Escribí el último post hace cinco meses. Ahora vivimos en otra casa, una que espero sea definitiva, aunque en nuestro mundo no existen los absolutos y se navega mayormente en la incertidumbre, entre el caos y la entropía. Últimamente sólo vivo en tensión entre el imperativo del movimiento perpetuo y la necesidad de parar, de tener un lugar que podamos sentir nuestro.
A cuántos sitios hemos llamado casa. Me gustan las listas, así que enumero: un monoambiente de 30 metros cuadrados, la casa paterna, un tres ambientes triste y ruidoso, un par de bungalows, dos carpas en distintos campings del país, algunos hoteles, una cabaña de madera en medio del bosque patagónico, habitaciones prestadas en casas de amigos, el duplex de hasta hace dos meses, el auto.
Me sacudo la sensación de extranjería avanzando sobre la casa que todavía no está terminada, pensando si el acto de darle forma es una manera de completarme también, de no seguir pensando en la próxima mudanza, en lo precario que es todo, en lo finito de la vida, en todo lo que falta hacer para por fin tener el tiempo de sentarme en el pasto a mirar el cielo. O para, por fin, tener el tiempo de volver a escribir.