Hoy fui al cine a ver "Viudas", de Marcos Carnevale. No voy a hacer la crítica formal aquí (para eso tenemos la otra web), pero sí necesito escribir un poco las cuestiones que la película movilizó en mí.
Cuando Adela, el personaje de Valeria Bertucelli, llora su angustia irreprimible frente a Elena (Graciela Borges), yo le creo. Cualquiera que haya llorado con esa angustia, entre espasmos, apretando los puños y sintiendo que el aire se escapa del pecho como si algo ahí afuera lo aspirase, va a entender qué pasa por la cabeza de esta "viuda" tan atípica que llora a su amante como si hubiera perdido a la mitad de sí misma.
En cierto momento anecdótico de la película (un momento borgeano, historia dentro de la historia), una mujer que mira a la cámara de forma sesgada y triste rememora que existe una maldición árabe que se lanza a quien te haya hecho mucho daño. La maldición reza: ojalá te enamores. Y claro. El que amó y subió, eventualmente perdió y bajó; esa persona lo sabe.
Quien no lo sabe, es porque no ha experimentado ninguna variante del amor.
Porque el amor te eleva, y también te sepulta. Subir por obra y gracia del amor implica, inevitablemente, un descenso al infierno cuando el amor se acaba. Por obra de los años, del desengaño, del pasaje de un objeto del afecto al otro... El Amor como entelequia puede ser hermoso, eterno, incluso trascender a las personas que lo experimentan. Pero es eso, apenas... una entelequia, un ideal abstracto en qué creer. Es esa clase de Amor que, según cuenta la leyenda, puede unirse a una suerte de simpatía cósmica que sobrevuela todo y se replica en personas muy distantes unas de otras, como me pasa con la Madre Universo.
Pero el amor que siente un hombre por una mujer (o por más de una); el amor de una mujer a un hombre (o más de uno); el amor de los padres por sus hijos, el amor fraterno, el amor entrañable y maravilloso que une a los amigos y que puede ser más fuerte que la sangre... Ese amor tiene fecha de caducidad. Lo querramos o no. Alguien se va y desgarra al otro, lo separa de sí, lo deja vacío. O demasiado colmado, con una energía que se derrama en el vacío, sin recipiente que la contenga.
Y el dolor puede volvernos locos. Puede matarnos.
Quedan los recuerdos, por supuesto. Quedan huellas, porque un amor fuerte marca no sólo a quienes lo viven, sino a su entorno. Quedan frutos visibles o invisibles del amor que ha pasado, como sucedáneos modestos (sombras en la cueva), pero esa energía se malogra para siempre. Si yo leo los diarios de Sylvia Plath, la autobiografía de Isadora Duncan o innumerables y hasta legendarias cartas de amor, puedo experimentar la misma emoción que me genera una obra de ficción pura como "Cumbres Borrascosas" (cuya autora, Emily Brontë, rara vez traspuso las puertas de su casa y se desconoce si alguna vez tuvo siquiera un interés masculino). Hay esa profunda huella de una emoción genuina, pero uno (espectador, lector, testigo indirecto y tardío) siempre se queda con la impresión de haberse perdido de algo increíblemente puro, tan fugaz como este mismo instante.
Ser testigos del amor es un momento mágico. Ser protagonistas del amor es muchísimo mejor. Vale la pena arriesgarse a la tortura de la pérdida por semejante regalo.
(A todos aquellos amores que han marcado mi vida... gracias.)
Marillion es una de esas bandas que escuchan los músicos, mayormente. Una banda que en Argentina muchos consideramos "de culto" o para unos pocos, a pesar de que en algún momento incluso vinieron a tocar a Buenos Aires. Seguramente, si los han escuchado nombrar es gracias a este tema, que es el más conocido (prácticamente el único que habrán pasado en la radio, aunque no estoy tan segura).
En 1988, luego de ese momento hitero que los hizo saltar a la fama, Marillion cambió de cantante. Fish se fue a probar suerte como solista y en su lugar entró Steve Hogarth, dueño de una voz mucho más trabajada (increíble, para mí. Pero porque soy una ñoña y me encanta el Marillion post-Fish).
Con Hogarth llegó una de las mejores etapas de la banda, con letras que oscilaban entre la radiantez y la melancolía. El cuarto álbum de esa etapa, Afraid of sunlight, tiene algunos de mis temas preferidos... entre ellos, el más preferido de todos (y conste que, cuando hablo de bandas que me gustan, "tema preferido" es algo complicado de definir). Se llama "Out of this world" (Fuera de este mundo) y me hace llorar cada vez que lo escucho. Fue uno de esos temas contundentes, que te flechan desde el primer día aunque no entiendas exactamente de qué va la letra.
Cierto domingo a la mañana, buscando en Youtube videos de temas que me gustaban, encontré esa canción y la dejé de fondo. Tardé un minuto en darme cuenta que en realidad el video era un extracto de una película de la BBC sobre la vida de Donald Campbell, el hijo menor de un lord inglés fascinado por la velocidad, que se sobrepuso a sus limitaciones físicas y que actualmente ostenta el honor de haber sido la única persona en romper dos récords simultáneos de velocidad (en tierra y agua) en el mismo año (1964).
A bordo del Bluebird, Campbell se convirtió en el más prolífico rompe-récords de velocidad sobre agua. Había sido rechazado para servir en la RAF por una enfermedad y desde entonces se dedicó a la ingeniería y los negocios. Pese a su innegable talento en estos campos, su temperamento terco y difícil lo llevó a consagrar su vida a superar a su propio padre, Sir Malcom Campbell, que había ostentado a su vez trece récords de velocidad en el Bluebird. Su obsesión lo llevó a mejorar varias veces la legendaria nave de su padre para conseguir los récords que Sir Malcom no había podido quebrar. Se casó tres veces, la última con Tonia Bern, que estaba a su lado la mañana fatal del 4 de enero de 1967.
Aquel día, Donald condujo por última vez el Bluebird en el lago Coniston. Luego de una pasada inicial sobre el lago, en la que alcanzó los 507 km/h, decidió el segundo y definitivo intento sin repostar combustible. Hay quienes piensan que esta decisión fue la que lo llevó al desastre. Lo cierto es que en la segunda pasada, cuando el Bluebird alcanzaba los 510 km/h, la nave se desestabilizó levemente y antes de que Campbell pudiera aplicar los frenos, se alzó en el aire, dio una vuelta y cayó de nariz, quebrándose contra la superficie y matando instantáneamente a su piloto. Los restos de Donald y su nave se hundieron en el lago en cuestión de segundos, ante la mirada impotente de su equipo técnico y las decenas de corresponsales de prensa que acampaban en la orilla.
La trágica historia del Bluebird y su audaz tripulante inspiraron a Steve Hogarth, que escribió la canción en 1994 para el álbum que se editó en junio de 1995 y actualmente es uno de los más celebrados de la banda británica.
La realidad inspira al arte, y el arte a la realidad: luego de escuchar "Out of this world", el buzo profesional Bill Smith, fanático de Marillion, comenzó a gestar el Bluebird Project para rescatar la nave de Campbell del lago Coniston. El rescate se realizó en octubre del año 2000 y tanto Hogarth como Steve Rothery, guitarrista de Marillion, estuvieron presentes en el lugar como invitados de honor. Hogarth escribió una detallada crónica en el sitio web oficial de la banda, que con todo y licencias literarias, es de una humanidad tan conmovedora como la canción.
Vi cómo la segunda esposa de Donald, Tonia Bern-Campbell, era llevada a la barcaza para tener una mejor aproximación a la maltrecha máquina, aún medio sumergida y rodeada por los buzos, que todavía tiraban de las bolsas de flotación, maltratando los restos del Bluebird en un intento de guiarlos al trailer de remolque y evitar su colisión con la barcaza. Tonia miró por un rato. Dios sabe lo que sentía. ¿Qué sientes cuando estás frente a los restos de una máquina que causó la muerte de tu esposo hace 34 años? Sorpresa por la súbita oleada de dolor? ... Culpa por no ser capaz de sentir lo suficiente?... Enojo por haber sido obligada a enfrentarte a estos sentimientos? 34 años es mucho, mucho tiempo.
Los restos mortales de Donald Campbell fueron rescatados del lago varios meses más tarde, pese a la oposición de la propia Tonia. "Me habría gustado que permaneciera allí. A Donald le habría gustado".
Si antes de conocer la historia de Donald y su Bluebird la canción me conmovía hasta los huesos, ahora sencillamente no puedo leer los nombres sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Donald, Tonia, Bluebird, Coniston Lake, speed, water, only love will turn you round. Sólo el amor te dará vuelta. Como voló el Bluebird, vuelta completa en el aire, aquella mañana de enero en su último e inesperado viaje.
El "oh..." final de Donald en el radio. Y la estática.
El silencio.
Spinning round in your head / Everything that she said...
Otro agosto. Otro invierno que me dura poco. Como en cada mes de julio, releí las entradas de 2006 y 2007. Releí mails viejos, chats. Hurgué en las fotos que nos pasábamos por MSN. Traté de recordar cómo era probar el vino sola, cómo era dormir sola. Hice fuerza para detectar la mínima duda, el mínimo sentimiento de nostalgia por la oscuridad que ayer llenaba todo este espacio y hoy habita casi exclusivamente mis ficciones.
No puedo parar de mirar las últimas fotos en la cámara que nos regalamos el año pasado, la primera que tuve en mi vida. Desde que llegaste me di cuenta cuántas "primeras veces" me faltaban vivir. Y las que me faltan, todavía. Estas fotos son especiales porque la fiaca me hizo demorar su bajada a la PC y allí se juntan un montón de nuestros afectos, personas increíbles que todavía no se conocen entre sí, todas hermosas estrellas en este universo personal.
Ah, digo estrellas y todavía guardo en la retina ese momento increíble en que me preguntaste si había luna afuera (allá por Pampa de Pocho, cerca de Cruz del Eje), y te contesté "no, pero hay un montón de estrellas...". Entonces paraste el auto a la vera de la ruta, apagamos absolutamente todo y salimos al silencio y a la noche helada con presagio de nieve, para ver por fin las nubes de Magallanes.
Hacía tantos años que nadie me regalaba noches así... momentos así...
De pronto mi vida se llenó de niños. Quién lo diría. Los suyos y los míos. La "tía Alicia" y el hombre que en su adolescencia no se imaginaba padre. Pese a nuestro consenso mutuo, la sangre se mueve, la vida se abre paso. Esos niños que no heredaron ni sus ojos ni los míos, pero tienen algo nuestro también, me colman de una ternura y una zozobra desconocidas. ¿Qué será de ellos? ¿por qué los adultos no podemos eludir esa pregunta? Tarde o temprano, alguna proyección aflora y los contamina; es inevitable. Mi memoria los llevará imprimados en cada etapa. Es lo menos que puedo hacer por ellos, los de ahora... casi incorruptos.
