martes, noviembre 22, 2011

Elegidos

Un veinte de julio cualquiera, llegó a mi casilla de e-mail un correo electrónico inesperado. Primero, porque lo escribía mi hermana (reticente compulsiva, durante mucho tiempo, de las computadoras en general y de internet en particular); segundo, por el contenido. Me emocionó, aunque ninguna de esas palabras me era ajena; vengo de una familia en la que son más las cosas que se hablan que las que se callan.
Mi familia, básicamente: mamá, papá y mis hermanos. Pero siendo todavía una pre-adolescente, una epifanía me golpeó con la misma fuerza que la muerte, cuando empecé a tomar conciencia de ella. Mi verdadera familia eran mis hermanos. Mamá y papá, la circunstancia que nos había hecho posibles, eran los depositarios de un amor incuestionable; a mis hermanos los elegía día a día, como se elige al amor de tu vida. Ellos fueron mi primer amor racional, mi primer afecto genuinamente humano. Mis primeros amigos. Mis primeros objetos de afecto, y las primeras víctimas de mis arrebatos.
Como suele suceder en las familias grandes, donde hay hermanos hay etiquetas. Hay prejuicios. El más viejo que conozco es el del hijo preferido, el favorito o favorecido. El elegido. Incluso están "el preferido de mamá" y "el preferido de papá". La percepción puede surgir del propio niño, pero mayormente es una percepción que instala el mismo entorno. Alguna tía, un abuelo, un amigo de la familia dejan caer un comentario y a partir de ese momento, la semilla germina en terreno propicio.
Siempre me resultó muy notable que el "preferido" no se diera cuenta de ese favoritismo. Por lo general, le parece que el preferido es otro. Le es tan natural ser el centro de la casa, que percibe hasta la más mínima variación en la atención que le dispensan en favor de uno de sus hermanos y de inmediato acusa descuido, desamparo. Pero las preferencias o elecciones varían según las circunstancias y las propias familias, rotando entre los hijos de acuerdo a la prioridad de las etiquetas. El hijo que más se te parece, el que demuestra más aptitudes, el más afectuoso, el colaborador, el que necesita más porque tiende a ser atolondrado, el pródigo... En cada familia, hay un criterio diferente que predomina al momento de mostrar un cierto favoritismo.
Lo cierto es que etiquetar, o "preferir", es inevitable para los adultos. Cada niño tiene, por más que reciba la misma educación que sus hermanos, una impronta propia y personalísima que lo distingue. Por cada niño hay un adulto que siente inclinación, afinidad, o mera proyección egomaníaca. Y esas inclinaciones son tan naturales para el ser humano como cualquier otra elección que involucra supervivencia. Es una cuestión evolutiva, lógica.

Nadie puede obligarte a querer a tu familia. Por más que te lo inculquen desde la más tierna infancia, el afecto surge o no surge; se desarrolla o se estanca, florece o muere. No se puede forzar el amor, como tampoco se pueden forzar el sentimiento fraternal, el filial... Ni siquiera una madre está obligada a amar al fruto de sus entrañas, por más que ese vínculo esté más allá de lo emotivo; para muestra, hay miles de casos de madres que abandonan a sus hijos año a año, pese a haberlos llevado en el vientre durante meses; a pesar, incluso, de la elección de parirlos.

Muchas veces les dije a mis padres que no importaba cuántos errores hubieran cometido, ni las marcas que me dejaron. Los volvería a elegir, son los mejores padres que podría tener. De ellos aprendí, fundamentalmente, que soy libre y que merezco respeto. Que hay cosas que nunca pueden faltar en la formación de un niño: la cortesía, la gratitud, la honestidad, la voluntad de superarse, la integridad. No escaparon del prejuicio, las etiquetas y las "preferencias", pero hicieron el mayor de los esfuerzos (aún lo hacen) por ser equitativos tanto en lo material como en lo afectivo.
De mis hermanos aprendí que no importaban las controversias, las peleas o los desacuerdos si se podía reflexionar sobre lo que había pasado. Siempre nos reconciliábamos antes de irnos a dormir. No recuerdo haberme acostado un solo día de mi vida malquistada con Pau y Ra, sin pedirles perdón si correspondía que lo hiciera, o sin decirles todo lo que me pasaba por la cabeza. Aprendí también que elegir implica aceptar, y que la elección siempre es consciente. Eso de que "la sangre tira" tiene mucho de mítico y de poético. Mucho de imposición sociocultural y de conciencia culposa.

Una vez a la semana, a veces más, a veces menos (los años trajeron obligaciones, ocupaciones y, sobre todo, una familia propia para cada uno) me reúno a compartir mates o una cena con mis hermanos. Ya no somos esos chicos jugando juntos durante horas sin aburrirnos y los duelos físicos ahora son verbales. Nos seguimos asombrando el uno del otro, sacudimos la cabeza con suficiencia cada vez que cualquiera de nosotros se manda "una de las suyas". Pero lo que nos mantiene unidos (ese Amor con mayúsculas, esa arquitectura endeble que se puede caer en cualquier momento), tiene la resistencia de una muralla ancestral unida por la materia más noble del mundo.

Al igual que al amor de mi vida, a ellos los elijo cada día y me duermo, todas las noches, con ellos en mis pensamientos y mi corazón.

3 comentarios:

Darthpitufina dijo...

Una entrada conmovedora, y muy bonita. Dan ganas de llamar a tu familia después de leer esto! ;)

Una sonrisa.

Zippo dijo...

Me imagino la reacción de tus hemanos con una sonrisa socarrona diciendo: "otra vez esta delirante". Pero se van a dormir con una alegría indescriptible.

Anónimo dijo...

Hay.... que hermoso!!! Cuanto amor.
Y que lindo poder transmitirlo de esa manera.Estoy orgullosa de los tres