miércoles, abril 27, 2011

Yo EXIJO / II

Esto lo escribí hace ya tres años, parece mentira; lo saqué de un cuaderno más viejo todavía. Hablando de coherencia en algunas ideas...

Lo que estaba al tope de mis exigencias entonces, sigue ahí. Hoy. Y tiene actualidad porque desde una página web empezó una suerte de bola de nieve que nos arrastra (incluso a los más desentendidos) a una discusión totalmente necesaria. ¿Pueden los piropos implicar algún tipo de violencia?

Los hechos
- Hollaback / Atrévete!, el sitio que pone en tela de juicio el piropo como manifestación de violencia de género.
- Columna de Juan Terranova en El Guardián, sobre el movimiento Hollaback.

Hay mucho más en Google, pero no voy a ser extensa; creo que los vinculos dan un pantallazo de algunos puntos de vista sobre la polémica.

El planteo original abarca a las mujeres exclusivamente, por tratarse de las más desprotegidas frente a una práctica que, por usos y costumbres, se volvió cada vez más denigrante. Yo sumaría a otras minorías, pero concentrémonos por esta vez en el núcleo de los hechos.

Una perspectiva personal
No hay manera de categorizar piropos, galanterías, guarradas, insultos desde la propia subjetividad. No hay manera. Algún boludo dirá que las minas del conurbano son más gauchitas y no se quejan; otros, que hay mujeres a las que halagan las ordinarieces disfrazadas de elogios. Puede ser. Yo no soy de esas chicas, y no he tenido el dudoso placer de conocer a ninguna que guste de levantar su autoestima pasando por delante de una obra en construcción para que le griten, como cuenta una leyenda urbana. Eso no quiere decir que no existan; estoy bastante convencida de que sí existen.
A decir verdad, y aunque intento no hacer juicios de valor sobre el tema, me dan bastante pena. Si vas a reafirmar tu autoestima mediante otros, cuánto mejor es que ese otro sea un amigo, alguien con quien tenés confianza, inmediatez, algún grado de intimidad. ¿Por qué tiene que ser un desconocido, por qué tiene que ser alguien que te meta de prepo y sin tu consentimiento en el círculo vicioso de mujer sujeto/objeto de deseo, desechable, cosificada?
Cuando yo era chica, entendía que un piropo era algo elogioso que una persona te decía al pasar, casi sin darse vuelta, sin seguirte y sobre todo, sin cebarse en una seguidilla de gritos cada vez más subidos de tono y tenor. Pero lamentablemente puedo recordar muy pocos. Tenía once años cuando me empezaron a gritar las primeras obscenidades en la calle, a la vista de cualquier vecino, justo cuando empezaba a cambiar mi cuerpo y me mataba de vergüenza ser notada por ello. Volvía llorando a mi casa, y en días realmente malos era capaz de perseguir al "piropeador" para golpearlo, rayarle el auto o meterle un palo en la rueda si es que iba en bicicleta.
Cuando me hice mayorcita aprendí a manejar el arma que creía más eficiente: la indiferencia. Y un día me di cuenta que a mayor indiferencia, mayor la probabilidad de que me tocaran el culo. Literalmente, y comprobado ipso facto. Además, según fui aprendiendo, la falta de respuesta o la bajada de ojos con rubor iracundo incluído le daba mayor visibilidad al que agredía y sólo contribuía a disminuirme. Con cada insulto disfrazado de elogio que dejaba pasar, yo (y por transitividad, mis compañeras de género) perdía visibilidad y reafirmaba el status quo que tanto detestaba.

