jueves, mayo 31, 2018

Qué es un artista / 1

Para la pequeña familia, y buena parte de la grande, fui La Artista. Era la única que tenía el berretín de leer, escribir, cantar y tocar la guitarra de forma autodidacta. Es decir, todas esas cosas que no dan dinero ni prestigio ni te ayudan a planear un futuro en el que haya una casa, una familia, una cerca de madera blanca y un perro. Pero sí significaban un cierto lustre, una especie de reconocimiento a la inteligencia. Mi capital cultural, la facilidad y rapidez con que asimilaba contenidos absolutamente inútiles para la vida eran prueba suficiente de inteligencia para padres, abuelos y el resto de la familia. 
Para mis hermanos era simplemente la que les contaba cuentos, pero no encontraban en esa facilidad para lo impráctico nada extraordinario. De hecho, siempre consideré que ellos eran los más inteligentes, los capaces de capitalizar pura y exclusivamente la información necesaria para desenvolverse en la vida. Mientras que mi hambre de bohemia planteaba cada vez más obstáculos para vivir, volviéndome una atormentada, una bolsa infinita de intensidades y dolores. 
Cada conocimiento nuevo agudizaba la angustia, cada nuevo talento que me descubría incapaz de desarrollar de manera perfecta derivaba en una frustración insoportable. Quería ser intachable, sin errores, inmaculada. Así como alguna vez aspiré a la santidad (o al menos a la Más Perfecta Bondad Posible), también quería ser una lectora de constancia irreprochable, una escritora de ortografía y caligrafía impolutas. Quería sacarle a mi voz de coloraturas ínfimas el mayor provecho, alcanzar todas las notas posibles del rango, tocar todos los arpegios con cejilla sin cansarme, bailar llevando el ritmo a la perfección. 
No competía con nadie. Nadie era mi modelo. Sólo estaba frente a un espejo imaginario, criticándome por perezosa, por limitada, por poca cosa. Si mi cabeza podía pensarlo, entonces yo debía poder llevarlo a la práctica. ¿Cómo que no? Con voluntad, todo es posible. Y si no lo era, es que no lo estaba deseando con la fuerza suficiente. Eso era evidente. 
Por supuesto que todas estas batallas se libraban en el campo de mi intimidad, la familia apenas recibía los frutos: un cuento bonito, un dibujo prolijo, una canción ejecutada a la perfección sin errar una sola nota, las coreografías y sketches teatrales de las reuniones de navidad. Era tan solemne y daba tanta importancia a mis "porquerías" que quedó para siempre en la familia el mote de La Artista, o La Doctora. Los matices burlones en el mote no me interesaban. Sí, era una Artista. ¿Y qué? Podía ser lo que quisiera. 
Claro que a los diez o doce años se rompíó el encanto y un poco la familia, pero también el mundo exterior me fueron señalando que había que hacer otra cosa con esa inteligencia. Sacarla de la bohemia y ponerla en otro lado. Confinar las inquietudes artísticas al campo de lo eventual, rebajarlas a la categoría de hobby, porque había que crecer para hacer una carrera que diera dinero, para biencasarse, tener hijos, una casa con jardín y cerca de madera blanca, y, tal vez, un perro. 
Empezaba a dolerme no decir más "escritora" cada vez que me preguntaban qué iba a ser cuando fuera grande, pero era más fuerte la vergüenza de recibir la condescendencia ajena o el desprecio con el que descartaban ese sueño. "Ahhhh, pero eso cuando no estés trabajando, ¿de qué vas a vivir?" "Con lo inteligente que sos, deberías estudiar algo que te dé mucho dinero. Podés ser lo que vos quieras".
Pero yo quiero escribir, pensaba. Y cantar. Quiero bailar. Es lo único que quiero hacer, es lo que me gusta.
De a poquito fui metiendo esos deseos, esa respuesta que no volví a dar, en la parte trasera de mi cabeza y confiné la escritura a la intimidad más absoluta. Nadie volvió a pedirme un cuento. Nadie volvió a preguntar "¿¿y?? ¿qué estás escribiendo hoy?".
La Artista se redujo a una anécdota, a un chiste interno, como mi hermana que comía tierra o mi hermano disfrazado con cara de culo para las fiestas del jardín.
Mi escritura, mi canto a voz en cuello y mis coreografías sincopadas fueron a parar al fondo de unas cajas de cartón, exiliadas al ámbito de las cuatro paredes que pude procurarme a golpes de trabajos que no me gustaban. A La Artista la declaré muerta de pura frustración. O mejor dicho, no nacida. Nunca llegué a hacer propio ese título. Me lo dieron otros, en tono a veces admirado y a veces burlón. Y yo lo sentí un estigma, un blasón inmerecido, algo de lo que no estaría jamás a la altura. Así que la maté con mis decisiones, la ahogué, la cagué a patadas en el suelo para que no volviera a jorobar con eso de pasar a primer plano.
Entonces ¿por qué seguía tan enojada?

