jueves, julio 17, 2014

just another bunch of strange days

Desato los nudos de la panza pensando en esas cosas mínimas que me reconectan con la vida. El calor de tu mano que siempre encuentra la mía. Los videos de las nenas. Las fotos de los últimos viajes. Los paisajes que rondan mi cabeza, la ficción y la no ficción, los gritos que voy a dar cuando pueda volver a gritar por algo. Un recuerdo feliz que amaga terminar en lágrimas. El instante suspendido entre una mezcla de aromas que abraza a la Agus que fui. Pensar qué bueno que existe un hombre que sabe y disfruta besar. Desearle el bien a los que ya no tengo cerca y acariciarlos de paso en la distancia de un afecto congelado. 
Pienso en el tiempo que se detiene y retoma en cámara lenta, en la música que resignifico a cada escucha hasta exprimirle la última nota. Escribo mentalmente las canciones que serán. Pienso en los ojos de un niño que todavía no conoce el dolor y que mira todo como si quisiera comérselo. En las mandarinas al sol del otoño entrerriano. En la textura de los pantalones Adidas con las rodillas gastadas por los años de uso (no me los quería sacar nunca). Pienso en cómo se veía el cielo desde el fondo del agua con las primeras gotas cayendo mansas en la superficie.
Giran en mi cabeza como mantras infinitos para que pueda seguirlas pensando una y otra vez. Mi remedio natural para la inquietud de las tripas: la imaginación. En otro lugar, en otro Universo, está pasando esto: dos hermanos se enamoran, las ratas dominan el mundo, un vaso que se rompe marca el inicio de una guerra y nace un niño sin boca. Anoche soñé con ríos de un verde imposible y sé que en algún momento, quebrando el tabú de todos estos años, me atreví a mirarme a un espejo. Y me desperté. 
Salí a la calle a las siete; doce horas después voy caminando el ruido humeante de Buenos Aires mientras mi cabeza les cree por un momento a mis ojos que sólo pueden mirar los pocos árboles y volar rápidamente al lugar que me espera en el futuro.
Llego a casa y ya no hay nudos porque voy desenvolviendo mis capas de mundo a medida que me saco los zapatos, la ropa y la pegajosa grisura ajena. Llego a casa y todo lo demás se borra.



domingo, julio 06, 2014

Preludio

Hace mucho que la gente dejó de leer blogs. Nos quedamos los pocos que todavía entendemos para qué queríamos uno, y a veces ni siquiera nos devolvemos la visita como exigía la etiqueta tácita de aquellos primeros años. Quién sabe si conservo yo los mismos lectores del 2005 o si ahora me frecuentan otros nuevos, de perfil inimaginable. Quién sabe si se habrán tomado el trabajo de leer todo el blog (como hago yo cada vez que encuentro uno, aunque me pasa cada vez menos) para entender cuánto de lo que era ya cambió. 
Por si sos uno de los últimos, tengo que advertirte: Me gustan los cambios. Cuando no estoy motorizando un cambio me pongo mustia, impredecible. Donde otros verían seguridad en las tres malditas palabras "zona de confort", yo veo un semáforo enloquecido, intercalando amarillo y rojo, amarillo y rojo. "Comodidad" me es tan mala palabra que cada situación en que la viví es la peor etapa de mi vida que puedo recordar. Los cambios no necesariamente requieren de una experiencia cercana a la muerte, un viaje bisagra o el encuentro con tu persona favorita. Los cambios no requieren un despliegue rotundo de dinero ni la entrega absoluta del que quiere cambiar a la adrenalina de un momento. Si se mezcla todo esto nos volvemos bombas de tiempo caminando, en pánico por el horror vacui y  propensos a volarnos a la menor amenaza. Decimos sí, sí, sí, sin pensar un solo segundo. Y volamos. Vaya que volamos, una y otra vez. Cada vez, los cambios cuestan menos y se vuelven la norma, no la excepción.
Hay un origen de lo que llaman la inteligencia emocional, yo estuve ahí. Yo lo viví. Lo recuerdo aunque fuera muy chica, como estoy condenada a recordar las impresiones más terribles también. Es el origen de todo el amor, o si te gustan las metáforas musicales: el preludio. El prólogo: mirá lo que tenemos por delante. Empieza con una respiración tibia y emocionada perceptible en el radio de un metro cuadrado de uno mismo, y puede terminar de muchas formas. El círculo perfecto concluye con un abrazo, que es a su vez un círculo perfecto aunque sus extremos no se unan: la intuición formaliza y completa el contacto. 
Cada vez que cedo a la idea de un cambio, cada vez que venzo el miedo y salto al agua revuelta, recibo a cambio un abrazo que sólo puedo identificar con el primero. Mi preludio: los brazos de mi madre, que jamás se me negaron. Los de mi padre. Los de mis hermanos, tíos, abuelos. Los de mis niños cercanos. Las primeras amigas. 
Tan reales estos brazos que me rodearon que me volvieron sólida, segura. Nunca dudo de mí ni de mi poder: soy capaz de curar porque fui curada por la misma fuerza que después me enseñó lo que podían doler algunas heridas. Soy el brazo ejecutor de mis propias profecías, sean vaticinios de amor o de desgracias. Porque ser inteligente emocional no significa ser sabio, ni siquiera aproximarse a eso. Aunque sí es una ventaja en el camino: conozco lo que hay y lo que puede haber, lo acepto sin miedo, y aquello que se me dio en abundancia lo entrego sin reservas. 
Me sigo equivocando y me levanto con la boca llena de sangre, mocos y lágrimas. Algo que saben los que pueden sentir que en cada abrazo entrego un pedacito de mí misma. A esa Yo monstruosa que no puedo tolerar del todo, ellos no le tienen miedo y la reciben con abrazos cuando llega a casa, porque alguna vez esta cosa torpe y deforme que puedo ser les dio lo mejor de sí misma, lo más importante que aprendió de chiquita y lo único que puede enseñar: el amor no se le niega a ninguna criatura de la Tierra.