En estos veinte días sin escribir un cuento completo pasaron muchas cosas. Nació la hija de una amiga, supe que el sobrino por venir será varón, trabajé fuera de la oficina, empecé a correr, me propuse darle más bola al bajo y la guitarra, conocí a personas que solamente había leído, perdí la despedida de mi primo que ahora retoza en Nueva Zelanda, volví a escribir caminando. Me partí la frente varias veces, apreté los dientes y agaché la cabeza. Grité frente al espejo. Reviví viejas pesadillas. También intento empezar a sanar una vieja herida. Quiero exigirme un poco más. Acepto que aunque no sé cómo ni cuándo, ya sé qué y con quién. El futuro no es más que presente transcurriendo.
El proceso de aceptación es largo y tedioso, frustrante y esquivo. A veces me cierro, no puedo dar nada; no tengo más que unas ganas locas de desaparecer. Cerrar los ojos y que al abrirlos haya un vacío donde se arremolinan la lluvia, la nieve, el silencio. Cerrar los ojos y que al abrirlos esté de pie sobre una roca frente al mar, temblando como una hoja que atraviesa el viento. Cerrar los ojos y que al abrirlos esté frente al valle verde que veías con el corazón antes de alcanzar la cima de la montaña. Cerrar los ojos y que al abrirlos me haya convertido en una ballena a la deriva, con todo el mundo por delante. Cerrar los ojos y que al abrirlos sea un perro lobo con recuerdos del fuego amigo. Cerrar los ojos y que al abrirlos todo sea nuevo.
Estirar la mano. Encontrar tus dedos. Recordar cómo era ser humana.
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