Si yo te contara, pienso mientras mis dedos tipean frases de elegante y esquivo flirteo en el teclado. Si pudiera decirte todo lo que soy realmente, cómo me siento por las noches cuando me voy a dormir, quizá entenderías. Pero ni siquiera me ves ahora, por suerte no tengo webcam; ni siquiera me ves en remerón y chinelas, el pelo revuelto y sucio de dos días sin bañarme. No ves que a mis pies hay un envase de cerveza vacío, otro a mi lado en la mesa de la compu y un tercero en la heladera.
Si me oyeras hablar ahora te darías cuenta de lo mucho que me cuesta articular una sola palabra. ¿Y si me vieras, qué? ¿Y qué si me escucharas? ¿Preguntarías por qué me estoy haciendo esto? ¿Querrías saber más? Yo no te diría nada. Nada. Me quedaría metida en esta cueva mental, los labios apretados en una sonrisa helada que es el candado de mi alma, desafiándote a leerme solo con tus ojos.
Mientras escribimos cosas que empiezan a erizarme la piel y tenemos epifanías capaces de parar el tiempo, pienso en todo lo que no te he dicho pero que ya intuís: que te miento en la edad (sin decírtelo), en el aspecto físico (sin decírtelo); en la situación sentimental que nunca se menciona. Que al esconderme entre palabras te estoy mezquinando Agustina, que mientras creo que te estoy abriendo el alma apenas estoy demorando el momento de la salida.
Porque sigo encerrada en un metro cuadrado con plantas de plástico y una claraboya intentando pensar que estoy en un mundo interior rico, vasto. Hace años que me apagué, esa es la verdad. No sé desde cuándo. Gracias a nuestras charlas empiezo a echarle la culpa a esta sociedad caníbal a la que yo misma decidí mudarme. Es un comienzo, un paso; ponerle fecha a esta depresión. Todavía me falta darle nombre a otras carencias. Todavía no asumo que estoy en depresión.
Pretendo ser una mujer misteriosa, extravagante, incomprendida y de profunda belleza interna, oscura y atormentada, citando a músicos que nos gustan a los dos. Citando a Tolkien, a la Biblia, a Leonard Cohen. Y mientras yo creo que te vendo a Brigitte Bardot (pero a los setenta: tortón y arrugada, rea y malhumorada), vos comprás a Jane Birkin. Me imaginás morocha y de huesos menudos, mucho más chica que vos en físico, aunque más próxima en edad. Y en este juego se nos va la vida. Vos, desnudo y sincero en cada letra; yo, bicho bolita, enroscada e hipócrita. Tratando de avisarte que es momento de huir de mí antes de que sea tarde, pero sin poder evitar quererte, pedirte en muda manipulación que te quedes.
¿Cómo puedo decirte que te quiero sin que huyas? Pero te quiero. Recién empecé a chatear con vos hace cinco días y ya no puedo vivir sin tus palabras, sin ver parpadear la única ventana de MSN que tengo abierta ahora (antes podía atender siete, diez conversaciones a la vez; ahora no quiero, me olvidé cómo se hacía). ¿Te quiero o me estoy encaprichando de nuevo? ¿Ya te hablé de los mecanismos de mi obsesión? ¿De cómo mi cabeza se agarra a una idea y no puede parar? ¿De que convierto en cenizas todo lo que toco? Ah, me hablás de otras mujeres, de tu corazón en ruinas, de tu falsa apariencia de estabilidad, de tu frialdad y tu reticencia a los abrazos. Y me envalentono, y te digo que soy Ungóliant; que no paro hasta conseguir lo que quiero y que ese objeto de deseo nunca es poca cosa. Yo quiero la luz de todo lo que existe, la que está enterrada en el corazón de los hombres heridos y sensibles como vos, porque hace tanto que no brillo que creo que ya no tengo una luz propia. Nos enredamos en la historia de los Silmaril y mi amenaza queda en suspenso.
Ya la recordarás. Mientras, seguimos escribiendo.
La música que llega a tu vida por una razón y se queda como banda de sonido de algunos momentos no necesita justificación alguna. Casi todas las canciones de este álbum definían una época... claro que, mientras lo escuchábamos, no nos dimos cuenta.
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