A ver si nos entendemos: En el contexto de un grupo de amigos o gente de confianza, soy capaz de hacer chistes con absolutamente cualquier cosa. No soy ninguna pacata. Me encanta que me digan guarradas, el roleplaying, la desinhibición; me gustan los tipos que sepan plegarse a mis juegos, llevarme a su terreno e incluso dominarme. Disfruto del sexo como disfruto de pocas cosas en la vida: plenamente, sin límites. Nunca me faltaron parejas ni tuve que salir a buscar emociones fuertes porque, intuitivamente, tengo un imán para conseguir lo que quiero, en el momento en que lo necesito. El apelativo que menos me cabe es "mal cogida".

Sin embargo, me violenta que un perfecto desconocido me aborde en la calle para imponerme su masculinidad como un trofeo, con ese envanecimiento que cacarea "mirá lo que te estás perdiendo, mamaza... sé que nunca te voy a tocar ni con un palo, así que por lo menos te mojo un poco la orejita, total, a vos te gusta. Si no, no te vestirías así / no serías tan linda / no sonreirías cuando caminás. Puta".
No me importa que el perfecto desconocido (o desconocida) lleve ropa de marca, pele billetes, un auto caro, o le falten todos los dientes. Me es indistinto que la persona que me está abordando (repito: de manera agresiva e invasiva) sin yo pedírselo sea Brad Pitt o un cartonero. Me violenta, invade mi espacio. Y un día, después de años y años de padecer, leer, pensar, debatir, decidí que no voy a dejar pasar una sola más.

Para muestra: una vez, hace muchos años, le conté algo en confidencia a un chico que estaba en mi grupo de amigos. Lo hice porque confiaba en él, aunque en realidad eso era apenas la confirmación de un secreto a voces y a esa altura no me importaba tampoco que se supiera por todo el barrio. Por simpatía o por afinidad, lo convertí en el depositario de la verdad de primera agua, MI verdad: había curtido con uno de los chicos del grupo, mi mejor amigo. Lo primero que hizo, como contraprestación a alguna otra confidencia, fue pedirme que le mostrara una teta. De repente, habíamos dejado de ser amigos para que él pasara a considerarme mercancía de cambio, "chica fácil", bah. Cuando me negué, se mostró sorprendido, onda "por qué él sí y yo no".
Porque yo lo elegí, chiquito. Y él me eligió a mí. Hubo un acuerdo mutuo, sin palabras; hubo un acercamiento, un mínimo rito de cortejo y seducción antes de resolver de común acuerdo lo que iba a pasar después.
Yo elijo a quién le muestro las tetas o con quién me acuesto. Yo decido de quién acepto un piropo o a quién le permito una galantería. Yo decido quién me paga el café, a quién franeleo en la vía pública, qué me gusta que me digan y sobre todo, en qué ámbitos (uno de igualdad, fundamentalmente). No voy a sonreír embobada de gratitud si un desubicado me dice "rubia, llego a casa y le echo tres polvos a mi mujer" mientras me mira las tetas. No voy a aceptar sumisamente que un entrajado de la zona de Tribunales me cierre el paso obligándome a arrinconarme contra la pared mientras él me dice cuanta barbaridad se le ocurre, sólo porque hoy decidí usar pollera en lugar de pantalones.
El piropo, según lo entendía antes, se trata en definitiva de un ida y vuelta. Aún si la mujer no responde, esas palabras mágicas bien dichas habrán cumplido un objetivo tanto para uno como para el otro. Cuando el "goce", por llamarlo de alguna manera, es sólo para el macho, mi reacción natural es hacerme a un lado. Si la unilateralidad sigue un estándar de buen gusto, es muy posible que mi reacción sea de neutralidad o indiferencia.
Cuando el piropo o el avance unilaterales implican un grado de imposición dominante, se me subleva la sangre; soy una respetuosa extremista del espacio ajeno y jamás me tiré en piletas donde no supiera que había agua. Pido no agresión porque no soy agresiva. Entiendo los límites del otro casi de inmediato. En definitiva, me porto como predico.
Si eso es ser una mal cogida histérica para vos, el problema es tuyo... no mío.

