando se callan los pájaros en el bosque. La fiera va herida buscando algo. Dejo de interesarme en los otros y sudo alquitrán, balas, fuego.
Cada tanto esgrimo el cuchillo que rompe los velos para permitirme espiar las verdades del mundo con los ojos bien abiertos. Y aunque cada grieta es una herida que duele como ninguna, aguanto cada vez más tiempo el cuchillo, buscando el camino al mundo originario.


(este video es una obrita de arte del montaje. Acompaña la música de Peter Gabriel una selección de escenas de la película "Mononoke Hime" de Hayao Miyazaki, posiblemente una de las películas que más veces vi en mi vida).

martes, octubre 14, 2014

Angustia oral

Todo lo que como está muerto. La carne, las verduras, los lácteos, los granos. Cada cosa que tomo para nutrirme fue fulminada, arrancada, procesada, devastada antes de llegar a mi boca. Y algo en mí sabe que aunque cada porción de alimento empezó un proceso de vida aparte con la descomposición, una colonia de bacterias no baila en mi boca como lo haría un trozo de carne todavía caliente, o una hoja espléndida de lechuga tomada directo de la planta. 
Cuando era chica me gustaba tumbarme en el pasto boca abajo y arrancar los macachines para comerlos pétalo a pétalo hasta llegar al cáliz, lo más rico de todo, con una dulzura que no existe fuera de la propia flor. El tallo era tan tierno que me ponía contenta solamente de morderlo. Chupaba los tallos de las flores silvestres como otros niños chupaban los caramelos Mielcita. Pero la primera flor que ejecuté a dentelladas fue un jazmín del país, y su gusto se reveló tan distinto del aroma que me dejó impactada. La carnosidad de los pétalos y su astringencia simultánea eran una contradicción que me volvía loca. Nunca más, juraba cada vez, y cada vez caía en el hábito. Las primeras rosas (y las últimas) regaladas por un novio. Los rabanitos de la huerta de la Gringa. Moras y hasta la comida de los perros. Todo me incitaba a morder.
Mi voracidad es atávica. No sé de dónde viene. Me cuentan que cuando era un bebé que todavía no sabía hablar ni caminar, aplaudía y chillaba en mi sillita alta cada vez que el plato de comida llegaba a la mesa. Que arrancaba las plantas del patio de los abuelos y a veces las mordía. Desde que tengo memoria estoy en las cocinas o al lado de la parrilla observando a madres, tíos y abuelos en el acto de cocinar. Lista para robarme algo. A los seis sacaba de la heladera un paquete de salchichas de viena que comía a escondidas en el lavadero, una tras otra hasta que me dolía la panza. Comía a cualquier hora y en cantidades alarmantes. 
Carne cruda, masa cruda, semillas, granos sin tostar, bichos de mar vivos y frutas directo de la planta con la rapidez y la angustia del que sabe que se está despidiendo. Comía con lágrimas en los ojos o riendo como una maníaca. Si dejaba de comer, era grave. Alimentarme es mi vida. 
Nunca estaba satisfecha. Nunca estoy satisfecha.
Los apetitos te forman y te cambian, al mismo tiempo que se forman y cambian. El anhelo detrás del apetito, la famosa ansiedad, es un pozo que no tiene fondo. Sé que hay un tabú detrás de mi deseo porque cada vez que veo una rosa y se me hace la boca agua, cada vez que sostengo algo vivo entre mis manos, cada vez que un ser humano se brinda indefenso a la engañosa seguridad de mi abrazo, el caníbal en mí descoyunta las mandíbulas en un grito sin sonido que taladra la tierra y es el origen de todos los terremotos que sacuden mi mundo.


