jueves, agosto 21, 2025

El ritmo de la vida me parece mal

Cada tanto, entro en guerra con mi propio cuerpo. Esta es una de esas épocas. Nos toleramos porque nos necesitamos mutuamente, pero al mismo tiempo nos bufamos como gatos enojados. Me desconozco, una vez más, en este cuerpo que se inhabilita, que cada tanto tira una alarma de "precaución: ya no sos tan joven", que a gatas tolera un poquito de alcohol, que expulsa los hidratos de carbono refinados con violencia, que ya no responde al ejercicio como antes. Lo visto a desgana, lo mimo con esmero por la mañana y por las noches a fuerza de estiramientos, exfoliaciones y masajes con cremas de árnica y aloe vera. Lo protejo de los mosquitos, del sol, de la pintura, pero nunca le alcanza nada al cuerpo tirano, recipiente de un cerebro desbordado de inquietudes y de estrés. 

Pienso: encima, no soy de las personas que tienen más preocupaciones en este momento. ¿Cómo hacen los que no tienen la contención de una manada amorosa, de un trabajo que habilita obra social, del relativo alivio de no tener que pensar en un techo o qué vamos a comer mañana? (Bueno, hay que aclarar que esta última cuestión está cambiando drásticamente en las últimas semanas). Entonces, intento más que nunca ser agradecida, ir al trabajo con una sonrisa por más que hace tres años tengo el sueldo congelado mientras la inflación se dispara, obligándome a malabares desesperados que nunca tuve que hacer en lo que llevo de vida (tres crisis económicas en el transcurso de cuarenta y cinco años) para que podamos sobrevivir. 

Y siempre, siempre la sábana corta. Cada vez más corta. 

Me estoy quedando sin refugios. Internet ya no es lo que solía ser cuando empecé a disfrutarla, allá por el '98. El algoritmo manda y los demás bailan(mos). Estamos perdiendo la salud mental, y al menos a tres o cuatro generaciones a manos de la gratificación instantánea, del doomscrolling, de la brevedad tiktokera. La IA y las fake news borran definitivamente la línea entre ficción y realidad. Todo es la posverdad de la posverdad, es decir: simulación, mentira. Nada es realmente divertido o disfrutable cuando te meten veinte publicidades por minuto, veinte recomendaciones que no te interesan y no pediste. Ahogadas por el sobreestímulo, se mueren la curiosidad y la capacidad de asombro. 

También siento que me estoy muriendo en cuotas. Leía hace poquito a una persona duelar por su capacidad de disfrute creativo mermado, el tiempo que antes dedicaba a la música irremediablemente postergado por una actividad que es igualmente ardua y gratificante, y si se quiere muchísimo más trascendente en términos vitales. Pero ¿desde cuándo la vida se volvió elegir vaciarnos de todo lo que nos hacía humanos para poder sobrevivir como sujetos productivos y de consumo en este mundo cada vez más desigual y frenético?

También se muere el capitalismo, con todos nosotros adentro. Todo sistema monstruoso, entendiendo por "monstruoso" una figura análoga a la de Cronos devorando a sus hijos, está condenado a desaparecer. La lenta, pesada, espantosa y criminal decadencia de este sistema en el que vivimos se está comiendo vivas a miles de personas hermosas y brillantes que nunca van a conocer todo su potencial simplemente porque pasan cientos de horas al año pendientes de lo que les muestra un dispositivo, atentos a mandatos que bajan de pedestales invisibles, adorando al dios Mercado que promete siempre festines de los que a gatas se reciben migas. 

Contra todo lo que digan los gurúes de la buena vida, de la positividad instagramera, del cinismo twitcher, del voyeurismo youtuber, el único tiempo vital fundamental es el tiempo del ocio, del aburrimiento, de la desconexión, de las ocupaciones que nos han hecho creer improductivas: leer, escribir, escuchar música. Poner las manos en acción: en la cocina, en el jardín, sobre la mesa de trabajo. Aprender oficios perdidos, saber hacer cosas porque sí. Pegar un botón, arreglar lo roto. Optimizar lo que hay, no porque no haya otra opción: porque es lo que deberíamos hacer todos para que haya menos basura en el planeta, para no seguir engordando a los bacanes de la obsolescencia programada. 

En esta cultura de lo descartable, de lo playito y lo efímero, mi cuerpo me es más desconocido que nunca. Más cuanto más me afianzo en él, en sus malestares perimenopáusicos, en su decadencia embriagadora. Más y más el mundo me hace saber que sólo hay una forma de envejecer y que no es la que yo tenía en mente, sino una en la que parezca que no me pasa el tiempo

No tengo esa presión sobre mí, y aún así el cuerpo me resulta extraño, mi mente agotada desconoce los caminos mil veces transitados que terminaban en este momento, el simple instante de sentarme frente a la hoja en blanco y escribir, escribir, escribir. Oficio que casi no ejerzo ya, pero que extraño cada día y al que casi no puedo dedicarme porque la inercia de la vida del superviviente se lleva puesto todo mi esfuerzo, todo mi tiempo. 

Tengo que irme a dormir porque mañana es otro día de lidiar con el trabajo que desgasta, las incertidumbres del futuro, el miedo a no poder con todo, a no llegar, a no cumplir, a no poder verbalizar, a volverme loca, a no ser suficiente. Y en el medio, tener que justificar a cada paso que igual estoy bien así. Taradísima, deprimida, cansada, hinchada, pesada, harta, pobre. Pero dueña de mí misma, indiscutidamente, porque todavía no entrego el último bastión de subjetividad al dios que todos adoran. Porque sigo acá, invisible excepto para el que quiera ver y escuchar algo disruptivo. Porque aunque falle miles de veces, tropiece cientos de miles, no voy a rendir mi fuerza a una exigencia ajena. 

Bailo a mi ritmo, por ahora un poco menos de lo que quisiera, con la esperanza de hacerlo cada día un poco más hasta equilibrar la partida. No tengo que ganarme nada en este mundo. Mi lugar en él está claro, y lo tomo día a día. La máquina cruje, quiere triturarme, uniformarme. Le hago creer que puede conmigo, pero no va a poder. 

Nunca pudo.


1 comentario:

unServidor dijo...

En los últimos años el sistema nos descargó un camión de la basura encima, pero allí abajo milagrosamente, porfiadamente, seguimos vivos. Mortales, pero vivos.