Hay una imagen que se repite a lo largo de los años. En el sueño y la vigilia, en las fantasías y la modesta cristalización de los viajes cada vez más espaciados, cada vez más breves. Una eventualidad accidental.
Nací en el litoral argentino, en un lugar donde hay seis meses anuales de calor mayormente húmedo y seis meses de un invierno subtropical que a gatas constituye un alivio. Nací sufriendo el calor y quizá por eso quedé subyugada a muy corta edad por los paisajes de bosques y nieve que veía en los posters del negocio de mis abuelos y las fotos de los atlas. El mar, de momento, lo tenía asociado a localidades balnearias y no lo registraba como destino de fuga, mucho menos para el verano.
Recién conocí la nieve a los veintisiete años, paradójicamente en Buenos Aires. Antes de eso, un garrotillo helado en la cumbre del cerro Catedral, cuando fui de viaje de egresada a Bariloche, y otro en Sierra de la Ventana.
Entre mi primer viaje y el segundo a la Patagonia (lo más parecido que hay en Argentina a un lugar donde me gustaría morir ya vieja) pasaron catorce años. Cada vez que pude ir confirmé ese amor extraño por la aridez y el frío, por los paisajes que en los días grises parecen difuminados, asordinados por el silencio y cuando hay sol tienen una nitidez y definición que elevan todos los sentidos.
No sé hasta qué punto los deseos de la infancia mutan en otras cosas cuando crecemos. A mí ese deseo de vivir en comunión, o al menos muy cerca de la naturaleza y del silencio, se me volvió una urgencia, más acuciante cuanto más crecía. Otros deseos, como recorrer el mundo y conocer todos los países, mutaron en el más modesto "visitar muchas áreas naturales protegidas e interactuar con la menor cantidad de personas posible". (Igual no descarto ninguno; en mi cabeza moldeada por London y Verne todavía resiste la fantasía de vivir todas las vidas que sea capaz de pensar).
Hoy vivo en una casita un poco más pequeña que el último departamento de la etapa de Buenos Aires, pero con galería y un patio que duplica los metros cubiertos. Un terreno cuyo césped mantenemos puntillosamente y en el que comenzamos a cultivar nuestras propias verduras, todo tipo de plantas y flores. Tímidamente, a los tropíezos: él va adelante y yo le sigo. Nos han regalado cuatro árboles y la promesa de algunos más. Vivimos con dos perros, aún cachorros, y un gato. Todo es difícil e insume tiempo: combatir algunos insectos y otros no, entrenar a los animales y sociabilizarlos, no perder el hilo de los pagos mientras vigilamos el ciclo de cultivos, mantener lo que hay mientras procuramos lo que vendrá.
Pasar de un departamento a una casa después de no vivir en una durante la mitad de mi vida es un desafío que a veces me desborda. A veces también pienso que nací para eso, para una casa con enorme jardín, bastante desordenada, sin mucho espacio de guardado y donde siempre hay algo fuera de lugar o apilado donde no debería. Hay días que estoy inenarrablemente cansada y días en que no logro conciliar el sueño por el envuelte y la expectativa de lo que vendrá.
Digo que no sé hasta qué punto, pero sí que el deseo puede mutar en otra cosa, porque es tan fluido como el tiempo y sujeto a los mismos imprevistos. Para preservar la llama de ese deseo hemos sido capaces de sacrificios enormes. Hemos llegado a sentir que la llamita apenas cabía en el cuenco de una mano y que podía apagarse en cualquier momento, incapaz de resistir la brisita tenue de una nueva geografía. La cubrimos con el cuerpo y con el alma hasta quemarnos en ella. Cuando no hay combustible suficiente para que el deseo arda, o lo dejás morir o lo alimentás con tu cuerpo. Eso aprendí del quemador compulsivo de puentes.
Así las cosas, no tengo la casa que soñaba cuando me veía en el Sur. En algún momento del tiempo, que es continuo y puede perfectamente ser alterado por la muerte (mi muerte), quizá haya una Agus más añosa que ya está cuidando otros árboles, otro huerto, otros animales, en esas latitudes donde los seres humanos no se amontonan ni hablan a los gritos de vereda a vereda, donde hay que desplazarse algunos kilómetros para proveerse de lo esencial y saber un poco de todo para no quedar desvalido en mitad de una ventisca. Entre tanto, en el aquí y ahora, tengo esta casa que jamás imaginé habitar (en otro momento de ese tiempo fluido la visité, cuando vivían allí otras personas y la disposición de los cuartos estaba al revés). Sin coníferas, sin perros Terranova, sin montañas y sin lagos. Sólo un colchón de césped verde, la promesa de unos árboles, enredaderas con "trompetitas" de color azul y rojo, una huerta y unos animales que aprendo a cuidar a fuerza de pruebas y error, el río a un kilómetro, el canto de cientos de pájaros.
Esa casa que ahora es nuestra casa ya era así cuando entramos por primera vez, todavía llena de albañiles, el patio un cementerio de escombros y bolsas de basura viejas, el césped raleado, la medianera hecha de tejido vencido sin resguardo alguno. Pusimos un pie allí y todo empezó a florecer, a crecer, a alinearse. Como Howl cuando reagrupa y rearma su castillo gracias a la magia de su corazón-fuego-estrella. Esta casa es, en un tiempo más, varios canteros y arcos cargados de vegetación. Esta casa es el jardín del gigante, con un muro que nos separa de la vista de los curiosos y toda una vida palpitante hacia el fondo, en días de luz y de sombras. Un remanso, una ciudadela. El mejor lugar para vivir.
