Cada vez que quiero arrancar este texto vengo de días de mucho masticar la cosa, en mi cabeza está todo clarísimo y listo para ser escrito. Pero el momento pasa y ya no recuerdo ni siquiera cómo quería empezar. Soy una narradora, conozco la importancia de enganchar desde la primera línea. Pero también sé que hablar de estos temas no es algo de todos los días ni es un asunto de ficción ni busca el enganche. De hecho, creo que íntimamente no quiero hablar de este tema, como no quiero hablar de muchos otros temas. La depresión es una topadora cuya inercia arrasa mucho tiempo después de que se manifiestan sus primeros síntomas, y una de esas inercias es el profundo sentimiento de culpa por haber estado deprimida. Que la invocación de ese fantasma no se vaya a interpretar como recaída. Peor aún: que la mención de la posibilidad de convivir con la depresión en estado latente no se tome como signo de descuido personal, de incapacidad, de ingratitud para con la vida que se lleva o las personas que acompañan.
Es difícil navegar la depresión o cualquier otro trastorno. Para empezar, todos transitamos distinto la cuestión que nos toca. Enfermedades, duelos, cambios, desgarros: da igual, porque todo es diferente. No voy a profundizar en la forma en que los demás pretenden brindar ayuda y se enojan o se frustran cuando esa ayuda (en sus términos) no es bien recibida o termina mal. No voy a profundizar en los tratamientos. Estoy escribiendo esto para poner luz sobre una experiencia personal y porque el momento que vivo me resulta tan intoxicante que a veces siento que la oscuridad en la que tanto supe estar le ocurrió a otra persona, que no voy a volver a pasar nunca más por eso. Y sé que no es cierto. Por eso escribo, como testimonio, como recordatorio.
En el comienzo fue la angustia. No recuerdo sus detonantes pero sí sus efectos en mi cuerpo. Llorar sin razón, una necesidad visceral de aislarme ("volverme invisible", y más tarde "que la tierra se abra y me trague", "desaparecer"), la sensación de que nadie tomaba en serio las cosas que me hacían bien o mal, picos de euforia en los que me invadía una dicha tan absoluta como inefable.
A medida que crecía empezaron los arranques de ira ciega, literal: ver rojo, escuchar un zumbido asordinado intenso que tapaba todos los sonidos del mundo, como si me hubiesen metido de golpe en un tanque de deprivación sensorial. Si me peleaba en medio de ese estado (cosa que pasaba, y mucho) no sentía dolor; podía golpear y ser golpeada sin límite. Después, casi enseguida: la culpa. El remordimiento por haber causado daño y la impresión de que ya nadie iba a ser capaz de quererme porque yo era mala, loca y mala, que no importaba el arrepentimiento ni las veces que pidiera perdón. Compensar desarrollando una personalidad encantadora, afirmada en un altruismo que nunca me costó esfuerzo, para que la menor cantidad de personas posible intuyese el abismo negro donde se cocía el monstruo.
A las etapas de excesiva energía podía seguir un abatimiento que era como una mortaja. Eran momentos (horas, días, semanas) de un peso atroz en el pecho, como si una capa viscosa y fría recubriese todos los órganos internos. Allí supe lo que es volverse robótico, zombie, que te miren con lágrimas en los ojos, que te hablen esperando una reacción y sentir que nada de eso hace eco en las tripas, todo lo contrario a emocionarse: estar vacío, solo, hueco. Sin respuesta. Aprendí, también, a impostar en esa situación de absoluta nada. A pretender que sí, que entendía lo que me estaban diciendo, que era capaz de reacción, de sentimiento. Pero era todo mentira. Metida en esa zona oscura, que alguna vez describí en terapia como "el lugar azul y negro", experimento con toda claridad el concepto de alma de nuestra tradición occidental y cristiana. Porque no la tengo cuando estoy ahí.
Estoy sentada, inmóvil, en la oscuridad más absoluta. Sin identidad. Sin pasado, ni futuro. Sin amor. Sin energías. Sólo puedo estar allí, hasta que algo funcione de eyector y me saque. No depende de mi voluntad. No hay voluntad allí. Todo lo que soy se fue lejos de mí sin decir cómo ni a dónde, ni si va a volver.
Porque, contra todo lo que podría creerse, contra mi propia punzante vitalidad y las ganas enormes que tengo de hacer cosas, contra mi temperamento positivo y alegre, está la Zona Oscura que es el lugar de la más absoluta Nada, en el concepto que usa Michael Ende en "La historia sin fin". La Nada como el lugar del No-Ser, donde ninguna magia es posible porque no hay chispazo, ni sonido, ni conductividad. Vivo con eso puerta de por medio, espalda con espalda, la Manía y la Depresión en un equilibrio delicado y pendular que en algunas épocas es lento y armonioso y en otras me regala bandazos violentos, lagunas mentales, una parafernalia tanática de espanto, capaz de alejarme de todo lo que me hace humana (o al menos una mejor versión personal).
