sábado, abril 04, 2015

La tercera vida

Volvimos de viaje cuando todos se estaban yendo con una noticia muy triste a cuestas. En alguna parte de la ciudad que compartimos, esta vida se apaga y no hay mucho más por hacer. Una sonrisa y el puño cerrado, con el corazón apretado adentro y el resto es silencio.
La vida y la muerte sobrevuelan. Hay que estar muy adormecido para no sentirlo, muy metido en el trabajo o la rutina de los días, muy lejos de todo lo que se parezca a ser humanos. Cada vez que subo al auto me despido un poco de la vida porque en la ruta nunca se sabe. Nadie te va a cuidar allí. Ni el cinturón atado, ni toda la prudencia del que maneja te garantizan llegar a salvo cuando la premisa ajena es escapar. 
Allá, en el silencio, la vida y la muerte también me acarician. Ardía Chubut mientras nosotros parábamos en Río Negro. El silencio del bosque en otoño, casi sin gente, con algunos perros peleando por las noches como única banda sonora de estas vacaciones, me puso en contacto con las cosas que más quiero y necesito.

Esta noche de sábado, lejos de todo eso (una vez más), nuestro Getsemaní es la sensación inexorable de final. Un final que es todos los finales. La red invisible te hace eso. Sos un hilo al que hacen vibrar otros hilos. El tapiz es intrincado; la distancia no significa nada.
Los seres humanos valoramos muy poco la compañía, en realidad. Nos agrupamos en megalópolis para no escucharnos nunca, exacerbamos emociones en las redes sociales para no tener que abrazarnos cuando estamos frente a frente, presumimos de informados cuando hace años que no caminamos un milímetro por fuera de la línea de lo que mandan los poderosos de este mundo. 
No quiero pertenecer a este colectivo autómata al precio de perder mi humanidad.
Sí deseo, cada vez más fuerte, esta proximidad con el mundo que olvidamos de tanto anclar en el cemento.

Sensibilizados por la primera parte de nuestras vacaciones, decidimos usar los días que quedaban para recorrer la mayor cantidad de bosques posible. Hay un hilo común entre los anarquistas que nos configuran a él y a mí. Un hilo de silencio entretejido de árboles, insectos, aves, agua, tierra y piedra. Un silencio que tiene el olor del compost vegetal, la digna indiferencia de los coihues antiguos colapsados por las tormentas y de los gigantes verdes que se abrazan uno al otro mientras compiten por el sol.

Hay un hilo entre nosotros y el resto de los habitantes del bosque, los otros humanos que se escaparon del cemento y con los que interactuamos espontáneamente esos días, casi sin palabras. Ana, Adrián, Susana, Graciela, Edgardo, tantos otros cuyos nombres no pregunté y que no hicieron preguntas, tampoco. Ana, capaz de manejar veinte horas de ida y veinte de vuelta en un citroen hasta Córdoba para ver a una amiga que agoniza víctima del cáncer, apretarla en un abrazo y regresar enseguida porque siempre hay mucho por hacer. Adrián, que trabaja en silencio y apenas se anima a las sonrisas pero tiene el alma sensible a todo lo que respira. Edgardo, excéntrico chocolatero de costumbres exhuberantes, siempre firme en el único puesto de la feria que no cierra ningún día de la semana. Graciela, que llegó del litoral un verano y ya lleva cuatro inviernos seguidos en la Patagonia. Susana, que quiere morir de pie como los árboles haciendo lo que más le gusta.
Alguien me escribió el otro día "sos una especie de Henry David Thoreau femenina". Me dio vergüenza reconocer que no había leído nada de Thoreau, excepto citas sueltas. A mitad de este fin de semana largo llevo bien avanzado "Walden o la vida en los bosques", pero antes de eso caí rendida por el brevísimo repaso a los títulos y colofones de los libros. ¡"Caminar"! Siempre quise escribir un librito llamado Caminar para dejarlo de legado a mis niños. Más de dos siglos antes de mi propio nacimiento, sus amigos dijeron de Thoreau: "Caminar junto a él era un placer y un privilegio". 
Más allá de toda pulsión de ambición o deseo propio, sería lindo que el día que me muera haya un solo ser humano que pueda decir eso de mí.