Me cuesta imaginar la vida silenciosa. Poner la cabeza en pausa un instante cuando hay tanto ruido que atender es algo que experimentamos muy pocas veces. Sé que algunos fármacos consiguen un efecto similar al de una escafandra, alejando el ruido y alterando la percepción de una forma parecida a la del exceso de alcohol o drogas. Pero el silencio absoluto es algo tan precioso y perfecto que se diría un estado de ánimo antes que una objetivación de situaciones reales.
Al menos así me viene pasando desde que vivo un poco más lejos del campo que de la ciudad. La costumbre del silencio perfecto, o casi perfecto, se diluyó inevitablemente en la adaptación a ambientes más ruidosos. Tuve que reaprender ritmos de sueño, o acostumbrarme a llegar a la cama tan cansada que no hubiera frenazo de colectivo, alarma o guitarreada de vecinos borrachos a la madrugada capaz de despertarme. Recurrí al inefable aparatejo de radio y casette cuando el cansancio no era suficiente. Y de a poco me volví casi impermeable a los ruidos, incluso a los sonidos del equipo de música, en la necesidad de recuperar el espacio del silencio que sentía cada vez más inaccesible.
Creo que por una cuestión atávica estamos menos preparados para el silencio que para el ruido. Concentrémonos por el momento sólo en el murmullo exterior y no en el ruido blanco de las demás actividades en las que invertimos tiempo. Hoy por hoy, la ausencia de ruido inquieta antes que relajar.
Para algunos, el silencio es el espacio de la reflexión y del encuentro con uno mismo (me incluyo en este pensamiento); para muchos, ausencia de palabras o sonidos es incomodidad. Y para otros cuantos, el silencio es la prueba de fuego de las relaciones humanas. Quien es capaz de permanecer callado sin cargar el ambiente de una electricidad enervante es un raro objeto coleccionable, un amigo fetiche al que podemos recurrir cuando todo lo demás falla. Aunque, eventualmente, pase la magia y sus silencios se vuelvan incómodos; aquí no hay que engañarse: el problema es uno mismo, la falta de conexión propia con los silencios personales.
De cualquier manera no me apresuraría a juzgar a nadie por la forma en que llenan sus días de ruidos varios. Quien ha sabido callar para escucharse en momentos críticos comprenderá perfectamente si digo que muchas veces la mente es un pequeño infierno. Decidirse a recorrer los vericuetos de un edificio espiritual en ruinas, a bucear en las cavernas inexploradas de la psique, es tan duro como cualquier otra decisión vital más inmediata. Más aterrador, a veces, en tanto no hay certeza de qué encontraremos. Más incómodo, ya que no hay manera de culpar a otros. Cuando estás solo con tu alma, estás solo. Es intransferible. Se requiere de una enorme voluntad para internarse en ese núcleo de silencio, sin neurosis (otro ruido) y sin trampas. Reconocerse a sí mismo como alguien diferente a ese que se presenta ante el mundo. El silencio, la decisión del silencio, funcionaría como metáfora del verdadero Yo; el ego desnudo, sin intermediarios. Sin capas de música preferida, actividades diarias, ropa, status socioeconómico, gente relacionada, todo eso que hace que el otro crea conocernos. Todo eso que creemos que nos identifica.
A la vez (oh, paradoja) debería ser la decisión más sencilla de tomar. Uno puede saltar del adentro hacia el afuera y dejar de pensar(se) automáticamente, si así lo desea. O tal vez no. Tal vez la trampa sea ese delicado engranaje enganchado a nuestra conciencia que sigue girando aún cuando creemos estar a salvo, de regreso al ruido y a las distracciones diarias.
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Cita del día:
La vida tiene una problemática muy sencilla, tan sencilla que es casi pava: o vivís o te morís.Estuve todos estos meses viendo por cuál de las dos me decidía. Y no fue fácil tomar la decisión porque cuando a uno le toca sufrir, quiere terminar con el dolor lo más rápido posible. Y en el dolor, uno es egoísta. Y además, el dolor nunca se puede compartir, ni siquiera acompañar. Entonces, uno está solo y dolido. Y está solo de verdad, como nunca antes. Y no le queda otra más que, en algún momento, decidir qué va a hacer.
Vontrier - Diarios Daneses
2 comentarios:
Yo, que detesto y padezco el ruido exterior, a veces temo que eso ocurra porque interfiere en mi propia producción mental. (El psicólogo que me atendió en la guardia del Piñero diría que “el ruido está en tu cabeza”, pero eso es porque no conoce a mis vecinos, y sobre todo porque es un idiota que descalifica lo que digo llamándolo “ruido”).
Mi versión del silencio, que seguro difiere de la versión de quien vive “en el campo” o de la de quien vivó un BsAs de hace décadas, se consuma a la noche, cuando todo y todos se apagan (si no hace un calor que lleve a los vecinos a dormir con el aire acondicionado puesto), cuando se apagan la bomba de agua y el motor de la heladera.
Pero seguro que el del campo, el del BA de antaño, no lo consideran silencio. Y casi seguro que alguien que me conozca un poco dirá que ese silencio mío de la madrugada está lleno de ruido, de interferencias.
Ahora que calla el motorcito del coso que pusieron en el pasillo del edificio, que echa aire perfumado cuando prenden la luz, pienso en el ruido como aire en movimiento, que me estremece, que me golpea con sus frecuencias. Y detesto y padezco, y maldigo, vivir al ritmo del sonido y la vibración ajenos. Dejo de ser yo, quien puedo o trato de ser.
Soy otrx, ajeno, como son ajenos, y, para mí, sí, despreciables, los que no pueden vivir sin la tele encendida, sin música sonando, sin alguien que les hable, que los hable.
Todo eso para decir que te envidio tanto tu impermeabilidad a los ruidos externos…
Totalmente cierto y perturbador esto que contás...
(Me halaga esa "envidia" que decís tener, aunque la tomo como tal, con pinzas).
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