Creo que el peor de mis miedos ha sido ese: perderme y no volver nunca más, quedar inmóvil en esa zona oscura sin reencontrar esa parte de mí que me hace profunda, tortuosa e imperfectamente feliz. Lo traduje en sucesivas épocas de la vida como diferentes miedos: a la locura, al extravío, al olvido, al desconocimiento completo de mí misma. Me costó mucho entender que esa Nada es parte de mí, que soy yo también, pero despojada de máscaras y de propósito, enfrentada a una pregunta vital que todavía no me atrevo a formular en voz alta, ni a poner por escrito, aunque la tengo en mente cada día e incluso ensayo para ella varias respuestas.
Decía al comienzo que no hay una sola forma de lidiar con la depresión, tome la forma que tome. Hay factores que puedo identificar y hay situaciones en que se me presenta novedosa por completo. La mía es una depresión activa, una de las más silenciosas e inadvertidas. Existen en el mundo personas que me conocen hace años y podría decir sin miedo a equivocarme que nunca me vieron en un momento bajo, aunque estuviese efectivamente pasando por ese momento.
Es difícil de explicar y la verdad es que muchas veces uno mismo no quiere hacerlo. Es complicado hacerse entender y más cuando estás "en" el momento. La reacción general inmediata del que te quiere es ponerse en la positiva, o peor, en la imperativa: vas a salir, yo te voy a ayudar, tenés que hacer esto o aquello. Procurar soluciones, como si uno mismo no hubiera dado ya mil vueltas al asunto. No simplemente sentarse a tratar de entender, a ver si sale de esto aprendiendo algo que el día de mañana quizá ayude a otros.
Yo escribo esto en un buen momento, incluso podría hablar café de por medio con ligereza y hasta con humor. Eso desconcierta mucho a la gente. Entonces, "si te reís de esto, no es tan grave". Bueno, algunas de las personas más positivas y vitalistas que conocí están muertas. Se mataron. Y eran un cago de risa, el alma de la fiesta, gente inteligente, con proyectos. No es que lloraban todo el día por los rincones. Los impulsos suicidas vinieron muchas veces después de momentos de felicidad muy intensos. Tuve algunas de mis peores crisis de angustia después de decisiones en extremo positivas y liberadoras. Esto no es una ciencia exacta. La salud mental no se reduce a un manual de psiquiatría, medicarse y salir andando, aunque eso y la terapia ayuden bastante.
No te salvan los amigos ni la famila, ni la guita, ni una carrera, ni tener proyectos, ni los hijos, ni el éxito personal o profesional. No te salva tener todo lo que querés ni que los planes te salgan de taquito. En mi experiencia, lo peor que se puede hacer es obsesionarse con la cura, con estar bien, con un horizonte de certezas imposible, con tener todo bajo control. Quizá lo mejor ha sido generar una pequeñísima red de seguridad de personas que sí entienden, y abandonarme a ellas llegado el momento. Y tener en claro que controlo poco, muy poco de lo que me pasa. Que a veces es suficiente con ser capaz de discernir cuál de estas emociones que me agitan son reales y cuáles productos de una especie de alucinación maligna que me retiene anclada en el lugar azul y negro.
Me corrijo: todo es real mientras sucede. Los efectos en mi cuerpo y en mi psique son absoluitamente reales. Lo que no es real es lo que sucede por fuera de ese momento. Soy amada. Doy amor. Estoy donde quiero, con quienes quiero. Las nubes dentro de mí eventualmente pasarán, como han pasado tantas otras veces, y volverán otras tantas. Tengo clara una sola cosa y a ella me aferro como un mantra: no soy mi trastorno, no soy mi dolor. Tengo depresión, no soy depresiva. Paso por una fase destructiva; no soy destrucción. No estoy loca, aunque tenga momentos fuera de mí que hagan que los demás me desconozcan por completo. Aunque sienta que efectivamente me pierdo en una Nada sin fondo.
No sé qué más se puede decir sobre el tema. Hoy no puedo decir más. Ya escribí tantas veces detrás de tantas máscaras. Intuyo que habrá otras. No soy esto aunque viva con esto, me repito. No soy única ni estoy sola, aunque en el instante sin tiempo de azul y negro sienta que no existe nadie más en el mundo, ni siquiera yo, que me fui y no sé ni cuándo vuelvo, ni si vuelvo.