jueves, agosto 23, 2018

"cuando la noche es más oscura se viene el día en tu corazón"

Entre los papeles que todavía tengo que ordenar, apilados junto al monitor de la computadora, hay una hoja arrancada de apuro de un cuaderno espiral, varias veces plegada, ya amarillenta en los bordes y un poco sucia. La hoja tiene una frase sola, escrita con resaltador celeste. 

cuando la noche es más oscura se viene el día en tu corazón

Hace dos años, una compañera de trabajo (Yano) con la que tenía buen trato pero no una amistad, me dejó ese papel plegado sobre el teclado de la computadora, lo encontré al regresar del baño donde me había encerrado a llorar todo el descanso después de levantarme de la mesa donde compartíamos el mate. No recuerdo qué dije, no recuerdo por qué estaba tan enojada. Sé que estaba muy cansada. Física, y mentalmente cansada, harta, hastiada. El clásico mal día que te hace recordar todos los malos días de los últimos años que por delicadeza y gratitud te resistís a llamar malos (después de todo, siempre hay días hermosos en los malos años).
Lloré un rato más mientras seguía trabajando, aturdida a través de los auriculares. Ocho años trabajé en esa oficina parecida a un gallinero, con divisiones precarias entre los puestos y ningún límite físico entre los compañeros. Una proximidad que me resultaba incómoda, por momentos insoportable. A esa altura no sólo padecía el trabajo. Era la ciudad por la cual ya no sentía ningún cariño y en la cual me creía obligada a vivir, a transitar.
Recuerdo que en ese momento sentía que faltaba poco. Que tenía que faltar poco para irme de Buenos Aires porque estaba (estábamos) al límite.
Ya casi no salíamos del departamento. Habíamos dejado de encontrarle el sabor a caminar por las librerías, visitar amigos, no había dinero para nada, vivíamos para trabajar y amargarnos por todo lo que no podíamos hacer. Para acumular presión como una olla a vapor con poca y nula descarga. Nos alejamos de la ciudad y de su gente, ella se alejó de nosotros. Construimos un circuito que se alimentaba del amor y las pequeñas aficiones puertas adentro de casa, un microcosmos que siempre fue suficiente para manenernos con vida y alegres pero ya no encontraba un soporte para sostenerse. Y nos desgastaba.
Una casa ajena, que cada vez sentíamos menos nuestra. Una seguidilla de malos ratos. La salud resquebrajada. La tristeza episódica. Mis pendulares cada vez más violentos.
Sí, tiene que faltar poco, pensaba en diciembre de 2016.
Faltaba todo 2017 y parte de un 2018 que empezó de muy mala manera.
Diría que no sé cómo resistimos, pero no voy a fingir modestia: nacimos para resistir, para pelear más allá de cualquier esperanza.
Si hubiéramos sabido que, aún con un panorama nacional escabroso, teníamos toda esta belleza y este abanico de posibilidades al frente...
Bueno, parece que Yano sabía.
Gracias, Yano.




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