Escribir felicidad es muy difícil para mí. Transmitirla se me hace difícil. Lo bueno es que siendo feliz, como dice una de esas amigas de la vida, una se toma revancha de todo. Los cadáveres pueden pasar por la puerta y amontonarse; ya no importa. ¿Me lastimaste? Te lo agradezco. ¿Pasé privaciones? Salí fortalecida. ¿Todavía no estoy donde quiero estar? No hay apuro. Si me voy a morir mañana, no llego aunque corra. Y si me queda tiempo, haré la porción de camino que pueda hacer. A mi ritmo.
No sé qué decirles a mis más queridos, más que lo mucho que los amo, los extraño y los atesoro. Aunque sepa que lo saben. Necesito acariciarlos con mis alas, como ellos me acarician con su luz cada día. Hacerles entender que detrás de los miles de defectos tendrán siempre una mujer fuerte y leal con quien contar. Que podemos compartir el silencio, e incluso la indiferencia. Que no tengo nada que perdonar y que de a poco voy dejando de pedir perdón por todo. O eso intento.
Que soy la afortunada con más mala suerte del mundo, pero que no pienso dejar de reírme.
Ahora, que descubrí ese humor y esa alegría que siempre llevé dentro, hasta mis lágrimas tienen un nuevo significado.
En este blog hablo de mí, de mis experiencias vitales, de esas cosas que no le importan a nadie. Lo que realmente se me hace muy difícil transmitir es qué tan llena de otros está esa vida, esos momentos, esas experiencias. Es que no hay palabras que puedan expresar claramente lo importantes que son para esa vida que me pasa todos los días. Me cuesta ponerlo en un muro para que todos lo lean; ante todo, soy una maldita desconfiada de quienes necesitan gritarle a todo el mundo emociones perfectamente naturales, y una chica chapada a la antigua que se reserva lo mejor de sí para la intimidad, el cara a cara. Mi emoción, cuando se desborda, es difícil de manejar, incómoda... sobre todo para el otro. La prefiero así, puertas adentro, en el círculo de mis abrazos.
Patrick Wolf (Londres, 1983) es uno de los artistas preferidos que Esquizofónico me regaló. Creativo, furioso, multitasking, en su momento Thiago lo definió como un tipo que grita sus problemitas con violines.
Así lo entendí cuando escuché su extraordinario Lycantrophy, me quedó más claro con The Wind in the Wires, pero la verdad es que arranqué por la mitad: The Magic Position es, indudablemente, uno de los discos de mi vida. O al menos, del último tercio de mi vida.
No voy a profundizar, por lo menos por ahora, en los dos primeros y excelentes trabajos de PW. Hay una crudeza en ellos que nos excede en el análisis y pega directo en lo afectivo. Lo vas a odiar o lo vas a amar, pero no te va a dejar indiferente. Las letras apuntan a una identificación con quien escucha. Pero no es hasta la que yo llamo "la trilogía de los ciclos del corazón" que esa impresión busca directamente al "gran público", a un rango más amplio de oyentes. Los puede escuchar un adolescente, un joven adulto o una persona madura que ya pasó por varias relaciones: todos, sin excepción, encontrarán algún lugar que hayan transitado. Para mí, la cosa viene más o menos de esta manera:
The Magic Position (2007): el amor
"Deja que la gente hable / en esta caminata de domingo por la mañana"
Es en este trabajo que Patrick se permite, hablando mal y pronto, ser feliz. Un tipo introspectivo, iracundo, una especie de lado B de Emilie Autumn con la ambigüedad de Boy George pero sin la melosidad, de repente... ¡es feliz! Está enamorado y, en su estilo, es un ñoño más. El que estuvo, está o vive enamorado sabe bien a qué se refiere Patrick cuando dice me pones en la posición mágica para vivir, para aprender, para amar en clave mayor*.
Los temas más melancólicos, como "Magpie" (mi preferido, en el que participa la inigualable Marianne Faithful) o "Bluebells", no hacen más que poner la nota de sal a la mezcla dulce y armoniosa de este disco. Resaltan su carácter feliz y juguetón, que cierran en un "Finale" perfecto para escuchar mientras cae la tarde en la ciudad. No por nada este fue el disco que más escuché en 2007, cuando mi realidad cambió drásticamente y transitaba el inicio de una de las etapas más felices de mi vida. Cagados de angustia y de incertidumbres los dos, pero enamorados.
The Bachelor (2009): el fin del amor, el duelo y la furia.
"No me voy a casar en otoño / No me voy a casar en primavera / No me pienso casar, no me casaré en absoluto / Nadie usará mi anillo de plata"
Cuando salió este disco daba para preguntarse ¿¿qué pasóoooo?? desde el arte de tapa mismo. Totalmente rupturista no sólo con el anterior, sino con los demás. Un Wolf áspero de ángulos agudos, virado a los sonidos metálico-tecnos, crudo como en The Wind... pero además cargando una salva de resentimientos y escupiendo clavos desde los títulos de los temas: "Count of Casualty", "Vultures", "Blackdown" y letras como expresión de catarsis casi adolescente (Padre, ¿dónde está mi arma? No necesito a nadie, a nadie). Pero, como ya hablamos del ying-yang y la sal en lo dulce, también hay letras donde se plantean propósitos de resolución, con ánimo batallador. Una forma totalmente sana de poner la ira a actuar para la sanación, como sucede en el texto que Tilda Swinton recita en "Oblivion" y que funciona como la voz de la conciencia del amante herido.
Lupercalia (2011): el regreso al amor y la esperanza en el futuro.
"Oh, esta es la mayor paz que haya conocido"
Llegamos a 2011 y en las redes sociales estalla "The City". Lo sentimos: Patrick volvió a enamorarse. Y de alguna manera Lupercalia viene a cerrar el ciclo de su corazón, así como su primera década musical. Patrick sigue siendo, todavía, ese adolescente flacucho y desarrapado que aporrea teclados en un escenario o sacude los brazos como si le pesaran. Pero ahora hay una madurez emocional que le hace abandonar, una vez más, todas las precauciones.
Cae la guardia, caen las reservas y se curan rápidamente las heridas del duelo. No voy a dejar que la ciudad destruya nuestro amor, dice Patrick, y también revaloriza aquél duelo cuando dice estar más feliz sin vos (en "Time of my life"). Vuelven también los momentos ñoños de Magic Position en dos de mis tracks preferidos, que por esas cosas bellas de la vida están pegaditos: "The Days" (reminiscencias Woolfianas, quizá?) y "Slow Motion", uno de esos temas que serían perfectos para chapar si no fuera por los aulliditos étnicos y el casiotone, que le dan forma experimental y juegan con el anticlímax.
Hasta aquí mi análisis personal, basándome en la escucha de los tres discos. Lo sorprendente es que la realidad me desmiente por completo: The Magic Position y Lupercalia son dos discos transicionales, es decir, escritos en medio de rupturas amorosas, mientras The Bachelor es el único que produjo mientras estaba en una relación. De hecho, la idea original de Patrick fue que The Bachelor y Lupercalia fueran un doble álbum, un proyecto al que tituló Battles y que fue cambiando de forma sobre la marcha. En fin, una muestra más de que muchas veces la música nos lleva a lugares donde los artistas ni siquiera imaginaron cuando concibieron sus obras.
En la barra lateral, en mi clásico widget, este mes se queda la trilogía wolfeana para quienes gusten oír y sacar sus propias conclusiones. En caso de querer acceder a las listas que se mencionan en posts anteriores, las encontrarán en mi usuario de Grooveshark: están ordenadas muy claramente. Y habrá más.
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*En música, la clave mayor es la que se usa para las melodías brillantes, consideradas más alegres; la clave menor se considera dramática, melancólica e introspectiva.
Un bolso abandonado, ahí, esperándome. La nariz y los pies helados, el cuerpo cansado, las rimas que me dan risa. A mil kilómetros de distancia se resuelven tantos destinos. A tres mil, a cinco mil kilómetros de mí, a quinientos metros (y sólo por hablar de seres queridos). Yo no puedo más que extrañar lo que no es. El azul es un color y también un olor, una sensación. Saborear el último trago de la última cerveza patagónica que vino con nosotros de las vacaciones es igual a escucharlo a Emi hablar de las cenizas y los truenos. Puedo ver el cielo gris y blanco y los árboles amarillos y marrones de la Villa, imaginar el frío silencioso de las piedras en el fondo de los lagos, retrotraerme al silencio primordial de las mañanas en las que el horizonte se abría. Cuando tocar un arcoiris era más una realidad que una entelequia.
Ya no puedo llamar a mis amigos, se me hizo tarde. Alguno hará el esfuerzo de leerme. Tengo adormiladas la lengua, la mente y los dedos y apenas me repuse de las lágrimas incontrolables de recién. Pasar de la risa al llanto, del nudo en la tripa a las mariposas. Del deseo arrasador a la más pura sinestesia. Y por más que me esfuerce, nunca creer en lo que mis propios ojos ven. El brillo tuyo en la pupila, esa admiración, la alegría que me tira de las manos invitándome a bailar. ¿Qué soy, de dónde vengo? Por qué sigo sintiéndome tan extraterrestre en este mundo enjuto y exclusivo?
Algún día volaremos de aquí, solos o acompañados (pero mejor juntos) y entonces habré cerrado una puerta que me conecta a este mundo donde a es igual a rojo, cuatro a eucaliptus y sol a pinotea, y abriré una ventana donde el arco de luces tiene todas las melodías del mundo desencadenadas.
Me habré vuelto totalmente loca y sabré que esa es la normalidad que perseguí toda mi vida. Que ya no necesito de la confirmación de terceros para sostener esta máscara cada vez más endeble. Que puedo ser la misma allá y en todos lados. Amargo lúpulo en la lengua, cerebro-esponja, nombres sin destino posible, presentimientos.
Yo pequeña, muesca de grano de arroz en la periferia de uno de tantos Universos, te digo hasta mañana, te digo que duermas bien, te deseo la música y la felicidad y todo aquello que alguna vez fuiste y podés volver a ser, te pido que tengas fe, que siempre, pero SIEMPRE se puede. Aunque ya no crea en absolutos, se puede. Podemos.
Hermano mío, mi par. Me sorprende muchísimo que la gente que te conocía antes que yo no se haya dado cuenta de lo increíblemente sensible que sos. Que vean en tu sinceridad brutal un defecto y no una virtud es algo que me asombra. Posiblemente, si les preguntás se definan como personas "que van de frente" o que prefieren que les digan la verdad. Ninguno admite que les gusta la mentira y que lo que les molesta de vos es, justamente, que no perdonás la mentira ni la dejás pasar.