Si cada uno empieza a actuar ahora, en vez de pensar cuánto falta, cuando querramos acordar estaremos unos cuantos pasos más cerca del objetivo. Que en definitiva, es el respeto mutuo. Porque se puede piropear desde el respeto, también.

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Este texto fue producido por el colectivo editorial Leones Enamorados y convoca a cien firmantes varones a respaldarlo, diciendo no al odio, la adversión a las mujeres. Quienes lean y deseen, pueden dejar asentada su conformidad para firmarlo enviando un e-mail a leonesenamorados@gmail.com

Por qué decirle no a la misoginia

Porque existe en todos los estratos sociales, tipos de sociedades, continentes y no discrimina creencias o posiciones políticas. Porque de todas las discriminaciones es la más difícil de reconocer y, como tal, es la que más nos obliga a replantearnos qué clase de valores están vigentes y en qué medida acordamos a ellos. Y al replantearnos los discursos con los que crecemos, también nos vamos recreando en varones nuevos, conscientes de la necesidad de ponernos de igual a igual con nuestras compañeras.
Porque sin darnos cuenta, nosotros caemos una y otra vez en prácticas y discursos minimizadores hacia la condición de mujer, asociando por ejemplo, femineidad con debilidad cuando son ellas las que nos trajeron al mundo, las que nos bañaron, alimentaron y educaron cuando todavía no recorríamos nuestro camino, las que fueron objeto de amor y también desengaños pero que a través de los vaivenes del sistema sentimental nos hicieron crecer y las que nos acompañarán en los últimos momentos sobre la tierra, cuando el estar acompañado vale más que todo el oro posible de acumular ¿En qué error caemos al asociar debilidad con condición femenina, cuando vemos que a ellas les cuesta el doble, en el estudio, el trabajo, en la militancia política, en la vida que nos toca transitar juntos, y sin embargo a veces parece que juntos es un millar de kilómetros alejados uno del otro? ¿Qué debilidad le podemos achacar a un género que nos legó a Angela Davis, Emma Goldman, América Scarfó, ejemplos para nosotros, hombres que pensamos merecernos algo mejor que esto en lo que estamos viviendo?
La misoginia adopta múltiples formas y asimismo, ante ellas, reaccionamos de diferente manera: nos horrorizamos con los asesinatos sistemáticos en Ciudad Juárez y con los constantes avallasamientos a la identidad femenina en los territorios donde domina el fundamentalismo musulmán pero no nos indignamos cuando somos testigos del crecimiento en estos últimos años de las redes de prostitución y los secuestros y el tráfico de mujeres asociado a ellas; o cuando todavía los sueldos de las mujeres son inferiores a los de los hombres para igual tarea o jerarquía; o cuando se justifican posiciones anti aborto colocando a las mujeres como únicas responsables del asunto al reducirlas a meros “compartimentos” para la procreación. Las formas más sutiles de discriminación y negación son las que permanecen más latentes, las más difíciles de enfrentar, porque enfrentarlas es enfrentarnos a nosotros mismos.
La lucha que encaran nuestras compañeras no es ni para anular nuestra condición o identidad masculina ni para imponer un código de comportamiento derivado de moralinas represivas, propias de autoritarismos de carácter político o religioso: es una lucha por establecer un cuidado entre las relaciones inter-genéricas, que contemple el respeto, la igualdad de derechos y la instauración de entornos que propicien el desarrollo de las potencialidades de cualquier género (masculino, femenino, transgénero y demás), sin darle espacio a censuras, actos/discursos violentos o degradatorios o impedimientos varios. Desde nuestros ámbitos cotidianos de desenvolvimiento, el empezar a rever discursos y conductas que impidan la necesaria fluidez en la relación con el género femenino es un primer paso que podemos dar como compañeros, parejas, trabajadores a la par de ellas, padres, amigos, docentes o estudiantes. Es necesario, por nosotros y por ellas.


