Hace poco volví a, y de, mi tierra natal... la increíble, melancólica y apacible tierra siempreverde, con su olor a pasto húmedo, a río, a espinillos y a tierra calentada por el sol.
Caminar en soledad oyendo apenas el sonido de los propios pasos en el camino, o el rumor del viento en los árboles, es una experiencia que difícilmente puedo encontrar en otro lado.
Manejar allí, con la música que me gusta, la ventanilla entreabierta y apenas por encima de los 40 km/h es equiparable a varias horas de buen sueño, o a un buen ejercicio.
Todo lo hago allá con más placer, sobre todo a las cosas más sencillas.
La calma es tan perfecta que te tensa... Pero es una tensión de pueblo chico, para vivirla de a ratos y soltarla...
Si te agarra... estás perdido.
Nadie escapa de estos lugares donde belleza, fealdad, espanto y felicidad conviven exacerbados, como las pasiones de los que los habitan.
La calma de las pequeñas ciudades es un veneno que confunde los sentidos, y muy pocos consiguen sublimar esa sustancia para hacerla parte personal, e irreemplazable.
Todavía disfruto de la melancolía, del amanecer, del atardecer, de cada pedacito de río o de cielo.
Todavía me pregunto quién soy, y qué porcentaje de mí está hecho de ese veneno.