Se me escapa una sonrisa cuando reconozco nuestras similitudes: nos la pasábamos escribiendo y leyendo desde niños, curioseando y debatiendo. Siempre nos gustó la expresión oral y escrita. Aún así, amigos y familia, novios y entenados, se asombran cuando leen lo que escribimos. Algunos no nos han leído jamás y asumen que todo esto son palabras a la basura. Me revuelco de risa pensando que, así como nosotros pasamos por delante de su indiferencia, de las burlas, de su ceguera selectiva, se les pasa también la vida con todas sus bellezas. Mientras ellos tipean en las redes sociales, declaman en televisión o cultivan vidas estáticas, sin asombro ni inquietudes, nosotros atrapamos el paisaje con los dientes, con las manos, con todos los sentidos.
A veces me preocupa que aquellos que dicen querernos nos conozcan tan, pero tan poco. Al rato, cuando volvemos a la ciudadela, todo desaparece de mi mente. Incluso esos seres queridos que no son vos y que también forman parte de mi mundo. Hermano mío, mi par: Como alguna vez te escribí, como alguna vez pensamos al mismo tiempo, el mundo no está preparado para nuestros "modos". Aprendimos nuestra propia forma de amar. Ni mejor ni peor que otras; sólo... más sana. Más libre. La diferencia entre nosotros va un poco más allá de los años; posiblemente, con el paso del tiempo, me parezca más a vos que a mi propia familia (la afinidad que nos unió trasciende la genética) y necesite estar más aislada. La raíz de la sociabilidad y la tolerancia se aloja, cómoda, en la parte dulce de mi carácter; es la porción que más me cuesta, la que cultivo con más cariño, para tener algo que ofrecer a los amigos y la gente que importa. Mi raíz ermitaña, la más natural, sintoniza con vos a la perfección y con unos pocos más, que no dejan de aprenderme y todavía tienen la paciencia de comprenderme(nos). Cuando hayamos terminado con el mundo, sólo nos quedarán los afectos que hayan hecho el esfuerzo de entender que sólo podemos ser como somos, y que sólo podemos amarlos de esta manera porque de otra forma seríamos hipócritas, deshonestos. Ni ellos lo merecen, ni nosotros.
La retorcida en mí te agradece la transparencia. Agradezco que no puedas disimular con los ojos lo que tu cara pretende esconder por decoro, por diplomacia. Agradezco ese daño preventivo de saber cuándo golpear con tus dudas y certezas. Agradezco tu facilidad para soltar y tu falta de paciencia, que se parece mucho a la paciencia misma. Agradezco todo lo que es tuyo y que no te enseñó nadie, tanto como lo otro que nos hace parecidos y que aprendimos (que seguimos aprendiendo) por separado.
Desde que apareciste en mi vida, las pocas cosas que elegía no ver se han vuelto transparentes, con todo lo que eso implica. Dolor, rabia, impotencia, hacia afuera y hacia mí misma por permitirme la neurosis. Todavía trato de encontrar la forma de manejar esa espita que abre y cierra las emociones, las epifanías. Todavía intento no dejarme arrastrar por la pretensión del control sobre los demás.
Una vez, al poco tiempo de cruzar nuestras primeras palabras, escribí un post catártico que me hizo darme cuenta del poco valor que le daba al futuro, pese a la presión de un entorno que te impone pre-fijar tus pasos. Sigo sin verlo, Marius. Sólo puedo soñarlo y caminar hacia él. A fuerza de sueños y caminatas erráticas llegué a encontrarte. ¿Qué tengo que pensar, entonces? Entre tantos errores, algo habremos hecho bien.
Que venga el futuro, con todas sus sorpresas y desengaños. Que nos encuentre vivos o muertos, juntos o separados. Pase lo que pase, aún si es algo que me quiebra en mil pedazos, te pido que seas como sos.
Fuimos a ver a Panza en su primer recital en el ND Ateneo. Es difícil para una persona que en esto de la música es apenas una escuchadora ávida y bastante criticona encontrar las palabras para definir lo que esta banda significa a nivel emotivo. En mi manera de escuchar la música, y sobre todo la música hecha en Argentina, hay un antes y un después de Panza. Aunque no supiera nada sobre ellos (su historia, sus pensamientos, sus lados B, cómo son en persona y algún otro detalle que va llegando cuando te ponés a prestar más atención a las cositas que te interesan) sentiría los mismos escalofríos al escuchar sus temas. Para qué explayarme sobre el obvio talento de sus músicos, algo que se puede apreciar no sólo en los discos (la producción puede ser tramposa) sino, y sobre todo, en vivo. En alguna reseña sobre la presentación del 2 de junio*, leí algo que los pinta de cuerpo entero. Algo así como la música de Panza, es mucho más que música. Es y no es los libros que han leído, el camino recorrido, los amores malogrados. Es su experiencia y desengaño y alegrías en la música. Son eruditos del rock. O algo así. En todo caso, irónico y negro o transparente y naif, es un eufemismo que explica bastante bien lo que siente el que los ve, los escucha y los palpa por primera vez frente a frente. Sobre la tarima mínima del Ultrabar, presentando un disco en el CC Borges o en un escenario de Sarmiento al 700, con cinco puñados chiquitos de groupies tímidos, de gente toda separada que se veía por primera vez, todos pogueando y cantando a morir. Nada que ver a lo que vimos en el ND, que vendría a ser la versión extendida de todo lo anterior.
Queda apenas una cosa. El mejor disco original que van a comprar en su vida es el triple "La madre de todos los picantes". En los recitales y en MercadoLibre se puede conseguir por 50 pesos. No sé cuánto costará en otros lugares. Sé que una banda nefasta que sigue siendo noticia por haber provocado con su acción-inacción dos centenares de muertes cobró 45 pesos un CD retorno post-tragedia, y eso hace ya cinco años. Si lo pensás, $50 por 44 canciones increíbles no sólo es un golazo, sino la mejor manera de ayudar a esta banda a alcanzar al público que se merece.
Mentira, chicos. El público que merecen ya lo tienen. Y les es fiel. Es momento de seguir sumando.
(más: la letra de una de mis canciones preferidas del disco 2, "Pomelo").
Asunto escabroso
Mirate una peli Si te querés entretener Tocate un poquito Si queres pasarla bien Yo no
soy tu puto payasito
Andá a escuchar boleros si te querés enamorar andate a un curandero si te querés desestresar
Yo no soy tu puto payasito yo no soy tu puto payasito
Pagate un terapeuta No me cuentes nada más Solucioná tus temas Yo no los pienso armonizar Y si estás aburrido Empezate a acostumbrar Podés leer un libro Si me querés impresionar
Yo no soy tu puto payasito Yo no soy tu puto payasito... (Solo)
Andá estudiar un poco en vez de tanto criticar Andá a lavarte el orto Si vas a hablar de los demás Andá a correr un rato Y empezá a transpirar Y si no sabés cómo Podés ponerte a averiguar.
Yo no soy tu puto payasito Yo no soy tu puto payasito
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*Aclaración importante: Este post quedó anacrónico, ya que empecé a escribirlo antes del recital de jueves 2 de junio, uno de los mejores de mi vida y seguramente, uno de los mejores de la escena musical argenta de los últimos tiempos. Los invito a leer algunas de las reseñas sobre la presentación aquí, aquí y aquí. No encontré ninguna desfavorable, pero de todos modos... ¿cómo iba a encontrarla? Pese a haber llegado al ND Ateneo, Panza todavía pelea por su merecido espacio. Lo bueno es que lo hacen tranquilos, seguros de lo que son y de lo que tienen. Por eso "La madre de todos los picantes" es el excelente disco triple que es. Porque siempre suman, siempre crecen. Lo de mañana es mejor que lo de hoy. Y eso también te devuelve un poco de fe en todas las cosas.
Un domingo a medianoche, cierre de semana movida, el último sorbo de este té rojo ya frío, las estufas aún sin estrenar, las manos cuarteadas por la limpieza, la ropa secándose en el tender, el primer reproductor de DVD de mi vida que en este momento reproduce música (Nick Drake, Hazey Jane II), todavía sin lujos, preparativos de viaje a mediano plazo, encuentros inminentes con amigos, la inauguración de un departamento, escribir, cancelar deudas, mirar fotos viejas, cuidar a las nenas (y disfrutarlas como loca), PANZA el jueves que viene en primera fila, tesis, sincericidios, el trabajo nuestro de cada día, un debate sobre los besos y el erotismo, esencia de canela, Robotech, House MD y CSI, una pila de facturas, llegar corriendo a fin de mes, procrastinar los turnos médicos, chuchos de pánico por los casamientos combinados del año próximo, vieja y querida culpa que me acechas detrás de las deudas morales, el cielo y el infierno en mi cabeza, caer y levantarse, las listas... siempre las listas.
Y los reencuentros. Brindo por los reencuentros.
Y empezar a pensar en mí a la par que en nosotros.
El año por la mitad y tanto por hacer, sabiendo que cada día puede ser el último. Viviendo la vida como si se fuera a acabar mañana. Sin poses. A tragos largos, a pura sonrisa, descalza mientras pueda.
Acá al lado, en el widget, la música de estos días. Mis tres discos preferidos (hoy, mañana quién sabe) de Porcupine Tree: "On the sunday of life", "Up the downstair", "Lightbulb Sun". Quien quiera asomarse a mi cabeza puede empezar siempre por la música. Después, si quieren, continúan por mis escritos. No garantizo complacencia, equilibrio ni cordura; sólo autenticidad. No doy más de la ansiedad por terminar lo que empecé que todavía no tiene un final definido. Saldrá crudo, seguro, y no creo que vuelva a tocarlo. Pero saldrá a mi gusto y eso es lo único que me importa.
Esto lo escribí hace ya tres años, parece mentira; lo saqué de un cuaderno más viejo todavía. Hablando de coherencia en algunas ideas...
Lo que estaba al tope de mis exigencias entonces, sigue ahí. Hoy. Y tiene actualidad porque desde una página web empezó una suerte de bola de nieve que nos arrastra (incluso a los más desentendidos) a una discusión totalmente necesaria. ¿Pueden los piropos implicar algún tipo de violencia?
Los hechos
- Hollaback / Atrévete!, el sitio que pone en tela de juicio el piropo como manifestación de violencia de género.
Hay mucho más en Google, pero no voy a ser extensa; creo que los vinculos dan un pantallazo de algunos puntos de vista sobre la polémica.
El planteo original abarca a las mujeres exclusivamente, por tratarse de las más desprotegidas frente a una práctica que, por usos y costumbres, se volvió cada vez más denigrante. Yo sumaría a otras minorías, pero concentrémonos por esta vez en el núcleo de los hechos.