Aquí y ahora.
Recién conocí la nieve a los veintisiete años, paradójicamente en Buenos Aires. Antes de eso, un garrotillo helado en la cumbre del cerro Catedral, cuando fui de viaje de egresada a Bariloche, y otro en Sierra de la Ventana.
Entre mi primer viaje y el segundo a la Patagonia (lo más parecido que hay en Argentina a un lugar donde me gustaría morir ya vieja) pasaron catorce años. Cada vez que pude ir confirmé ese amor extraño por la aridez y el frío, por los paisajes que en los días grises parecen difuminados, asordinados por el silencio y cuando hay sol tienen una nitidez y definición que elevan todos los sentidos.
No sé hasta qué punto los deseos de la infancia mutan en otras cosas cuando crecemos. A mí ese deseo de vivir en comunión, o al menos muy cerca de la naturaleza y del silencio, se me volvió una urgencia, más acuciante cuanto más crecía. Otros deseos, como recorrer el mundo y conocer todos los países, mutaron en el más modesto "visitar muchas áreas naturales protegidas e interactuar con la menor cantidad de personas posible". (Igual no descarto ninguno; en mi cabeza moldeada por London y Verne todavía resiste la fantasía de vivir todas las vidas que sea capaz de pensar).
Hoy vivo en una casita un poco más pequeña que el último departamento de la etapa de Buenos Aires, pero con galería y un patio que duplica los metros cubiertos. Un terreno cuyo césped mantenemos puntillosamente y en el que comenzamos a cultivar nuestras propias verduras, todo tipo de plantas y flores. Tímidamente, a los tropíezos: él va adelante y yo le sigo. Nos han regalado cuatro árboles y la promesa de algunos más. Vivimos con dos perros, aún cachorros, y un gato. Todo es difícil e insume tiempo: combatir algunos insectos y otros no, entrenar a los animales y sociabilizarlos, no perder el hilo de los pagos mientras vigilamos el ciclo de cultivos, mantener lo que hay mientras procuramos lo que vendrá.
Pasar de un departamento a una casa después de no vivir en una durante la mitad de mi vida es un desafío que a veces me desborda. A veces también pienso que nací para eso, para una casa con enorme jardín, bastante desordenada, sin mucho espacio de guardado y donde siempre hay algo fuera de lugar o apilado donde no debería. Hay días que estoy inenarrablemente cansada y días en que no logro conciliar el sueño por el envuelte y la expectativa de lo que vendrá.
Digo que no sé hasta qué punto, pero sí que el deseo puede mutar en otra cosa, porque es tan fluido como el tiempo y sujeto a los mismos imprevistos. Para preservar la llama de ese deseo hemos sido capaces de sacrificios enormes. Hemos llegado a sentir que la llamita apenas cabía en el cuenco de una mano y que podía apagarse en cualquier momento, incapaz de resistir la brisita tenue de una nueva geografía. La cubrimos con el cuerpo y con el alma hasta quemarnos en ella. Cuando no hay combustible suficiente para que el deseo arda, o lo dejás morir o lo alimentás con tu cuerpo. Eso aprendí del quemador compulsivo de puentes.
Así las cosas, no tengo la casa que soñaba cuando me veía en el Sur. En algún momento del tiempo, que es continuo y puede perfectamente ser alterado por la muerte (mi muerte), quizá haya una Agus más añosa que ya está cuidando otros árboles, otro huerto, otros animales, en esas latitudes donde los seres humanos no se amontonan ni hablan a los gritos de vereda a vereda, donde hay que desplazarse algunos kilómetros para proveerse de lo esencial y saber un poco de todo para no quedar desvalido en mitad de una ventisca. Entre tanto, en el aquí y ahora, tengo esta casa que jamás imaginé habitar (en otro momento de ese tiempo fluido la visité, cuando vivían allí otras personas y la disposición de los cuartos estaba al revés). Sin coníferas, sin perros Terranova, sin montañas y sin lagos. Sólo un colchón de césped verde, la promesa de unos árboles, enredaderas con "trompetitas" de color azul y rojo, una huerta y unos animales que aprendo a cuidar a fuerza de pruebas y error, el río a un kilómetro, el canto de cientos de pájaros.
Esa casa que ahora es nuestra casa ya era así cuando entramos por primera vez, todavía llena de albañiles, el patio un cementerio de escombros y bolsas de basura viejas, el césped raleado, la medianera hecha de tejido vencido sin resguardo alguno. Pusimos un pie allí y todo empezó a florecer, a crecer, a alinearse. Como Howl cuando reagrupa y rearma su castillo gracias a la magia de su corazón-fuego-estrella. Esta casa es, en un tiempo más, varios canteros y arcos cargados de vegetación. Esta casa es el jardín del gigante, con un muro que nos separa de la vista de los curiosos y toda una vida palpitante hacia el fondo, en días de luz y de sombras. Un remanso, una ciudadela. El mejor lugar para vivir.
Aquí y ahora.