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Necesario epílogo.
Él, posiblemente, no va a ganar ningún premio. Nunca hizo un taller literario. Aunque se le conocen muchísimos cuentos, no terminó una sola novela (de hecho, destruyó gran parte de sus creaciones). No le perdona la vida a nadie, ni siquiera a sí mismo. No es constante ni disciplinado ni lo será jamás.
Pero es un escritor bestial. De esos que te ponen los pelos de punta, porque aunque nunca haya asesinado, robado o violentado a una mujer puede escribir desde su propia sensibilidad y sabe transmitir su experiencia de vida. Podría contar con los dedos de una mano las personas a las que conozco capaces de hacer lo mismo (A esta altura puedo decir que he conocido a muchos escritores, wannabes y de los otros).
No me sale ser subjetiva con él en estos temas (editando sus otras creaciones puedo, sí, ser totalmente implacable). Les dejo sencillamente el escrito que motivó este post.

domingo, abril 10, 2011

¿Qué hago con mi inteligencia?

¿La exhibo como un objeto decorativo?
¿Hago un test de CI y cuelgo los resultados en la web?
¿La cultivo como a una planta de interiores y me enorgullezco mirando cómo crece, para darme cuenta muchos años después de su inutilidad práctica?
¿La uso para estudiar una carrera y después me la olvido en un cajón? (Total, "no hace falta" inteligencia para criar hijos, cultivar un jardín o mantener una conversación).
¿La descarto y me brutalizo adrede porque me asusta quedarme fuera de la aceptación de un círculo de mediocres?
¿La acepto pasivamente? ¿La cuestiono inflexiblemente?
¿La utilizo como un argumento para aislarme de un colectivo de personas? ("soy demasiado inteligente para rebajarme a hablar de esto/con éstos")
¿La ejerzo con despotismo para denigrar a quienes creo menos inteligentes? ("ejercer la inteligencia"... ¿qué es esto, una carrera?)
¿La desperdicio melindrosamente en tareas que requieren una mínima complejidad y un máximo nivel de automatización?
¿La pongo al servicio de una causa contra mi conciencia porque es lo que se espera, o porque "es lo que hay"?
¿La uso como argumento para ponerme por encima de una situación y convertirme en prescindente?


¿O me dedico a usarla para aprender a mejorar mi vida y la de los que me rodean?

(En algún punto de este espectro estamos todos. Los geniales, los brillantes, los inteligentes rasos, los simplones, los mediocres... sin excepción. Vale la pena preguntarse, todos los días, qué estás haciendo para cambiar tu vida, tus relaciones, tu realidad).

Me salió recontra Bucay esto, sin querer. Que tengan una buena semana.

viernes, abril 01, 2011

All you need is love

No necesito gritarle a los cuatro vientos mi amor a mis amores. No necesito vivir en el pasado para hacerme cargo del peso de mi historia. No necesito poseer. No persigo la Felicidad; trabajo por ella. No me hacen falta amigos de ocasión; sí buenos compañeros e interlocutores en cada tramo del camino. No quiero quejarme. No busco la sanidad mental tanto como la estabilidad emocional. No ambiciono ni codicio. No necesito de nadie para vivir o para morirme. No necesito idealizar, y es uno de los dones que más agradezco. No necesito tomar ventajas o ganar siempre. No necesito exceso de abrigo, confort, pan para mañana. No necesito ni quiero a quien no me quiere. No sirvo para endulzar verdades, aunque sí que puedo ser elíptica y enmarañada cuando tengo días difíciles. Tampoco para esconder mis emociones. Si alguien va a alegrarse de mis dolores y sufrir mis alegrías (y viceversa) es su tema, no mío. No necesito vivir a través de otros, generar conflictos o armar bandos para una guerra que se pelea en el terreno de la imaginación. No necesito pensar que merezco algo de "la Vida".