Una perspectiva personal
No hay manera de categorizar piropos, galanterías, guarradas, insultos desde la propia subjetividad. No hay manera. Algún boludo dirá que las minas del conurbano son más gauchitas y no se quejan; otros, que hay mujeres a las que halagan las ordinarieces disfrazadas de elogios. Puede ser. Yo no soy de esas chicas, y no he tenido el dudoso placer de conocer a ninguna que guste de levantar su autoestima pasando por delante de una obra en construcción para que le griten, como cuenta una leyenda urbana. Eso no quiere decir que no existan; estoy bastante convencida de que sí existen. A decir verdad, y aunque intento no hacer juicios de valor sobre el tema, me dan bastante pena. Si vas a reafirmar tu autoestima mediante otros, cuánto mejor es que ese otro sea un amigo, alguien con quien tenés confianza, inmediatez, algún grado de intimidad. ¿Por qué tiene que ser un desconocido, por qué tiene que ser alguien que te meta de prepo y sin tu consentimiento en el círculo vicioso de mujer sujeto/objeto de deseo, desechable, cosificada? Cuando yo era chica, entendía que un piropo era algo elogioso que una persona te decía al pasar, casi sin darse vuelta, sin seguirte y sobre todo, sin cebarse en una seguidilla de gritos cada vez más subidos de tono y tenor. Pero lamentablemente puedo recordar muy pocos. Tenía once años cuando me empezaron a gritar las primeras obscenidades en la calle, a la vista de cualquier vecino, justo cuando empezaba a cambiar mi cuerpo y me mataba de vergüenza ser notada por ello. Volvía llorando a mi casa, y en días realmente malos era capaz de perseguir al "piropeador" para golpearlo, rayarle el auto o meterle un palo en la rueda si es que iba en bicicleta. Cuando me hice mayorcita aprendí a manejar el arma que creía más eficiente: la indiferencia. Y un día me di cuenta que a mayor indiferencia, mayor la probabilidad de que me tocaran el culo. Literalmente, y comprobado ipso facto. Además, según fui aprendiendo, la falta de respuesta o la bajada de ojos con rubor iracundo incluído le daba mayor visibilidad al que agredía y sólo contribuía a disminuirme. Con cada insulto disfrazado de elogio que dejaba pasar, yo (y por transitividad, mis compañeras de género) perdía visibilidad y reafirmaba el status quo que tanto detestaba.
A ver si nos entendemos: En el contexto de un grupo de amigos o gente de confianza, soy capaz de hacer chistes con absolutamente cualquier cosa. No soy ninguna pacata. Me encanta que me digan guarradas, el roleplaying, la desinhibición; me gustan los tipos que sepan plegarse a mis juegos, llevarme a su terreno e incluso dominarme. Disfruto del sexo como disfruto de pocas cosas en la vida: plenamente, sin límites. Nunca me faltaron parejas ni tuve que salir a buscar emociones fuertes porque, intuitivamente, tengo un imán para conseguir lo que quiero, en el momento en que lo necesito. El apelativo que menos me cabe es "mal cogida".
Sin embargo, me violenta que un perfecto desconocido me aborde en la calle para imponerme su masculinidad como un trofeo, con ese envanecimiento que cacarea "mirá lo que te estás perdiendo, mamaza... sé que nunca te voy a tocar ni con un palo, así que por lo menos te mojo un poco la orejita, total, a vos te gusta. Si no, no te vestirías así / no serías tan linda / no sonreirías cuando caminás. Puta".
No me importa que el perfecto desconocido (o desconocida) lleve ropa de marca, pele billetes, un auto caro, o le falten todos los dientes. Me es indistinto que la persona que me está abordando (repito: de manera agresiva e invasiva) sin yo pedírselo sea Brad Pitt o un cartonero. Me violenta, invade mi espacio. Y un día, después de años y años de padecer, leer, pensar, debatir, decidí que no voy a dejar pasar una sola más.
Para muestra: una vez, hace muchos años, le conté algo en confidencia a un chico que estaba en mi grupo de amigos. Lo hice porque confiaba en él, aunque en realidad eso era apenas la confirmación de un secreto a voces y a esa altura no me importaba tampoco que se supiera por todo el barrio. Por simpatía o por afinidad, lo convertí en el depositario de la verdad de primera agua, MI verdad: había curtido con uno de los chicos del grupo, mi mejor amigo. Lo primero que hizo, como contraprestación a alguna otra confidencia, fue pedirme que le mostrara una teta. De repente, habíamos dejado de ser amigos para que él pasara a considerarme mercancía de cambio, "chica fácil", bah. Cuando me negué, se mostró sorprendido, onda "por qué él sí y yo no". Porque yo lo elegí, chiquito. Y él me eligió a mí. Hubo un acuerdo mutuo, sin palabras; hubo un acercamiento, un mínimo rito de cortejo y seducción antes de resolver de común acuerdo lo que iba a pasar después. Yo elijo a quién le muestro las tetas o con quién me acuesto. Yo decido de quién acepto un piropo o a quién le permito una galantería. Yo decido quién me paga el café, a quién franeleo en la vía pública, qué me gusta que me digan y sobre todo, en qué ámbitos (uno de igualdad, fundamentalmente). No voy a sonreír embobada de gratitud si un desubicado me dice "rubia, llego a casa y le echo tres polvos a mi mujer" mientras me mira las tetas. No voy a aceptar sumisamente que un entrajado de la zona de Tribunales me cierre el paso obligándome a arrinconarme contra la pared mientras él me dice cuanta barbaridad se le ocurre, sólo porque hoy decidí usar pollera en lugar de pantalones.
El piropo, según lo entendía antes, se trata en definitiva de un ida y vuelta. Aún si la mujer no responde, esas palabras mágicas bien dichas habrán cumplido un objetivo tanto para uno como para el otro. Cuando el "goce", por llamarlo de alguna manera, es sólo para el macho, mi reacción natural es hacerme a un lado. Si la unilateralidad sigue un estándar de buen gusto, es muy posible que mi reacción sea de neutralidad o indiferencia. Cuando el piropo o el avance unilaterales implican un grado de imposición dominante, se me subleva la sangre; soy una respetuosa extremista del espacio ajeno y jamás me tiré en piletas donde no supiera que había agua. Pido no agresión porque no soy agresiva. Entiendo los límites del otro casi de inmediato. En definitiva, me porto como predico.
Si eso es ser una mal cogida histérica para vos, el problema es tuyo... no mío.
Si cada uno empieza a actuar ahora, en vez de pensar cuánto falta, cuando querramos acordar estaremos unos cuantos pasos más cerca del objetivo. Que en definitiva, es el respeto mutuo. Porque se puede piropear desde el respeto, también.
Este texto fue producido por el colectivo editorial Leones Enamorados y convoca a cien firmantes varones a respaldarlo, diciendo no al odio, la adversión a las mujeres. Quienes lean y deseen, pueden dejar asentada su conformidad para firmarlo enviando un e-mail a leonesenamorados@gmail.com
Por qué decirle no a la misoginia
Porque existe en todos los estratos sociales, tipos de sociedades, continentes y no discrimina creencias o posiciones políticas. Porque de todas las discriminaciones es la más difícil de reconocer y, como tal, es la que más nos obliga a replantearnos qué clase de valores están vigentes y en qué medida acordamos a ellos. Y al replantearnos los discursos con los que crecemos, también nos vamos recreando en varones nuevos, conscientes de la necesidad de ponernos de igual a igual con nuestras compañeras.
Porque sin darnos cuenta, nosotros caemos una y otra vez en prácticas y discursos minimizadores hacia la condición de mujer, asociando por ejemplo, femineidad con debilidad cuando son ellas las que nos trajeron al mundo, las que nos bañaron, alimentaron y educaron cuando todavía no recorríamos nuestro camino, las que fueron objeto de amor y también desengaños pero que a través de los vaivenes del sistema sentimental nos hicieron crecer y las que nos acompañarán en los últimos momentos sobre la tierra, cuando el estar acompañado vale más que todo el oro posible de acumular ¿En qué error caemos al asociar debilidad con condición femenina, cuando vemos que a ellas les cuesta el doble, en el estudio, el trabajo, en la militancia política, en la vida que nos toca transitar juntos, y sin embargo a veces parece que juntos es un millar de kilómetros alejados uno del otro? ¿Qué debilidad le podemos achacar a un género que nos legó a Angela Davis, Emma Goldman, América Scarfó, ejemplos para nosotros, hombres que pensamos merecernos algo mejor que esto en lo que estamos viviendo?
La misoginia adopta múltiples formas y asimismo, ante ellas, reaccionamos de diferente manera: nos horrorizamos con los asesinatos sistemáticos en Ciudad Juárez y con los constantes avallasamientos a la identidad femenina en los territorios donde domina el fundamentalismo musulmán pero no nos indignamos cuando somos testigos del crecimiento en estos últimos años de las redes de prostitución y los secuestros y el tráfico de mujeres asociado a ellas; o cuando todavía los sueldos de las mujeres son inferiores a los de los hombres para igual tarea o jerarquía; o cuando se justifican posiciones anti aborto colocando a las mujeres como únicas responsables del asunto al reducirlas a meros “compartimentos” para la procreación. Las formas más sutiles de discriminación y negación son las que permanecen más latentes, las más difíciles de enfrentar, porque enfrentarlas es enfrentarnos a nosotros mismos.
La lucha que encaran nuestras compañeras no es ni para anular nuestra condición o identidad masculina ni para imponer un código de comportamiento derivado de moralinas represivas, propias de autoritarismos de carácter político o religioso: es una lucha por establecer un cuidado entre las relaciones inter-genéricas, que contemple el respeto, la igualdad de derechos y la instauración de entornos que propicien el desarrollo de las potencialidades de cualquier género (masculino, femenino, transgénero y demás), sin darle espacio a censuras, actos/discursos violentos o degradatorios o impedimientos varios. Desde nuestros ámbitos cotidianos de desenvolvimiento, el empezar a rever discursos y conductas que impidan la necesaria fluidez en la relación con el género femenino es un primer paso que podemos dar como compañeros, parejas, trabajadores a la par de ellas, padres, amigos, docentes o estudiantes. Es necesario, por nosotros y por ellas.
Él, posiblemente, no va a ganar ningún premio. Nunca hizo un taller literario. Aunque se le conocen muchísimos cuentos, no terminó una sola novela (de hecho, destruyó gran parte de sus creaciones). No le perdona la vida a nadie, ni siquiera a sí mismo. No es constante ni disciplinado ni lo será jamás. Pero es un escritor bestial. De esos que te ponen los pelos de punta, porque aunque nunca haya asesinado, robado o violentado a una mujer puede escribir desde su propia sensibilidad y sabe transmitir su experiencia de vida. Podría contar con los dedos de una mano las personas a las que conozco capaces de hacer lo mismo (A esta altura puedo decir que he conocido a muchos escritores, wannabes y de los otros).
