viernes, marzo 24, 2023

Funkytown



 

por Daniel Mucetti


Éramos los nuevos adolescentes, la sangre joven. Entre doce y trece años, trémulos todavía junto a los adultos pero muy alerta junto a otros adolescentes, listos para pertenecer: me recuerdo tirado al sol en malla al lado de la pileta municipal, mirándola a la Susy pelear con Ale como pendejos por cualquier estupidez y preguntarme cómo sería ella -o cómo sería yo- a los cuarenta años. Con arrugas, con experiencia, la voz grave; con el cuerpo diferente. Susy entonces era una petisa mandona y a esa edad prometía rajar la tierra en breve; pero vamos, es mi cerebro de reptil el que la describe habiéndola visto convertirse en una mujer por la que los hombres peleaban en los boliches. El cuerpo diferente, sigo, intentando imaginar cómo sería estar muy lejos de ese tiempo, adelante, lejos -también- de ese sol dorado y seductor que teníamos en aquella frontera interior, lejos de esos días perfectos en el exilio. Quería también saber cómo sería estar cuando llegara el Día de la Verdad en el que Videla sería descubierto por el mundo y castigado de manera ejemplar. Porque yo en la pileta, con Susy y Ale peleando, estaba silenciosamente obsesionado con la existencia de alguien capaz de hacer lo que hizo Videla a los ojos de todo el mundo mientras el tema era si Maradona y Ramón Díaz podían llegar a jugar juntos en la Selección Mayor, pero aún obedecía a mis viejos y no hablaba de esas cosas con nadie.

Éramos los nuevos adolescentes, los que se graduaron de la pubertad ese verano de 1980 en que sonaba Funkytown en un grabador, trayéndonos el mundo al lado de la pileta del Balneario Municipal de Merlo, San Luis, el actual lugar en el mundo en el que hice una adolescencia soñada y totalmente fuera de la planificación de mis viejos.

En ese mundo irreal y lejano que venía en cassettes que copiábamos hasta que apenas podías escuchar, moría públicamente John Lennon y la fiebre del sábado por la noche ya era música gastada: coincidentemente, nosotros éramos los primeros en tomar conciencia de que Argentina se estaba quedando atrás porque suspirábamos por todo, como tal vez hacían los chicos rusos orejeando a Occidente. Siempre había alguno en la escuela, en el barrio o en el pueblo que había ido a Miami y se había traído ataris, había escuchado The Boomtown Rats en lo de un primo en Inglaterra o te caía con una versión completa de The Wall, que tenía Another Brick in the Wall part II sin censurar y el solo final de Comfortably Numb, ambos expurgados por los inefables señores tijeras.


Mi familia llevaba casi un año exiliada en esa frontera interior; “un lugar donde está todo por hacerse”, le dijo una vecina que era nacida en Luyaba a mi vieja, “a ustedes les encantaría si están buscando algo tranquilo pero con futuro”. Claro que buscábamos algo tranquilo: cuando todos los compañeros de mi viejo empezaron a faltar a las reuniones hizo una replegada táctica. Dijo, y nos hizo decir en todos lados, que nos íbamos a Mendoza; amagó que rajábamos para el exterior con sus hermanos, a EEUU -sacamos pasaporte, visa y todo- y plop, desaparecimos en Merlo sin una palabra. No podía decirle a mis compañeros de escuela ni el día que me iba, pero a una compañera sí le dije porque creía que era mi novia. Tenía once.

Mi viejo me contó la historia de su militancia y el porqué estábamos ahí cuando supuso que “tenía edad para entender por qué rajamos”, a los dieciséis. Me interesaba la política y la historia de mi viejo, pero no podía entender mucho; más me interesaba Susy cuando salía de la gigantesca pileta del balneario municipal a la que seguíamos yendo todos los veranos, con los timbres duros por el agua fría de arroyo con que la Municipalidad llenaba la pileta. Evocaba imágenes más explícitas y con turgencias que no sé si se encuentran naturalmente en sus actuales cuarentaitantos, rezongona, flaca y de mirada triste como está en estos días, pobre Susy, fumadora empedernida.


El ataúd de Herminio y esa tarde del ‘83 en que ganó Alfonsín dividieron las aguas. La democracia nos traía la derrota de los genocidas, una derrota pírrica, y la obvia y sobreentendida corrección de la anomalía llamada Jorge Rafael Videla. A pesar de que el radicalismo había firmado virtualmente con la Junta su Comunicado Nº 1, tuve fe, había sido Balbín, y algunos decían que Alfonsín era distinto, pero para mí era un extraño porque la UCR era anatema en casa. Juicio a las Juntas, Nunca Más y CONADEP, estuve a punto de creer en Alfonsín. Pero sospechaba no por él, sospechaba porque no había un clamor popular que dijera “¿pero cómo pasó esto, quién fue el responsable?”. La horda indignada no aparecía. Pasaban los años y los reclamos eran paulatinamente mala prensa, apenas si algunas voces solitarias a mi alrededor con las que intercambiábamos incredulidad, sobre todo. Había ruido, pero no consecuencias proporcionales al crimen cometido. Hasta se hablaba de pacificar.