jueves, octubre 09, 2014

Plan de fuga

Empezó con la alarma del celular, la mañana de un día cualquiera. En mi celular siempre hay seis alarmas: tres fijas y tres móviles que voy editando según las necesito. Las apago y me levanto sin hacer ruido. Todas las mañanas empiezan igual, llenas de posibilidades; no sé lo que es levantarse de mal humor. Nunca preveo bien cómo va a ser el día. Tengo un techo sobre mi cabeza, qué importa si la ventana da a una calle semicortada y repleta del tránsito y del ruido de Buenos Aires. Tengo un trabajo, tengo una vida plena que disfruto a fondo, obligaciones como las de cualquier otro y una pizca de neurosis por despejar, pegaditas a los sueños que quiero cumplir.
Esa mañana cualquiera me descubrí incómoda nomás apagar la alarma. Físicamente incómoda. Por primera vez en muchos años, tuve rabia de tener que salir a la oficina. No era la sensación de "ufa, hay que salir a la calle" o "hay que laburar" que todos conocemos en algún momento de la vida. Era una sensación bien de mierda, una cosa negra y viscosa que se pegó a mis huesos y ya no me abandonó más. Era la anticipación de ocupar un espacio que no siento propio ni prestado, en un lugar donde siempre estoy incómoda. El hábito de ser agradecida me impedía darme máquina con la idea, pero esa mañana no hubo manera de frenar el malestar.
No quería vestirme. No quería salir de la casa. No quería hacer otra cosa que volver a la cama a mirar el techo y retomar lo que fuera que estaba pensando antes del sonido de las campanitas del celular. Por supuesto, y como soy una buena salvaje, reprimí cada impulso. Me vestí, desayuné, me fui escuchando la radio. La apagué no bien llegué a la parada del colectivo porque tampoco soportaba a los conductores del programa. Abrí y cerré todas las aplicaciones buscando algo que me sacara la sensación de mierda de encima. No hubo caso.
No voy a profundizar en lo desestabilizador y tortuoso que fue ir todos estos días a trabajar sin ganas, amargada, exprimiéndome las neuronas para intentar definir qué, qué, QUÉ MIERDA está pasando que ya se me cortó el hábito de la buena onda, que no puedo formular un solo pensamiento positivo aunque los siga teniendo, que no puedo parar de pelearme conmigo misma y esto va a terminar con peleas en el entorno porque el malestar ya se volvió indisimulable.
Mi cabeza es una habitación desordenada, llena de cajones que aparecen y desaparecen, que cambian de lugar y de forma. Estoy acostumbrada a ese movimiento interno porque es hijo de mi conciencia. Últimamente ando poniendo un poco de orden en los cajones que conozco mejor y es posible que algo que toqué esté generando esa incomodidad.
No se puede ser feliz en todos los ámbitos, me enseñaron desde muy chica. A veces hay que hacer cosas que no te gustan y cuando sos grande se pone peor. Muchas veces hay que renunciar por causas mejores, proyectar para un futuro, darle espacio a un Otro. Esos mantras saltan de los cajones al piso todo el tiempo y tengo que ponerme a levantar los pedazos. Hasta que me canso y no ordeno más, no junto más, no sostengo más nada. Quiero caer de rodillas en el desorden y gritar hasta que la voz se rompa y se vuelva chiquita de tan poco aire en los pulmones.
Entonces lo vi, un segundo. A todos los cajones ordenados. No sé cómo ni cuándo pasó, fue apenas eso: un segundo. Me sequé los ojos y todo seguía igual: las puertas batientes, cortinas ondulando con el viento, papeles tirados, cajas y un montón de talismanes regados por ahí, llenos de polvo. Alguien me tomó de la mano y me dijo al oído: "Equivóquese". Y todo volvió a tomar un ritmo: las alarmas, la rutina, las no ganas de vestirme, salir a la oficina, hacer las cosas que hace cualquier ciudadano promedio, volver a casa.
Hay una pequeña diferencia ahora, sin embargo. La diferencia entre una media del derecho o del revés: ahora trabajo en casa, lo que quiero ser y hacer está en casa todo el tiempo. Pero no lo puedo apagar cuando me voy de aquí, continúa cuando duermo y se lleva como el culo con los celulares, las alarmas, las distracciones y la cotidianeidad.
La incomodidad persiste. El movimiento, ese territorio que creía tan mío, puede ser un lugar tan inhóspito como la quietud misma.