No me sale ser subjetiva con él en estos temas (editando sus otras creaciones puedo, sí, ser totalmente implacable). Les dejo sencillamente el escrito que motivó este post.
¿Hago un test de CI y cuelgo los resultados en la web?
¿La cultivo como a una planta de interiores y me enorgullezco mirando cómo crece, para darme cuenta muchos años después de su inutilidad práctica?
¿La uso para estudiar una carrera y después me la olvido en un cajón? (Total, "no hace falta" inteligencia para criar hijos, cultivar un jardín o mantener una conversación).
¿La descarto y me brutalizo adrede porque me asusta quedarme fuera de la aceptación de un círculo de mediocres?
¿La utilizo como un argumento para aislarme de un colectivo de personas? ("soy demasiado inteligente para rebajarme a hablar de esto/con éstos") ¿La ejerzo con despotismo para denigrar a quienes creo menos inteligentes? ("ejercer la inteligencia"... ¿qué es esto, una carrera?) ¿La desperdicio melindrosamente en tareas que requieren una mínima complejidad y un máximo nivel de automatización?
¿La pongo al servicio de una causa contra mi conciencia porque es lo que se espera, o porque "es lo que hay"? ¿La uso como argumento para ponerme por encima de una situación y convertirme en prescindente?
¿O me dedico a usarla para aprender a mejorar mi vida y la de los que me rodean?
(En algún punto de este espectro estamos todos. Los geniales, los brillantes, los inteligentes rasos, los simplones, los mediocres... sin excepción. Vale la pena preguntarse, todos los días, qué estás haciendo para cambiar tu vida, tus relaciones, tu realidad).
Me salió recontra Bucay esto, sin querer. Que tengan una buena semana.
No necesito gritarle a los cuatro vientos mi amor a mis amores. No necesito vivir en el pasado para hacerme cargo del peso de mi historia. No necesito poseer. No persigo la Felicidad; trabajo por ella. No me hacen falta amigos de ocasión; sí buenos compañeros e interlocutores en cada tramo del camino. No quiero quejarme. No busco la sanidad mental tanto como la estabilidad emocional. No ambiciono ni codicio. No necesito de nadie para vivir o para morirme. No necesito idealizar, y es uno de los dones que más agradezco. No necesito tomar ventajas o ganar siempre. No necesito exceso de abrigo, confort, pan para mañana. No necesito ni quiero a quien no me quiere. No sirvo para endulzar verdades, aunque sí que puedo ser elíptica y enmarañada cuando tengo días difíciles. Tampoco para esconder mis emociones. Si alguien va a alegrarse de mis dolores y sufrir mis alegrías (y viceversa) es su tema, no mío. No necesito vivir a través de otros, generar conflictos o armar bandos para una guerra que se pelea en el terreno de la imaginación. No necesito pensar que merezco algo de "la Vida".
Sí necesito que sepas cada día que te quiero. A vos, persona especial que estás en mi vida, nunca te van a faltar mi mano extendida ni mis palabras o actos de amor (privados, íntimos). Sí necesito la paz que conseguí a fuerza de darme mil batallas. Necesito de la naturaleza. Necesito mis cuadernos, la escritura, casi como al aire que respiro. Necesitaría vivir al lado del mar o la montaña, aunque sea unos meses por año (aunque esto es un condicional no inmediato ni excluyente; no puedo sentirme desagradecida con la vida que me ha tocado). Necesito, por nombrar algo frívolamente placentero, del mate por las mañanas y un poco de buena música variada en el celular para transitar estos espacios demasiado ruidosos. Necesito la música y las películas que puedo seguir viendo una y otra vez aunque sigan vivas e intactas en el recuerdo. Necesito estímulos constantes para que mi universo interior estalle cada día con una gama de colores diferentes. Necesito períodos más o menos largos de introspección o aislamiento (no puedo evitarlo). Necesito despertar cada día pensando que estoy en el Paraíso, por poco que dure esa sensación al encender la radio o llegar a la calle.
Si apenas una década y media atrás me hubieran dicho todo lo que mis significant others me dicen ahora me habría reído abiertamente. "Es una joda, ¿no?". Ahora la sonrisa es de gratitud e incredulidad. De a poco voy aprendiendo que algunas cualidades que consideraba menores han servido para llevarle algo de felicidad a gente que aprecio muchísimo, que quiero, que me importa. Increíblemente, a algunos desconocidos también. Al final, mi lugar en el mundo es un lugar de servicio: cada vuelta del camino me ha puesto a disposición de uno, varios o muchos. Cada vez son más y hay a quienes no conoceré jamás. Así lo prefiero. Que la energía positiva me acaricie una vez al día, cuando más lo necesito, es todo (y más de) lo que puedo pedir.
Aunque a esta altura de la vida hablar de experiencias como si fueran verdades es indudablemente pretencioso y poco humilde (sobre todo porque el aprendizaje nunca se acaba), creo que puedo decirles sin lugar a dudas que el mayor Maestro es el corazón. Si saben escucharlo, nunca los va a engañar. El problema es que aprender a escucharlo necesita de una cuota importante de abandono, intuición y confianza en uno mismo. Es imprescindible que apaguemos un poco el intelecto y el ego para que la cabeza y el alma queden absolutamente expuestos. Es fundamental también dejar de autojustificarse y aprender de una vez por todas que el "no sos vos, soy yo" puede, efectivamente, ser así tanto como al revés. Hacerse cargo de lo que es cada uno con sus fantasmas, limitaciones, errores y aciertos debe ser la tarea más interminable y dura del mundo.
Como suelen decir algunos de mis muy queridos maestros de la vida, se puede aprender de todo y de todos. Escuchar es un don precioso en vías de extinción. Oír, oímos todos. Escuchar... pocos. "Vengo con puños llenos de verdades" sólo es válido cuando las verdades lo ameritan, o la emoción nos tuerce el paso. Pese a lo largo que lo expongo, creo que no es tan difícil. Sólo el que se carga la vida de ruido y obligaciones para no pensar corre el riesgo de truncarse en su crecimiento, por más que a su alrededor florezcan comodidades, trabajo, hijos y proyectos.
Yo quiero rendir, al final del camino, mis manos vacías y llenas de callos. Que cuando me pregunten en qué estaba invirtiendo el tiempo de mi vida pueda mostrar algo más que palabra escrita o diplomas en una pared. Quiero sostener la certeza de que en el final, el amor que obtienes es igual al amor que das.
Hasta ahora, cada vez que salgo de un período de silencio y oscuridad, o cada vez que caigo y me levanto, las manos que se extienden hacia mí no hacen más que darme la razón.
En la casa suele haber libros apoyados en cualquier lugar. Toallas y ropa colgadas de los respaldos de las sillas. Zapatillas tiradas por todos los rincones. Lo que nunca falta es el tiempo para cocinar. Los dos somos privilegiados en ese sentido: tenemos buena mano y buena predisposición, nos gusta la comida casera, disfrutamos cocinando. Disfrutamos sobre todo del rito de cocinar juntos, con música de fondo y conversando. Tal como lo hacíamos antes de la convivencia, cuando gastábamos la batería del celular mientras cada uno preparaba su cena, a mil kilómetros de distancia uno del otro.
Hoy, primer día del resto de mi vida y después de una semana de re-adaptación posterior a varios días de viaje laboral, descorchamos una botella de Syrah y abrimos las aceitunas al roquefort para celebrar una nueva tanda de decisiones consensuadas y de propósitos (míos) que seguramente volverán a llegar a un punto muerto en cuestión de días. Pero no importa.
Lo que más me importa en este momento es que la plancha esté bien caliente para recibir dos bifes, uno per capita. La copa recién servida con ese vino oscuro que no deja pasar la luz. Las cebollas rebanadas bien finas junto con el tomate, mientras controlo que no se pase la carne. Apoyar el traste en la mesada para mirar pensativa la colección de especias y aderezos que hemos ido juntando, viaje por viaje, hasta atiborrar el estante sobremesada y una alacena completa. Algunos son regalos de amigos muy queridos, como el cardamomo y la canela israelíes que nos trajo María y que administramos con avaricia. O las pastas de aceitunas patagónicas de Pau. Y pensar que todo empezó en el Barrio Chino, con las variedades de curry y mostazas, y la botella de ají picante de un litro que lleva casi dos años en la heladera y que todavía no conseguimos terminar.
Pensar que cuando empecé a arrimarme a la cocina (por vivir sola y por la necesidad de experimentar variantes de platos clásicos, más que nada) me sentía una eficiente ama de casa. El punto máximo de mi creatividad eran los omelettes: llegué a rellenarlos con atún o lentejas cuando no tenía nada más que usar. Recocía incluso la salsa para las pizzas y los champignones hasta achicharrarlos antes de coronar con ellos una pila de fideos con crema. El pollo se hervía o se horneaba, como máximo con una capa de mostaza al limón. La carne también: al horno o a la plancha, a lo sumo un puchero con sal y dientes de ajo como único condimento. Lo único que podía amasar eran tortas fritas y unas pepas de membrillo (o pastafrolas) cuya receta tenía que espiar una y otra vez si no quería que la masa se quemara al cocinarla. Y era incapaz, absolutamente incapaz de hacer una salsa blanca o la masa de los panqueques. Solamente me salían bien las tortillas, algo increíble si se tiene en cuenta que las cocinaba en la misma sartén donde hacía las tostadas, los bifes de hígado y los buñuelos de membrillo, sin solución de continuidad. Así sobrevivimos mis hermanos y yo los pocos años que compartimos juntos. Cuando me fui a vivir con el Ra, empecé a soltarme un poco más, a leer e investigar recetas bien hechas y a frecuentar gente más cocinera que me fue inculcando nuevos hábitos, incluso el disfrute discreto del buen vino. Muy poco tiempo después, bastó que él llegara para hacerme entender que cocinar era otra cosa. Que hace falta más que el simple gusto de comer; que elaborar lo que uno come y lo que va a probar ese otro que nos importa agasajar es un acto de amor. Ni más ni menos. Y que cada plato, así sea el más común y corriente de los platos, es especial y digno de la dedicación que ponemos los que damos al comer la importancia que ese acto cotidiano merece.
Con él aprendí que se puede cocinar en treinta minutos algo tan maravilloso y simple como unas crépes vegetarianas. Supe que incluso una heladera vacía y una alacena limitada pueden contener el germen de un plato nuevo. Que los condimentos adecuados son la clave para transformar una comida de todos los días en un nuevo clásico. Que la clave maestra de quienes saben cocinar son buenos cuchillos, bien afilados. Y que, sobre todo en invierno, no pueden faltar una buena cantidad de deshidratados (avena, sémola, cebolla, ajo, espinacas) a los que recurrir cuando la imaginación agotó polentas, arroz, fideo, guisos y potajes varios.
