Hace un mes llegó el invierno, querido diario que ya nadie lee, laberinto despoblado. Escribo en vos por necesidad, como si no tuviera otras cientos de tablas de salvación a las que agarrarme para patalear en el mar de incertezas que es la existencia. No hace un mes del solsticio, pero sí de las primeras heladas rumbo al trabajo, del acortamiento notable de los días, la estación que amo aunque muerda los corazones, o quizá justamente por eso. Nada nos recuerda más la indefensión de nuestra especie que el invierno, con sus pocas horas de luz, su inclemencia y su aparente hostilidad. La forma en que obliga a la vida a replegarse bajo tierra, en cuevas, buscando el abrazo de un calor artificial. La forma en que los espacios abiertos descansan de nosotros, la plaga humana que todo lo invade y transfigura. Los cielos grises, los árboles pelados. La hierba parduzca y raleada. El musgo en los muros. La ropa que parece no secarse nunca.
Me siento bienvenida por el paisaje de la soledad, las notas tenues y graves, los tonos menores sostenidos por una cuerda al aire y las voces ásperas, profundas, todo lo que se asocia a una oscuridad en la que navego con más seguridad a medida que pasan los años. Algo del orden del instinto volvió a mí, esta vez para perdurar. Antes, el instinto era eso que aparecía tipo latigazo para protegerme de cosas que ni yo podía entender como peligros. Ahora vivo en estado silvestre, con apegos nuevos que se transforman casi constantemente. Olvido rápidamente lo que no necesito para la supervivencia.
También estoy recuperando, muy de a poco, el tiempo y el espacio para escribir. Hay toques de orden y equilibrio donde antes no había, estuve aprendiendo a dejarme organizar por el caos también. Empiezo y abandono disciplinas físicas todo el tiempo. De los precios a pagar, el del cuerpo siempre es el más barato; ya sabés cómo me gustan las ofertas.
Lo único que me da pena del invierno es la noción de que otros no son tan felices como en climas más templados. Pienso en el sol de la primavera con esperanza, aunque su llegada quiebre estos días perfectos y vuelva a traer los ruidos de niños jugando, vecinos con la música "alegre" al palo en sus patios, trifulcas de gatos en los techos. Se ve que lo mío es el silencio de la vida puesta en letargo. Renuncio a todo eso en favor del regreso de los brotes, del pasto bien verde y el follaje, de los bichitos aunque plaguen toda la huerta. Tomo el verano con resignación y el otoño con alivio. Así las cosas, el tiempo pasa; lo cuento en inviernos, en agostos de promesas que juego a cumplir, en el abandono de algunas cosas que ya no volveré a hacer o a vivir.
Lo cuento, también, en despedidas.
Escribo estas palabras en los pocos huecos que me habilita el pasar interminable de personas por esta oficina. Nunca estuve tan expuesta a la demanda de tantos extraños. Los propios sufren un abandono sin precedentes, ¿será por eso que volvió la culpa? ¿o es otra de las tantas novedades de la mediana edad? (No digo crisis porque ya asumí que vivo en crisis; todo mi tránsito por el mundo, desde el nacimiento traumático hasta el día no escrito en que moriré, es una sola larga crisis con pausas como oasis en los que no consigo permanecer).
Cuento los minutos en que volveré al encuentro de la manada, donde empiezan las horas más preciosas de cada día: una casa bañada en luz natural, con jardín y un cielo abierto que no me canso de mirar jamás. Las módicas rutinas que ordenan las horas, los trabajos y encuentros fuera de programa, extrañar a los ausentes, ver pasar la angustia y dejarla ir sin ceder a la tentación de tomarle un brazo.
Llegará un momento (un invierno) en que ya no haga falta decirles a todos y cada uno de mis afectos cuánto los amo y cómo; les llegarán mis palabras pensadas hasta gastarse, amplificadas por los ventrículos de mi corazón. Las escucharán en sueños o en mitad de sus tareas diarias, aunque ni recuerden cómo sonaba esta voz cada vez más lejana.
2 comentarios:
Yo todavía estoy. Más improbable no había.
:-)
es que todos somos el milagro de alguien.
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