Tengo este olor pegado a la nariz. Apenas sé cómo describirlo. Podría intentarlo si evocara la textura de la arena fina, casi limosa, escurriéndose entre los dedos como azúcar impalpable. Es un aroma frío y metálico, atemperado con unas notas de sol. El olor del barro, pero límpido. La brisa ligera, toques de viento con aroma a monte y a bosquecillo de pinos. Tengo este olor y estas texturas y no puedo sacármelos de la cabeza. Bendito el impulso que me lleva a manejar una vez más esos kilómetros que parecían tantos cuando era más chica.
Otra vez el camino de arenisca que ni el voluntarismo municipal se decide a pavimentar. Otra vez la entrada bifurcada. Y el rumor de los neumáticos en el pedregullo, la frenada amortiguada, mis pies ansiosos rumbo a la orilla.
Otra vez el camino de arenisca que ni el voluntarismo municipal se decide a pavimentar. Otra vez la entrada bifurcada. Y el rumor de los neumáticos en el pedregullo, la frenada amortiguada, mis pies ansiosos rumbo a la orilla.
De repente, tengo nueve, o tal vez diez años. Son las siete de la mañana y ya siento en los pulmones que va a ser un día húmedo y caluroso. Acarreamos las sillas, las lonas, la picada del almuerzo, un bidón de cinco litros con jugo y cubitos. Tardamos casi dos horas entre preparativos, llegada y bajada a la playa. No hay nadie.
En la playa no hay nadie. Tal vez los dueños del parador, una pareja de ancianos más madrugadores bajo una sombrilla de junco.
No hay nadie. El silencio es perfecto. Lejos, casi sobre la línea del horizonte, pasa una chata arenera. Alguna canoa bordea rumbo a Puerto Boca y deja una estela de ondas muy suaves que vienen a morir en la orilla. Sube desde el Este un sol mortecino, atenuado por la bruma húmeda del verano.
No hay nadie. Soltamos las hebillas de las sandalias de vinilo. Caminamos chapoteando una danza improvisada para aclimatar los pies y espantar a las rayas. Con la venia de los mayores, nos tomamos de las manos y avanzamos río adentro. El agua tiene una tonalidad marrón que se vuelve ambarina cuando el sol finalmente la alcanza. El efecto es mágico. Tomo un poco de agua en la copa de una mano y la huelo con los ojos cerrados.
Sol.
Sol.
Mineral.
Agua, limo, verde, azul, metal, peces, vida, frío, calidez, templanza, latidos, pájaros, remo, madera.
Mi cabeza hila todo esto en apenas un paso, abstraída de los chillidos y chapoteos de mis hermanos, que empiezan a alejarse más. A treinta metros de la costa, el agua apenas nos rebasa las rodillas. Papá vigila, brazos cruzados al borde del agua. Mamá se pasa bronceador. Abro los ojos, miro la línea del horizonte, de derecha a izquierda. La chata, una canoa que pasa. La línea de la costa uruguaya, mucho más lejos. Los árboles, notables a simple vista pese a la distancia.
El puente, mucho más lejos. Y otra vez, los árboles.
Agua, limo, verde, azul, metal, peces, vida, frío, calidez, templanza, latidos, pájaros, remo, madera.
Mi cabeza hila todo esto en apenas un paso, abstraída de los chillidos y chapoteos de mis hermanos, que empiezan a alejarse más. A treinta metros de la costa, el agua apenas nos rebasa las rodillas. Papá vigila, brazos cruzados al borde del agua. Mamá se pasa bronceador. Abro los ojos, miro la línea del horizonte, de derecha a izquierda. La chata, una canoa que pasa. La línea de la costa uruguaya, mucho más lejos. Los árboles, notables a simple vista pese a la distancia.
El puente, mucho más lejos. Y otra vez, los árboles.
El agua ya me llega a la cintura. Estiro los brazos por encima de mi cabeza para zambullirme.
Ahora es ahora. Es invierno. Aún así, hay gente en la playa porque es un día de sol: dos familias con niños que juegan en la arena, una ronda de mujeres hablando, un matrimonio que camina tomando mate.
No me atrevo a mirar la línea del horizonte porque tengo los ojos húmedos ("Es el viento", sonrío por fuera) y el corazón todavía me da saltos. En mi cabeza, no hay nadie. No hay ruidos. La arena es la misma: fina, con la textura del azúcar al deslizarse entre los dedos. Reconozco el olor aún antes de ahuecar la mano para llenarla de agua, lo retengo sin soltar la respiración hasta quedarme sin aire. Apreto el puño, me froto las manos, quiero llevarme este olor prendido a la piel, además de al recuerdo.
Una sola vez miro la otra orilla, cambiada para siempre.
Cuando finalmente dejamos la playa, me resisto a pensar que esto haya sido un adiós. Aunque lo sea.
Cae la tarde. Hasta los pinos callan.
(Ñandubaysal, Gualeguaychú - Julio de 2007)
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Desde ayer, Botnia es un hecho. Y como no puedo explicar lo triste, furiosa y frustrada que eso me pone, elijo sentir que tengo la suerte de haber vivido una infancia de río Uruguay.
Ahora es ahora. Es invierno. Aún así, hay gente en la playa porque es un día de sol: dos familias con niños que juegan en la arena, una ronda de mujeres hablando, un matrimonio que camina tomando mate.
No me atrevo a mirar la línea del horizonte porque tengo los ojos húmedos ("Es el viento", sonrío por fuera) y el corazón todavía me da saltos. En mi cabeza, no hay nadie. No hay ruidos. La arena es la misma: fina, con la textura del azúcar al deslizarse entre los dedos. Reconozco el olor aún antes de ahuecar la mano para llenarla de agua, lo retengo sin soltar la respiración hasta quedarme sin aire. Apreto el puño, me froto las manos, quiero llevarme este olor prendido a la piel, además de al recuerdo.
Una sola vez miro la otra orilla, cambiada para siempre.
Cuando finalmente dejamos la playa, me resisto a pensar que esto haya sido un adiós. Aunque lo sea.
Cae la tarde. Hasta los pinos callan.
(Ñandubaysal, Gualeguaychú - Julio de 2007)
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Desde ayer, Botnia es un hecho. Y como no puedo explicar lo triste, furiosa y frustrada que eso me pone, elijo sentir que tengo la suerte de haber vivido una infancia de río Uruguay.