Yo, que no condimentaba las ensaladas más que con aceite de girasol, sal y limón, comencé a alternar la sal común con la marina y ahora incluso me animo a las sales especiadas. En la alacena, el vinagre de alcohol y el de manzana conviven con dos tipos diferentes de acetos. El aceite de girasol es apenas un resguardo por si se acaba el cumplidor aceite de oliva catamarqueño, comprado por galón cuando tenemos la posibilidad de ir de visita por allá. Pero usamos, más que nada, el spray vegetal para casi todo.
Rescaté la mandolina de mi bisabuela para darle a los salteados y ratatouilles el corte justo, además de jugar con las clásicas papas rejilla o acanaladas en ocasión de recibir visitas. Reciclamos una olla gigante para esos días de invierno en los que hay que repartir entre batallones o guardar viandas en el freezer, y otra olla que además es vaporiera. Gracias a ella, no hemos vuelto a comer brócoli, coliflor o repollitos hervidos, sino que los podemos tener en el plato con su color y sabor originales, tiernos y turgentes al mismo tiempo. Ahora me animo a innovar con bollos de masa (yo, que nunca fui capaz de hacer una hogaza de pan sin que se apelmazara...) y a adaptar recetas que veo en TV o internet. Me gusta inventar nuevas ensaladas y armar picadas vegetarianas por muy poco dinero. Revitalicé mi gusto por el picante y en la heladera nunca hay menos de tres variedades de ajíes, cuatro tipos de quesos, un vino para cocinar y caldos saborizantes varios: comodines salvadores de cualquier urgencia culinaria. Incursionamos con bastante audacia y éxito en la comida mexicana, la judía, la árabe, la china, el sushi... Él se convirtió en el responsable de las olladas de locro del 25 de mayo, de la humita norteña y de las pizzas de los viernes entre amigos. Yo tengo mis propias especialidades: nadie me gana cocinando cualquier tipo de empanadas (especialmente fatay) o tartas con masa casera, y puedo pasarme una tarde tranquila amasando pan árabe para algún evento especial, o para guardar en el freezer y usar de comodín. De a poco vamos dejando de comprar cosas que podemos elaborar en casa: el vinagre para el sushi, conservas de distintos tipos y aderezos caseros, además del pan para recibir visitas y algún postre rescatado de los recuerdos de infancia que se pueda preparar en cuestión de minutos.
La regla suele ser "nada se pierde; todo se transforma". Una máxima de oro que incluso nos salvó en el campamento este verano, cuando con apenas una garrafita pudimos improvisar una comida de tres pasos, con salsa agridulce incluída, usando un sobre de ketchup, huevos, cebollas y el puré que había sobrado del mediodía. O la noche lluviosa de nuestra llegada a San Martín de los Andes, cuando la última pechuga de pollo grillada fue a parar al glorioso risotto que nos calentó la noche a 5º.
Todo esto pensaba con el traste apoyado en la mesada, en el silencio de una noche que presagia lluvia y recordando los pequeños actos de amor que a veces nos negamos, incluso teniéndolos al alcance de la mano. Algo tan sencillo como cocinar para un amigo, sentarse a la mesa aunque estemos solos con un plato sencillo para comer en paz, o enseñarle a un niño a participar del rito de la cocina, para que, con suerte, el día de mañana no tenga que depender de nadie más (especialmente de un delivery) para disfrutar de la costumbre más vieja del mundo.
Verano en Buenos Aires, ocho años después. Sin pantalones blancos, pero todavía con trenzas. Sin guita, como entonces... pero al menos con laburo. Con amigos de aquel tiempo, más amigos que nunca, y casi todos ellos con sus circunstancias cambiadas. Ya no aquel grupo de solteros alegres de joda corrida, miércoles a lunes, cine en el Abasto con Musimundo como punto de encuentro. Ya sin entradas garroneadas a cinco pesos para que rindieran más, o mirar los platos de los otros en el patio de comidas porque no había con qué comprarse nada. Ahora, de vez en vez, compartimos recitales y un par de ritos al año, más fiestas, más cenas. En ese entonces no teníamos celulares y nos llamábamos a casa o mandábamos mails organizando encuentros. Ahora un teléfono y el mail suelen ser la única manera de sostener aquel contacto. Siento que dejé atrás la fase Secundaria y pasé directamente a Padres y Madres de Familia con ese grupete loco de febrero de 2003. Para organizar una cena hay que planificar las agendas. Y está bien, porque en todos estos años recuperé un espacio propio que me ayudó a armarme. Y porque sé que están allí, y que ellos cuentan conmigo. Es suficiente.
Verano en Buenos Aires. Palomas estampadas en el pavimento. Horas diurnas de encierro y salidas vespertinas. Volver a leer, a escribir, a jugar, a agitar viejos fantasmas. Verano rueda de la fortuna: estación del éxito laboral y el infortunio personal. Buenas y malas noticias invertidas. Lo que me acerca al mar me aleja de vos, y así sucesivamente. Mala época para vacas flacas y ya vendrán tiempos mejores. Frases hechas sobre culpa, sobre remordimientos, sobre inquietudes que no puedo manejar porque no son mías. Mala estación, el verano; malo cada preludio de cuaresma. Malo el calor. Mala vibra. Bueno esto de tenerte de amarre, de ancla. Esta alma libre mía jamás se sintió más segura que ahora, sabiendo que puede volver a enroscarse en tu dedo. Hacés amigable hasta las malas estaciones de cada año juntos.
La montaña rusa, en marcha nuevamente y conmigo en la parte más alta, me da la pauta de que acá empezó todo. Otra vez.
Hacía un tiempo que no salía de vacaciones en enero. Verdaderas vacaciones en las que la primera parte del viaje fuera un destino incierto, un cambio de planes constante. Viajar en compañía como si viajara sola: lo necesitaba. Los años y las batallas, especialmente las interiores, me volvieron una solitaria "amigable" que no desprecia a la humanidad pero la estudia con cautela, de ser posible a una cierta distancia. El flujo continuo de cariño que agradezco y alimento (aunque todavía no sé bien cómo, lo confieso) ha sido la marea que me mantuvo a flote cuando lo que más quería era sentarme en el silencio del fondo del mar y pensar hasta que la vida se agotara.
Vacaciones en enero funciona también como una forma de empezar el año en blanco, dicen. Por acá diciembre, sin embargo, está tan fuertemente enlazado con enero que son casi un solo mes en continuado. Mis hojas en blanco son otras, distintas. Cuando parecía que no había excusas para volver a escribir, las excusas volvieron y también las palabras. Por eso desaparecí de la vida virtual tal y como la conocía; por eso me cuesta volver a conectarme. En las montañas, junto al sol, los argumentos y fundamentos se presentaron muy claros. Entendí cuál es mi clase y por qué no la había visto antes.
Las palabras dejaron de danzar en mi cabeza y ahora luchan por abrirse paso en el papel. Me desquician, termino transpirando como si hubiera corrido hasta el límite de mis fuerzas, pero es bueno recuperar la sensación de estar creando algo que tendrá un destino fuera de mí. Ya no me importa si gusta o no, quiénes lleguen a leerlo o cómo lo critiquen. Lo único que sé es que tengo que sacarlo de una vez, que envenene a otros, que los contamine o los llene de furia, o de alegría... qué se yo. Mi pequeño mundo interno tiene destino de imperio falso y yo no se lo voy a seguir negando.
En diez días de vacaciones vengo pasando por todos los climas. Mi piel no llega a cuartearse y ya está roja de nuevo, pese al FPS 45 y todas las precauciones. Tomo 3 a 4 litros de agua por día, sin contar el tereré / mate: el agua de estas latitudes es la gloria absoluta y siempre andamos con el bidón lleno por ahí. Ahora, hacia el final del camino, hace calor. Mucho. Pero en algún momento hizo frío. Volví a tocar la nieve, a arrodillarme sobre ella, a llenarme los puños, agradecida, en un gesto puramente simbólico que nunca pierde sentido. Se me despertaron al cien por cien el oído, el olfato, el gusto, el tacto. Por fin entendí lo que debe haber sentido Johanna Spyri cuando oyó por primera vez el rumor del viento en las coníferas en medio de la majestad y el silencio absoluto de los Alpes, un sonido que se me imprimó para siempre. Lavé y tendí ropa a centímetros de un halcón que nunca receló de mis pies descalzos y mi olor a excursión por el monte. Cocinamos verdaderas exquisiteces en la precariedad de una carpa, bajo la lluvia. Probamos algunas de las cosas más ricas que vamos a comer y beber en nuestras vidas (lo sé). Caminé tanto que mis zapatillas ya no aguantarán el viaje de regreso; siguen allí, al costado del bolso, llenas de pedregullo entre suela y plantilla. Abracé a los árboles con el cuerpo y con el corazón. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando un arcoiris me dio la bienvenida en mi primera mañana de caminatas en Colonia Suiza (el arcoiris más perfecto del mundo, y el más cercano a la Tierra que jamás haya visto). Vi volar a los cóndores. Me mojé manos, pies y cara en los arroyos y cascadas de montaña hasta quedar entumecida. Reverencié a los Lagos en silencio. Leí en voz alta y para mis adentros el primer tomo de los Cuentos Completos de Isaac Asimov (alegrándome por el reencuentro con muchos de ellos). Recordé por qué la gente puede ser maravillosa, aún cuando el fin de este viaje era precisamente no encontrarme a muchos ejemplares de seres humanos. Balanceé varias veces mis pies en el abismo. Me desperté con una sonrisa radiante de algunas de las peores noches de mi vida (traten de dormir después de un día agotador, con frío y los pies mojados). Me decepcioné por el cortísimo tiempo que pude pasar en algunos lugares y por lo mucho que cambió el Bariloche que conocí hace diecisiete años. La decepción duró lo que tardamos en llegar al Valle Encantado: minutos, apenas. Sufrí y gocé como loca el tramo en construcción de la ruta de montañas entre San Martín de los Andes y Villa La Angostura. Esperé media hora con el objetivo listo y las rodillas acalambradas hasta visualizar al volcán Lanín. Percibí los cultivos de frutas neuquinos antes de llegar a verlos, y aprendí que algunas pequeñas ciudades (sobre todo las perdidas en el cerro) pueden oler a alcanfor, menta y especias durante días. Tuve más momentos de lluvia, nubes y viento que de sol. No compré chocolates, pero sí especias ahumadas y algo de cerveza artesanal. Probé un Partagás, quebrando uno de los pocos tabúes que me quedan en la vida. Extrañé un poco a mi guitarra, sólo un poco: la reservo para viajes más amigables con los objetos. Si la hubiera llevado, habría vuelto tan abollada como yo y además, canté muy pocas veces; hay lugares y momentos donde es mejor dejarse llenar por el canto de la Madre. Escuché toneladas de música "en tránsito", pero hay una BSO muy definida que no se va a despegar jamás de este viaje: Rush, Arcade Fire, Queens of the Stone Age, Frank Zappa and the Mothers of Invention, Porcupine Tree, These New Puritans, The National, Goldfrapp y su Seventh Tree, Marillion... incluso hubo lugar para Raffaella Carrá, Los Prisioneros y Lady Gaga, bailes tipo "A night at the Roxbury" en el auto y lentos acaramelados bajo los árboles de San Martín de los Andes. Todavía me faltan algunos días para disfrutar de esto antes de volver. Yo siento que me voy a quedar acá también, como cada vez que vuelvo a casa sin haberme ido del todo.
