Los ramitos de eucalipto en el barral de la cortina.
La fina capa de polvillo sobre los muebles.
Olor a comida y a pan casero.
El patio lleno de plantines.
Una soga cargada de ropa que se seca al sol.
Un rastrillo apoyado en el tapial, junto al suspiro.
Las telarañas que vuelven a los rincones al día siguiente de ser quitadas.
Las cortinas entreabiertas.
Sahumerios y hornillos con esencias para recibir a las visitas.
Almohadones baqueteados.
Las mochilas siempre en el futón.
Un libro empezado junto a la computadora.
Media mesa para comer y la otra mitad llena de papelitos, tornillos, cables, pulverizadores de jardín, un cepillo de pelo.
Vidrios empañados con marcas de dedos y salpicaduras de tierra.
Remeras y abrigos sobre las sillas.
Un cargador de celular siempre enchufado.
Paños de cocina en remojo con lavandina.
El rumor del termotanque calentando el agua.
Toallas húmedas colgadas de los picaportes.
Una pila de libros en la mesa de luz.
La música. El golpeteo de los dedos en las teclas.
Masa madre fermentando sobre la heladera.
Los mates compartidos de los fines de semana y los cada vez más raros días francos.
Caricias y roces robados al quehacer de todos los días.
La siesta.
La lectura. Las conversaciones.
Música a toda hora.
La placa de bruxismo olvidada en el baño.
El reloj de pared sin pilas.
Las marcas de pisadas en el suelo al ratito de haber pasado el trapo.
Los papeles que se amontonan sobre el escritorio.
Las cubeteras vacías sobre el secaplatos.
La basura separada junto a la puerta de calle.
El césped a veces crecido y a veces corto del frente.
La luz encendida del porche.
El rumor de la lluvia en el techo y los desagües (un sonido que igual que el árbol que cae en el bosque, sólo tiene sentido cuando hay oídos para escucharlo).
Y el amor,
el amor
en todos lados.