Una de las cosas que más reflexiono en estos días (más bien, en este día-en-continuado que nos dejó la nueva normalidad) es la forma en que el ser humano se adapta a la vez que resiste a los cambios. Me resulta fascinante y abrumador. Cada alineamiento tiene sus propios discursos; más intentás evitar alinearte, más te enredás en ellos.
En estos días (o en este loop de días, lo dicho: marzo ya se está convirtiendo en septiembre y nada parece haberse modificado, más allá de los indicadores de crecimiento mascotas-plantas-niños-ausencias) miramos muchas cosas por streaming. Dos series que nos debíamos hace rato, especialmente, me cautivan. "Years and Years" y "L'Effondrement" (El Colapso) parecen hablar directamente al homo videns de hoy. En su momento el impacto de la primera temporada de "Black Mirror" dejó la impresión de que una serie de distopías posibles ya se perfilaban más o menos inevitables, pero estas dos series avanzan un paso más: ya estamos viviendo en una realidad nueva, que mayormente ignoramos; la distopía está aquí, bajo nuestras propias narices, aunque intentemos hacer de cuenta que todo es perfectamente normal, igual que ayer, igual que hace cinco años, diez, veinte.
Y no. El futuro está aquí.
Los que transitamos cuatro décadas en cuarentena caemos en la cuenta, no sin escalofríos, que los niños del futuro distópico ya nacieron, están yendo a la escuela o trabajando en los campos, o mendigando en las calles, o languideciendo bajo las pantallas en este preciso momento. No es que la idea no hubiese cruzado por mi mente ya: soy la bisagra entre la genX y los milenials, nací en 1980, ya a los cinco años (pleno proyecto Guerra de las Galaxias de Reagan) sabía que no quería ser madre, algo en la estructura del mundo me espantaba. Siento una profunda conexión con todo lo que vive y he visto el vacío de la muerte (la no-existencia) en los ojos de quien no tiene nada que perder. Soy una niña del futuro que mis padres veían lejano. Ellos todavía viven y son lo suficientemente jóvenes para, quizá, ver con sus propios ojos ese futuro que creían que recién iban a vivir sus bisnietos, o sus tataranietos.
En sueños recurrentes me muevo en ciudades oscuras, donde todo es amenazador, buscando el refugio de una persona-casa conocida. A veces encuentro el camino, y también puede suceder que la casa esté tan habitada, tan desbordada de personas necesitando simultáneamente de mi persona-casa que termino expulsada, perdida, deambulando por calles que ya no conozco hasta que el paso del tiempo me deshumaniza por completo. No recuerdo quién soy ni de dónde vengo. He perdido el propósito, soy apenas un subhumano intentando vivir para ver un día, otro, que no llega nunca; un animal que trata de que no lo maten. Esa es mi distopia, si no les gusta tengo otras. No mucho mejores. El Hombre tal como lo conozco, perdido el marco cultural de una civilización que le ordene, es un ouroboros de salvajismo impredecible.
Entonces, en estos días, en este día interminable, observo a todos. Los leo, los escucho, los miro por televisión, los cruzo en la cola de los cajeros automáticos o el almacén de la cuadra, caminan por mis veredas. Muchos son amigos, familiares y vecinos. A los extraños sólo puedo analizarlos desde lejos, teniendo siempre en cuenta que quizá no están diciendo lo que realmente sienten, lo que en verdad quieren decir. A veces la propia boca se abre para que hable otro, recuerdo. A cuántos estará acuciando en este preciso instante el salvaje que espera salir, el que sólo buscará salvarse junto a unos pocos de los suyos si todo esto sale mal, horriblemente mal.
Esto: un mundo interrumpido por una pandemia, uno de los infinitos escenarios posibles que en la ciencia ficción toman forma apocalíptica, pero que en este caso desconcierta porque el tal cataclismo no se presenta así, como se lo esperaba. La pandemia no nos está diezmando. Todavía somos muchos. Todavía hay luz, agua potable, gas, internet, la cadena de suministros sigue en pie. No falta comida. Aún circulan saberes en distintos formatos. Los trabajadores del entretenimiento son considerados tan esenciales como los de la salud.
Es sencillo, casi lógico, pensar que el mundo ha sido puesto en pausa y que los recursos de los que nos servimos con liberalidad son infinitos y no peligran, entonces hay una cotidianeidad a la que volver. Pasemos por esto rápido y volvamos a la normalidad, pensarán algunos. Otros estamos más bien intentando vivir en este nuevo encuadre, considerando la posibilidad no sólo de que esto no pase nunca, sino que tengamos que habituarnos a vivir así, en la permanente incertidumbre de una nueva pandemia, de un próximo cataclismo global que, disimulado por la engañosa continuidad de la circulación de bienes, saberes y servicios, vaya arrasando el tejido social como una termita subterránea y silenciosa que deja el colapso del edificio para el apoteótico final, cuando la estructura que parecía sólida se derrumbe de golpe.
Siempre me consideré, y mis vínculos cercanos también, una persona optimista. La verdad es que no sé qué soy. Juego con alineamientos que no me representan porque en realidad nunca dejé de ser una niña del futuro boyando perdida entre todas las realidades alternativas que puedo imaginar. Son muchas, son infinitas. Algunas me alcanzan en sueños, he vivido para ver algunas de mis pesadillas infantiles hacerse realidad. Soy la puerta abierta del asombro, quiero y necesito ser testigo.
Entonces, ¿soy fatalista? ¿soy apocalíptica? ¿soy Casandra, Juan el Bautista gritando en el desierto, José, Daniel en el foso de los leones, el hombre renacentista perdido en un poblado al que no llegan las noticias y que inventa todo lo que ya fue inventado? No. Soy una mujer ignota en una ciudad pequeñita al sur del mapamundi, una ciudad que será barrida del mapa más tarde o más temprano, sin importar que sea a causa de la deriva geológica del planeta o la mano del hombre. Mi apuesta es a este futuro inmediato del día presente, donde todavía puedo hacer brotar plantas de la tierra, criar animales, amasar el pan, cuidar unos pocos afectos refulgentes que hacen la existencia más llevadera. Lo único que puedo hacer es intentar comprender y en el proceso de mi propia, mínima vida, dejar la huella de devastación más pequeña posible.
Mirar al corazón del mundo y de los hombres sin filtros ni máscaras, qué tarea difícil. Es lo primero que nos sacan los titiriteros de lo que algunos llaman el Orden Mundial, el Sistema. Es mucha la energía que pongo en tratar de atravesar esos velos sin convertirme en una demente o una conspiranoica. La compenso tomando energía de una belleza descomunal que es parte de todo lo que nos rodea, que nos trasciende como especie y que es de lo más injustamente ignorado por una Humanidad antropocéntrica que adora a los Santos Estoicos del Lucro y piensa que puede salvarse por sus propios medios.
3 comentarios:
qué bueno leerte!
Qué hermoso texto!!!!! ❤❤❤
Gracias, gurisas!
Qué lindo encontrarnos por acá, aunque sea un ratito.
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