Me gusta pensar que no "me escapo" de la ciudad. Escapar siempre entraña una huida de uno mismo, de lo que uno es. Y yo me llevo todo esto conmigo. Soy siempre Cass, en Baires o Entre Ríos, en Córdoba o Uruguay, en Cuyo o la Patagonia. Cambia el escenario, cambia la predisposición, a lo sumo; la gente, a veces... Principalmente, lagente-masa-anónima que rodea nuestra cotidianeidad y que no nos sigue a todas partes. ¡Por suerte!
Lo más probable es que no use ni tacos/plataformas ni maquillaje en estas vacaciones. Es fija que voy a pasarme 18 de 24 horas untada de bloqueador solar. Casi no voy a usar los anteojos; totalmente lo contrario de lo que va a pasar con la cámara de fotos. El celular será apenas una forma de mantener el contacto con los seres queridos que se preocupan a distancia o se ocupan de la casa. No enviaré ni contestaré mensajes o mails. No voy a extrañar la televisión ni el teléfono. ¿Y?
Al mismo tiempo que enumero todo esto, me pongo a pensar y advierto que muchas de esas cosas también las hago (mejor dicho, las no-hago) acá: no tacos, no maquillaje, no tele, no responder mensajes... No necesito escaparme porque en la perra gran ciudad también puedo hacer lo que quiero cuando se me da la regalada gana. Ventajas del trabajo de data entry por las mañanas y el freelancismo de la tarde. Caretaje reducido a la mínima expresión, cada vez más reductos donde ser una misma. Lucky bastard...
Si mi espíritu y mi capacidad de goce no cambian, sino que se adaptan... ¿para qué escapar?
La palabra "escapada" define cada vez menos esos paseos cortos o largos que hago (hacemos) fuera de Buenos Aires. Lo único que diferencia este viaje de los pasados viajes o de los que vendrán en el futuro es la sensación de aventura inminente. Una sensación diferente todas y cada una de las veces. El salto alegre del vértigo en la panza porque seguimos recorriendo juntos un camino compuesto de puntitos rojos en un mapa y muchas líneas más o menos convergentes. Y porque el mapa, que no se acota solamente a la geografía, nunca termina...
Emi y yo solíamos decir "¡A huir!" en tono cartoonesco cada vez que salíamos de viaje, así fuera a las canteras, Magdalena o Villa Gesell. Pero era apenas un código entre dos almas inquietas que se rebelaban contra la rutina y que sólo se liberaban por completo en un ámbito propicio, lejos (sobre todo) de las estructuras familiares y la gente conocida. Emi se llevó todo eso a Villa La Angostura y hoy es su propio Castillo Ambulante. Un tipo auténticamente libre, prescindente, que ya no necesita escaparse. Para preservarme, yo tuve que aprender que puedo ser Castillo y bosque, prado y fortaleza siempre y cuando tenga el coraje de reconocerme libre, de asimilar mis limitaciones (tiempo, dinero, objetivos, proyectos) y poner al karma a trabajar en mi favor.
El día que dejé de sentir que esta ciudad era una jaula, se acabaron las escapadas y empezó el verdadero camino de mi vida.
Tengo huellas en el cuerpo y la mente. Mi piel y mi espíritu son mapas de la vida. Me he consumido los ojos leyendo, la cabeza pensando, el cuerpo corriendo detrás del goce permanente de las cosas buenas de la existencia. También corriendo detrás del dolor y la autodestrucción; ha habido de todo. La felicidad que vivo, a la manera de Clarissa, está hecha de instantes continuos fundados sobre cimientos de dolor insoportable, de angustias que apenas puedo morigerar, de días y noches de llanto en continuado, de seres queridos que murieron o se fueron, de olvidos y de bienvenidas, de adioses y de enseñanzas. Cada momento de dolor me arrinconó insidioso, haciéndome creer que jamás iba a salir de allí. Bordeé la locura. Grité por qué y para qué. Le saqué la lengua a la muerte. Me paré frente a un arma cargada y frente al pozo de un edificio de trece pisos; me hundí en el abismo más profundo dispuesta a llenarme los pulmones de agua, y Eros me dio vuelta de un sopapo para que volviera a mirar el sol.
Ahora que lo pienso en retrospectiva, debería haber muerto antes de los 28. Elegí la vida tomándome, una vez más, de aquello que me hacía bien. Me salvó el amor que di, que nunca se había ido de mi lado aunque me sintiera terriblemente sola.
Huellas como cicatrices, queloides en el alma. Como marcas de dobleces en papel cuarteado. Como aureolas de quemaduras, resquebrajamientos y reconstrucciones sucesivas. Capa sobre capa sobre capa de una personalidad que, pese a los años, persiste en brillar a través de lo más opaco. Un brote verde me surge de las grietas, muro de piedra donde se enraizan las especies más diversas (entre la hiedra también se crían bichos). Magia en la punta de los dedos, que proviene de la Madre Universo y del Todo, de la Nada, del anverso y reverso de las cosas.
Me siento capaz de construir, de encontrar, de razonar, de crear. Nazco, crezco y muero cada día, desde la duermevela hasta la noche. Nunca sé dónde voy a estar, ni cómo, ni con quién. Insisto en no querer saberlo, en ignorar el día de mi muerte. Simplemente, vivo. Disfruto. Valoro cada segundo de música de la misma forma en que valoro el silencio. Me entretengo en los recuerdos, en la precisa reconstrucción de mis momentos preferidos. Pero no me quedo en el pasado. Sigo adelante, variando el ritmo para no agotarme demasiado rápido y porque las variaciones son lo que hace de la vida una maravilla constante.
¿Me he consumido, dije? Me corrijo. Mi devastación es como la del fénix, que se consuma y vuelve a empezar. Voy a leer hasta quedarme ciega. Voy a pensar aunque me vuelva loca. Voy a correr, a nadar, a volar hasta que me crujan todos los huesos y me salgan callos por todos los rincones. No me pongo límites. Los rechazo. A lo sumo tomaré un descanso, un respiro en el camino... pero siempre "más adelante, mañana".
Hoy voy a celebrarte, Vida, por lo que ya me diste y lo que vas a darme. Voy a beberte, a multiplicarte y a gastarte hasta que no quede nada.
Hay en algún lugar, en la casa de una tía lejana en geografía y en afecto (aunque nunca en el recuerdo) una foto de mis cinco años con vestido de organza pastel, moño en la cabeza, medias caladas (de esas que al sacarlas dejaban marcados circulitos en la piel) y guillerminas blancas, bailando entre las parejas de adultos en medio del patio del caserón que tenían mis abuelos paternos. En realidad, no hay una sola foto. Es todo un álbum de casamiento lleno de fotos en las que se cuela una nena bailando con la mirada perdida, sin darse cuenta que alguien la retrata junto a otros treinta danzarines.
Cuando se es apasionado hasta el punto del desborde emocional hay pocas cosas que "gusten". Por eso me cuesta mucho hablar de pasiones. No hay grados de pasión en mí, hay niveles. La escritura y la lectura, por ejemplo, son para mí naturales como respirar; me es fácil escribir casi sin corregirme, leer es parte de mi día a día. El cine está llegando al nivel de la lectura después de muchos años de demora, compensados con década y media de visionado constante. La pintura y el dibujo, dos cosas que no se me dan ni de cerca, también me apasionan. Pero van en otro nivel.
Así, llegamos a la música. ¿Qué decir de ella? La tengo dentro, en las tripas. Todos los momentos de mi vida están llenos de ella. Este blog está lleno de la música que me atravesaba en mi niñez y que me sigue sorprendiendo, de descubrimientos tardíos y adquisiciones recientes. En cada link de cada post puede estar escondida la sorpresa de un disco difícil de conseguir o una joyita para el alma de quien sabe escuchar. Sólo con los soundtracks de mi vida llenaríamos una módica disquería (de aquellas que valen la pena, del estilo de "High Fidelity").
La música es parte de mí, por eso me es difícil poner en palabras lo que significa. Me complementa mejor que cualquier otra cosa. En el silencio puedo imaginar la música de los elementos. Lo recordé en los dos últimos días de mar y campo y sol. Cuando llega a mi cabeza empiezan a picarme las notas, se me llena el diafragma de vibraciones minúsculas y tengo que dejarla salir. Me maravilla mi propia voz porque nunca suena igual en mi cabeza que en una pista de audio, que en una habitación cerrada, que gritada al viento y a las olas.
Pero lo mejor de todo es cuando se apodera de mí. Cuando su pulsar me inunda. Cuando quiero bailar con mi sombra esté donde esté. Cuando siento un atisbo de miedo o de ansiedad y me dejo arrebatar por el ritmo de mi propio corazón que busca el arpegio, la nota que le complemente.
El mundo es un lugar irregular, caótico, transido de dolor y de pasiones. Y aún así, perfecto... porque todavía existe gente que baila en medio de la noche y las tormentas. Porque estoy convencida de que no existe un dolor capaz de silenciar todas las melodías del mundo, o privarnos de bailar. Porque cuando esa fuerza llega, me lleva puesta. Porque mientras bailo siento que todos, hasta los muertos, bailan conmigo.
Ahora, por ejemplo, para celebrar el viernes y el inicio de uno de los últimos fines de semana del año, les dejo un clásico saltarín de la casa, que nos perdimos este año porque estaba en la Creamfields... el día que los traigan a cualquier otro fest, nos tienen firmes como rulo de estatua.
Desde hace dos semanas, en Facebook se lleva adelante una simpática iniciativa: cambiar la foto de perfil por una imagen de algún dibujo animado que haya marcado tu infancia.
