Entre las primeras cosas de las que hablamos en aquellos lejanos chats estaba el tema fechas. "Soy malo con las fechas" es tu mantra, y detrás de eso lo que siempre entendí: "no le doy importancia a la fecha, con que me acuerde del hito cada tanto está bien". Lo acepté enseguida, sobre todo porque nunca te reíste de la importancia que tienen para mí esos hitos; soy observadora, escribo y reviso mi vida como si me la estuviera recitando en off en la cabeza todo el tiempo, así que necesito ordenarme. Las fechas me llegan solas, aunque esto no es infalible. También me perdí cumpleaños y aniversarios por distracción.
Intento, sí, que no me afecten por demás. Antes, la llegada de ciertas épocas del año me arrastraba a una melancolía no tan inconsciente. A fuerza de vivir con vos, empecé a descartar esos sentimientos, me animé a transformarlos. Fui desplazando la carga de las fechas a otras cuestiones más inmediatas, el pasado pesó menos cada vez. Aparecieron las ganas de un futuro. Pero no pude enmudecer los almanaques, así como no puedo retorcer mi reloj biológico para aguantar despierta toda una noche de farra. Qué vamos a hacer, es así.
Estoy en un punto de equilibrio entre mi histórica ansiedad y la pereza limitante a que me acostumbró este tiempo de paz disfrutando una casa. Me agito un poco. Enseguida busco recuperar la calma. Calma no es control, repito, podés no controlar todo y aún así estar tranquila. Hablo un poco más que antes. No me había dado cuenta de lo mucho que me costaba hablar de lo realmente importante, y lo fácil que es en realidad.
Como en ese almuerzo hace años, sentados bajo un árbol enorme comiendo la vianda que nos habías preparado a los dos. Pasabas conmigo los días previos a Semana Santa, primeras vacaciones que te tomabas. Éramos felices comiendo incómodos en una plaza con el bullicio de Retiro de fondo. Sé que ni siquiera te miré cuando te dije que me casaría con vos, porque salió muy natural y no fue un impulso del momento, pero los dos nos quedamos callados y sonriendo como si yo no hubiera dicho algo tan terrible (para empezar, seguías casado. Para continuar, yo había despotricado toda mi vida contra el casamiento). Y esa misma noche, después de la cena familiar, te dije que mejor no, que lo había dicho en un impulso. También sonreíste. Después me enteré que apenas habías podido disimular el miedo de que todo lo que habíamos empezado con tanto esfuerzo fuera eso nada más: un amague, una chispa que mi inseguridad y mis dudas iban a ahogar pronto.
Sólo que yo no tenía dudas. Simplemente, no sabía decirme a mí misma que SÍ, de una. Dolían tantos desgarrones recientes y tantas equivocaciones. Pensé que te protegía si bajábamos las expectativas. Después ya no importó nada más que los hechos: vivamos juntos... Si funciona, excelente. Si no, cada uno a su ruta. En el fondo hacíamos trampa, sabíamos que jugábamos a ganador. Iba a funcionar.
Funciona.
Ya es otra vez Semana Santa. Mañana todos celebrarán las Pascuas y yo festejaré con mucho espamento mi segundo aniversario de casada en una suerte de auto-burla, básicamente porque todavía no me lo creo. No siento el peso del vínculo, mucho menos de la fecha. Para mí, vos y yo seguimos sentados en ese banco de la plaza, tranquilos, felices... sin presiones sobre el futuro, con poca plata en el bolsillo, charlando de las cosas que nos pasaron y nos pasan, intercambiando opiniones con respeto. Para mí, nos estamos conociendo (¡todavía!) y puedo seguir mirándote con ojos de asombro, admiración y amor.
Sobra amor.
No hacían falta tantas palabras para justificar por qué necesito escribir todo esto, pero está en mi naturaleza. Qué le vas a hacer.