Sí necesito que sepas cada día que te quiero. A vos, persona especial que estás en mi vida, nunca te van a faltar mi mano extendida ni mis palabras o actos de amor (privados, íntimos). Sí necesito la paz que conseguí a fuerza de darme mil batallas. Necesito de la naturaleza. Necesito mis cuadernos, la escritura, casi como al aire que respiro. Necesitaría vivir al lado del mar o la montaña, aunque sea unos meses por año (aunque esto es un condicional no inmediato ni excluyente; no puedo sentirme desagradecida con la vida que me ha tocado). Necesito, por nombrar algo frívolamente placentero, del mate por las mañanas y un poco de buena música variada en el celular para transitar estos espacios demasiado ruidosos. Necesito la música y las películas que puedo seguir viendo una y otra vez aunque sigan vivas e intactas en el recuerdo. Necesito estímulos constantes para que mi universo interior estalle cada día con una gama de colores diferentes. Necesito períodos más o menos largos de introspección o aislamiento (no puedo evitarlo). Necesito despertar cada día pensando que estoy en el Paraíso, por poco que dure esa sensación al encender la radio o llegar a la calle.

Si apenas una década y media atrás me hubieran dicho todo lo que mis significant others me dicen ahora me habría reído abiertamente. "Es una joda, ¿no?". Ahora la sonrisa es de gratitud e incredulidad. De a poco voy aprendiendo que algunas cualidades que consideraba menores han servido para llevarle algo de felicidad a gente que aprecio muchísimo, que quiero, que me importa. Increíblemente, a algunos desconocidos también. Al final, mi lugar en el mundo es un lugar de servicio: cada vuelta del camino me ha puesto a disposición de uno, varios o muchos. Cada vez son más y hay a quienes no conoceré jamás. Así lo prefiero. Que la energía positiva me acaricie una vez al día, cuando más lo necesito, es todo (y más de) lo que puedo pedir.

Aunque a esta altura de la vida hablar de experiencias como si fueran verdades es indudablemente pretencioso y poco humilde (sobre todo porque el aprendizaje nunca se acaba), creo que puedo decirles sin lugar a dudas que el mayor Maestro es el corazón. Si saben escucharlo, nunca los va a engañar. El problema es que aprender a escucharlo necesita de una cuota importante de abandono, intuición y confianza en uno mismo. Es imprescindible que apaguemos un poco el intelecto y el ego para que la cabeza y el alma queden absolutamente expuestos. Es fundamental también dejar de autojustificarse y aprender de una vez por todas que el "no sos vos, soy yo" puede, efectivamente, ser así tanto como al revés. Hacerse cargo de lo que es cada uno con sus fantasmas, limitaciones, errores y aciertos debe ser la tarea más interminable y dura del mundo.
Como suelen decir algunos de mis muy queridos maestros de la vida, se puede aprender de todo y de todos. Escuchar es un don precioso en vías de extinción. Oír, oímos todos. Escuchar... pocos. "Vengo con puños llenos de verdades" sólo es válido cuando las verdades lo ameritan, o la emoción nos tuerce el paso.
Pese a lo largo que lo expongo, creo que no es tan difícil. Sólo el que se carga la vida de ruido y obligaciones para no pensar corre el riesgo de truncarse en su crecimiento, por más que a su alrededor florezcan comodidades, trabajo, hijos y proyectos.
Yo quiero rendir, al final del camino, mis manos vacías y llenas de callos. Que cuando me pregunten en qué estaba invirtiendo el tiempo de mi vida pueda mostrar algo más que palabra escrita o diplomas en una pared. Quiero sostener la certeza de que en el final, el amor que obtienes es igual al amor que das.
Hasta ahora, cada vez que salgo de un período de silencio y oscuridad, o cada vez que caigo y me levanto, las manos que se extienden hacia mí no hacen más que darme la razón.

Gracias.

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Esta es la música que ilumina mis días, los últimos de calor furioso, y me cambia la cara cuando camino por la calle.