Se me hizo cuesta arriba elegir sólo uno, porque la realidad es que no sólo mi infancia ha sido marcada (o tocada) por los dibujos animados. Mi adolescencia y mi vida adulta están llenas, todavía, de esas series con personajes bidimensionales, algunos mejor animados que otros o con más profundidad argumental. En definitiva, nunca me alejé de esa parte de mi vida; soy incapaz de tomar distancia emocional con los buenos recuerdos.
Entonces, si tenía tantas opciones para elegir, ¿por qué Candy Candy? Me identifican mejor dibujos como Robotech, Mazinger Z, Heidi, Mi Pequeño Pony, los Pitufos, Patoaventuras, los Autos Locos... Incluso pertenecen a mi primera infancia (5 a 12 años), en tanto Candy llegó a mi vida durante la adolescencia. Pero todo tiene su explicación.
Ante todo, una breve (!) síntesis de este shoujo manga del año ´77, según lo que recuerdo y sin acudir a la Wikipedia (al menos por ahora)
Candice White es apenas un bebé cuando la abandonan en la casa de la Señorita Pony y la hermana María, una especie de orfanato rural, en un frío día de invierno. El mismo día abandonan a otra niña, Annie, que con los años se convierte en su mejor amiga (junto con su mascota mapachesca, Clint). Cuando las dos llegan a los seis años de edad, un matrimonio rico adopta a Annie y le prohíbe tener contacto con Candy siquiera por medio de cartas, ya que no quieren que sus amistades sepan que la niña proviene de un orfanato. Ese mismo día, Candy conoce al que se convierte en su primer gran amor, un chico de unos 14 años que toca la gaita para consolarla de su pena y se va sin decirle su nombre, aunque ella lo bautiza como "el Príncipe de la Colina".
Al cumplir doce años, Candy es adoptada por la familia Leagan, emparentada con los Ardley (o Andrew, o Andrley, según las versiones), que constituyen uno de los clanes más poderosos de Estados Unidos a nivel económico. Los chicos Leagan, Eliza y Neal, la torturan psicológicamente de tal forma que la niña piensa en escaparse, pero sufre un accidente y cae a un río turbulento. La rescata un extraño ermitaño llamado Albert, que vive secretamente en la propiedad Leagan/Ardley rodeado de animales. A partir de ese momento, Albert aparece varias veces a lo largo de la historia cuando Candy se encuentra en problemas o triste.
Después conoce a los otros miembros de la familia Ardley: la imponente tía Elroy y los primos Anthony, Stear y Archie, que de inmediato se convierten en sus mejores amigos. Anthony, además, será el segundo gran amor de Candy por su increíble parecido con el "Príncipe de la Colina". Pero todo termina trágicamente cuando Anthony muere en un accidente y se culpa de esto a Candy, motivando su expulsión de la familia Leagan. Misteriosamente, el patriarca William Ardley (que no aparece en la serie sino hasta el final) declara que ha adoptado a Candy y que no será maltratada nunca más por ningún miembro del clan, además de recibir la mejor educación junto con los demás primos.
Stear, Archie y Candy se embarcan en un buque a Inglaterra para continuar sus estudios en el Colegio St. Paul's. Una noche de niebla durante ese viaje, mientras llora recordando a Anthony, Candy conoce a un joven insolente que se burla de ella y la bautiza "pecosa". Además de encontrarse con los hermanos Leagan en el internado, también se encontrará con ese rufiancito que resulta no ser otro que el hijo ilegítimo del conde Grandchester y una actriz americana. Terry Grandchester se convertirá en el amor definitivo en la vida de Candy. Las aventuras en la etapa del colegio y posteriores son la mejor parte de la historia. Allí conoce a una simpática nueva amiga, Patty (que se convierte después en la novia de Stear). Y, oh, casualidad, también su amiga Annie estudia en el prestigioso colegio. Por supuesto, cerca de allí también anda rondando Albert, que recorre Europa trabajando aquí y allá para estar cerca de los primos Ardley y de Candy. Albert se hace muy amigo de Terry también. Luego de la huída de Terry del colegio, consecuencia de un injusto castigo que recibiera por culpa de Eliza Leagan, Candy se escapa para seguirlo hasta América. Cuando sus esfuerzos por encontrarlo fracasan, se convierte en estudiante de enfermería en la escuela de Mary Jane, una veterana que la tiene al trote y la llama "torrrrrrrrrpeee" todo el tiempo. Además, su archirrival en la escuela de enfermeras, Flammy, no la trata mucho mejor, aunque Candy le tiene un enorme afecto y respeto: sólo se amigan cuando Flammy se va de voluntaria al frente de batalla en Europa (recordemos que la historia transcurre en la etapa previa y simultánea con la Primera Guerra Mundial). Mientras estudia con Mary Jane, Candy reencuentra a Albert luego de que éste sufre un accidente y pierde la memoria. Lo toma a su cargo y viven juntos en un departamento cedido por el tío abuelo William Ardley. Poco tiempo después, Candy tiene la posibilidad de reencontrarse con Terry, que es ahora un actor exitoso en gira con su compañía teatral. Para desgracia de Candy, la actriz principal de la compañía, Susannah, está perdidamente enamorada de Terry también y justo cuando ellos dos están a punto de reconstruir la pareja, Susannah lo salva de un accidente potencialmente fatal... y queda inválida. La culpa fuerza a Terry a separarse de Candy para casarse con su salvadora.
Candy abandona la ciudad con el corazón destrozado, sólo para encontrar que Stear, su "primo del corazón", se ha enrolado en el ejército. La familia Ardley se encuentra revolucionada por este tema y por la decisión de Candy de ser enfermera. Ni los Leagan ni la tía Elroy la tratan bien desde que menguaron las noticias del tío abuelo William, de quien se rumorea está gravemente enfermo. Entre tanto, Albert se encuentra accidentalmente con Terry, que devastado por su separación de Candy abandonó la compañía teatral y se emborracha en antros de mala muerte. Luego de una charla lo convence de que regrese a la vida que eligió, y se separan. Albert tiene un accidente callejero mientras vuelve al departamento y recupera la memoria, pero no se lo dice a Candy. Unos días después, desaparece. Esto es el golpe definitivo para Candy, pero todavía hay más: Stear Ardley, hermano mayor de Archie y novio de Patty, muere en el frente mientras pilotea su avión de combate. Y para colmo de males, el joven Neil Leagan, el mismo que la torturaba durante su infancia, descubre que en realidad está enamorado de ella y convence a la tía Elroy y a sus padres de que lo mejor que pueden hacer por Candy es obligarla a casarse con él. Falsifican una autorización del tío abuelo William, y cuando Candy le escribe desesperada para informarle la situación, recibe la orden de encontrarse con él para confrontar a la familia. Allí se revelará la verdadera identidad del benefactor de Candy, después de muchos años. Pero esa resolución me la guardo, así que si leyeron hasta acá... ¡no la deschaven en los comentarios, petes!
Factos y curiosidades de la serie:
- "Candy Candy" es una creación de Kyoko Mizuki (historia) y Yumiko Igarashi (dibujo). Tras un largo conflicto entre las socias, tanto el manga como el animé dejaron de distribuirse en el mundo, además de truncarse para siempre la muy rumoreada continuación de la historia. De hecho, la repetición de la serie está prohibida en todo el mundo desde el año 1998. Sin embargo, hay canales que continúan transmitiendo la totalidad de la serie eventualmente, como Panamericana Perú.
- El final no conformó a ninguno de los muchos fanáticos de Candy en el mundo y esto originó una fiebre de fanfics (ficciones "truchas", sin permiso de los autores) donde algunas fans le daban a Candy diferentes destinos, sobre todo en el aspecto sentimental. El más conocido y de mayor aceptación en castellano fue "Reencuentro en el vórtice" y se lo puede encontrar en línea en los sitios dedicados a la serie.
- El doblaje de Candy Candy se realizó en Argentina. Cuenta la leyenda que las fans hispanohablantes de todo el mundo quedaron enamoradas de Terry Grandchester (el tercer y definitivo gran amor de Candy) por el acento porteño de su actor de doblaje, Andrés Turnes. Casualmente, es el mismo que dobla a los otros dos amores de Candy: el Príncipe de la Colina y Anthony Brown (o Bower, o Brower, según quién escriba). La chillona e inconfundible voz de Candy pertenece a Cecilia Gispert.
Mis motivos para elegirla por sobre otras series:
El primer dibujo animado que tocó mi corazón fue Heidi, seguido de Mazinger, Ulysses 31, Voltron y Robotech. Esto definió en gran medida mi apego a la animación japonesa. Sin embargo, con el paso de los años fueron ganando terreno las producciones de Hannah Barbera (Los Picapiedras, Los Supersónicos, El Oso Yogi, Scooby Doo), Warner Bros animations (Looney Tunes, Merry Melodies, Tom y Jerry) y otros cuya factoría no puedo ni quiero recordar... (He-man, She-ra, Thundercats, Dinosaucers, Silver Hawks, The Centurions, Jem y The Holograms).
Cuando apareció Candy Candy yo estaba en pleno furor de reencuentro con mis raíces animé, ya que seguía de forma obsesiva a Capitain Tsubasa / Los Supercampeones por Telefé, y a Los Caballeros del Zodíaco en Rede O'Globo (sí, los vi de cabo a rabo primero en portugués y gracias a eso hoy entiendo gran parte de ese idioma que no hablo... jeje). Pero eran dibus bastante machones, por decirlo de manera delicada, y me conectaban con emociones muy diferentes a las que habían generado aquellos primeros dibujitos.
La primera vez que vi ese dibujo, volví a tener cinco años. Me emocioné genuinamente con las peripecias y tragedias de esa niña que estaba pisando la adolescencia a inicios del siglo XX, me identifiqué con su lado más marimacho y también con sus ilusiones románticas. Era un placer absolutamente culposo que sólo compartí con una amiga, Sabrina, tan fanática de los dibus como yo. La verdad era que me avergonzaba un poco reconocer que a los quince o dieciséis seguía estas aventuras con avidez. Fue mi regreso definitivo a la inocencia de la niñez y, de alguna forma, mi camino a casa. Después de Candy Candy, mi escritura sufrió importantes cambios. Mi forma de ver animé, también. El shoujo manga se hizo parte de mi vida y le abrió las puertas a ese lado femenino que me negaba. Que existan historias así, con sus inverosimilitudes y lugares comunes es para mí una especie de celebración de la vida. No sé, ¿les parece suficiente justificación?
Presentación de Candy Candy:
Canción del final:
(todavía me acuerdo de las dos de memoria... ¡mi sobrina Evange me hacía cantárselas en la guitarra y todo!)
Próximo post: todos los dibujitos que marcaron mi infancia (en dudoso orden cronológico). Con mención especial al Magic Kids, canal que me acercó al gran vicio de mi adolescencia: Dragon Ball.