Qué mal me resultaron en esos años todos los intentos por usar los códigos con los que había vivido de chico, porque estaba sobreentrenado en peronismo setentoso y mi caja de herramientas para la política decía: “Hecha en los talleres clandestinos de la Tendencia”. Mi lista de fracasos en ese tema es notable:


  • En uno de los actos por las elecciones, en pleno fervor vivaperonístico -porque el primer intendente de la democracia recuperada en Merlo, y de cualquier otra, era peronista- se me ocurrió agarrar el micrófono y gritar “Viva Perón... carajo!”. Me escucharon todos: unas dos mil personas adentro del club y el resto del pueblo afuera, radical o lomo negro, que fue a ver porque éramos muchos para un pueblito de seis mil habitantes. Me sacaron el micrófono.
  • El papá de Susy me echó de la casa cuando la fui a visitar después de esa noche de fervor peroncho. Era antiperonista y relacionaba al PJ con todo lo que había pasado: Aramburu, Montoneros, Cámpora, los indultos, el León Herbívoro, Isabel y la Dictadura. “Pibe, yo lo estimo mucho, pero espere a que se me pase la bronca”, me dijo. Él me había hecho de Tigre porque el hijo le había salido de River.
  • Durante la campaña electoral en las que ganó Alfonsín conocí a una piba más grande que yo del Partido Humanista. Un día se me ocurrió, post polvo y con ánimo un tanto peleador, decirle que me parecía un error que su partido gastara toneladas de guita y militancia en el tema de la deuda externa y no hablara de los desaparecidos y las torturas. Casi nos agarramos a piñas. Pegaba duro.
  • Un día se armó una peña en la sede de la juventud del PJ de San Luis Capital, era un Congreso o algo, yo era uno de los más chicos. Apareció una guitarra y empezó a girar. Toqué Que se vayan ellos, de Piero y José. Se me quedaron todos mirando, silencio incómodo, alguien me sacó la guitarra y empezó a cantar algo de Los Olimareños. Tendría que haber cantado Sólo le pido a Dios o Funkytown.
  • En los tempranos años de cierta agrupación fui a ofrecerme. Mi idea era “hola, volví, no me conocen porque emigramos a San Luis y militaba allá pero en política, quiero militar acá, esta es mi historia”. Me mandaron de vuelta a mi provincia, allá seguro me iban a conocer. No les podía hacer entender que ya no era de allá, ni de acá, ni de ningún lugar; “Soy porteño yo también, viví allá pero volví”. Ellos estaban jugando a la orga y yo era un pelotudo del interior que no tenía idea. Igual no importaba, Videla seguía vivito y coleando y todo lo que se hacía para subrayarlo terminaba haciéndole olvidar el tema principal a la sociedad, que a esta altura era responsable tanto de lo que pasó en aquellos años negros como en los grises post dictadura.


Mi fracaso fue tan frustrante que al final me desentendí del tema y nunca pude realmente formar parte de un apedreo de genocidas; ni siquiera fui capaz de provocar en los demás la idea de que ese u otro castigo debía ser automático y justificado y que se estaba atrasando.

Me fui del peronismo con el indulto: fue una decisión que tomaron ellos. La mayoría se tragó el sapo. Quedé muy sorprendido por haberme sentido peronista alguna vez: comprendí cuán grande había sido su reculada durante la Dictadura y por qué todos todos agachaban la cabeza con el tema y bajaban la voz.

A mi generación de militancia le tocó ser la primera que creció a la sombra de ese silencio obvio, doloroso e indignante. La siguiente no tenía idea o no quiso tenerla. Los viejos estaban medio como “hablemos de otra cosa”, tratando de olvidar alguna incomodidad y los que habían realmente sido sus víctimas directas simplemente subordinaban la cuestión a la agenda partidaria -como mi viejo- que en los dos partidos grandes era “no meter bulla al pescado”. En esas idas y vueltas de la agenda partidaria, un día vino uno que no tenía nada para perder, el agridulce Néstor, y bajó el cuadro, empezaron los juicios por fin y llegó la muerte de Videla más o menos naturalmente y tarde. Casi llega demasiado tarde a la foto, no le dieron tiempo a Rodríguez Saá que tenía problemas de gobernabilidad más acuciantes.

También quedé afuera de todo eso, esta vez sin ninguna inocencia. No tengo doce años, ni dieciséis, tengo ahora sí, cuarenta y seis años. Tenía seis cuando Cámpora y Perón-Perón, siete cuando el golpe. Mi viejo murió con cincuenta y seis, en pleno menemato y con todos los militares indultados. Videla con casi noventa años y nunca vivió su condena como yo hubiera querido, pero ya no camina entre nosotros. El día de su muerte fue pura alegría, mi primera reacción antes de caer en la cuenta de que quizá ni yo viva tantos años como él y que yo venía esperando eso desde hacía tanto que ya había aprendido a vivir con Videla en el zapato.


Por las dudas y para que quede constancia, Susy nunca me dio pelota a pesar de los esfuerzos, como normalmente suele ocurrir, pero fuimos amigos; hoy apenas estamos en contacto gracias a Facebook. Ahi dice estar enamorada de CFK.

Leo en una reciente entrada en su muro, en ocasión de estas elecciones, una alusión al descenso del cuadro de Videla por Néstor.

Sonrío, triste.


(24 de marzo de 2014)

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