Hace un par de días, una de mis compañeras de trabajo me contó que su hija de casi siete años pinta unos cuadros hermosos. Que desde muy pequeñita va a taller de pintura. Vi algunos de esos cuadros y sentí una agitación en el estómago, un desasosiego. Algo que tironeó al presente a la Agus que se encerraba a tocar la guitarra hasta que el dolor en los dedos la hacía llorar de bronca, la que mordía la madera hasta dejar marcados los dientes. Los cuadros de esa gurisita me hicieron acariciar con pena la cabeza de la niña que fui, levantándose con el sol incluso los fines de semana, cuando podría haberse quedado durmiendo hasta tarde, sólo por la irreprimible necesidad de escribir. 
Mi compañera dice que los referentes artísticos de su hija la alientan a pintar porque es, sin ningún tipo de dudas, una Artista. No sólo crea sin parar, piensa en dibujos y colores desde que se levanta hasta que se acuesta y se toma muy en serio su formación (¡a los siete años!). También, y sobre todo, está ávida de compartir con el mundo lo que hace y no le cuesta ni mostrar sus trabajos ni dejarlos ir. Pinta y regala, expone, circula. Nada de confinar sus colores al fondo de una caja. Eso que es ella y que nunca me animé a ser, que no pasó del berretín o del mote bromista, es una de las marcas más persistentes de mi vida.
Hoy escribo esta primera aproximación para intentar responder la pregunta, para empezar a desenrrollar la madeja caótica de una herida muy vieja.
A ver si me sale.




domingo, mayo 27, 2018

Cosas que importen

Quiero una vida de cosas que importen. Me traigo el corazón más liviano que el aire y la ciudad me lo aplasta con el peso de la realidad. Así es tener corazón, me digo. Y en mis oídos todavía el rumor del viento, en mis labios el sabor del mar.


Esas primeras líneas durmieron en un borrador que ya cumplió cinco años. Cinco años desde la última vez que vi el mar en Piriápolis. 
Cuando éramos niños esperábamos ansiosos esa primera quincena de enero que significaban el único viaje anual de vacaciones. Después, de vuelta a la casita en Gualeguaychú, a terminar el verano en la pelopincho y bajo los chorros de regadores de casas ajenas. Esa quincena nos llenaba de felicidad a todos y nos daba energías para el año. No esperábamos más porque no había más. Nunca un viaje a Disney ni a otro lugar, nunca vacaciones de invierno en otro lado que no fuera (a lo sumo) el campo de algún pariente. No había más, y estaba bien. No esperábamos otra cosa. Crecimos así, habituados a tener poco y pedir nada. 
No obstante, dentro de mí ardía la curiosidad de otros mundos y otros espacios y crecía una vaga impresión, luego certeza, de que afuera de aquella rutina cíclica de escuela y veraneos sucedían cosas realmente importantes. Las perseguí durante toda la adolescencia en jornadas maratónicas de lecturas compartidas, de talleres de teatro, coro, literatura. En mis primeros trabajos en radio. Trabajando para pagar el viaje de egresadas. En los primeros y muchas veces angustiosos escarceos con mis pares, de los que me sentía más lejana que si fuera extraterrestre. 
Hace muy poco tiempo volví a vivir en Gualeguaychú, la ciudad de la que salí pitando hace veinte años,hambrienta de otras latitudes y experiencias. Desde entonces recorrí gran parte del país pero no salí de él (bueno, un día a Futaleufú en Chile y dos fines de semana a Uruguay). No me recibí, Nunca hice el dinero suficiente ni trabajé lo suficiente en alternativas que me permitieran viajar por el mundo. Hice otras elecciones y terminé de nuevo donde empecé, sin haber recorrido mundo más que por Internet. (Gracias, Internet).
Hice algunas otras cosas que no tenía previstas, como vivir quince años en Buenos Aires (la última ciudad del mundo en la que me interesaba vivir) y casarme, por ejemplo. Salieron bastante bien, la verdad. 
La más imperdonable, sin dudas, fue dejar de escribir seriamente, a diario; tomarme el tiempo de volcar las ideas que llevan años madurando en las tripas, editarlas, descartarlas. 
Aquellos dos años sin escribir, coincidentes con un profundo estado tanático que todavía me respira en el cogote cuando siento que la paso demasiado bien, fueron los peores de mi vida. Tanto así que hay cosas que borré por completo. No hay registro oral o escrito de lo que pasó en esos años, sólo imágenes sueltas. Yo parada en la cocina de un departamento de Flores, mirando la pared mientras sostengo una sartén y pienso que tengo lo que merezco: una relación triste, una vida triste. Las visitas al departamento donde mi abuelo esperaba una recuperación que nunca llegó. Las caminatas con mi madre. El segundo embarazo de mi hermana menor. El sexo mecánico que me llena de la misma forma hueca en que la comida chatarra calma el hambre.
Este blog me hizo llegar al fondo del pozo y dar la patada que necesitaba para sacar la cabeza del agua. Por eso vuelvo a él una y otra vez, en cada cambio de la marea. Quisiera escribir en él hasta que no haya más. No sé si de cosas importantes, grandes logros o sueños de esos que inflaman el alma de expectativas. Sí de cosas que importen, que me importen a mí y quizá a algún otro árbol trunco que ande por ahí dando vueltas. 
Sólo sé tender hilos de palabras para perderse y encontrarse. Es lo único que sé. Y hay tan pocas cosas tan evanescentes y corrompibles, tan volátiles en el tiempo como las palabras. Que sea un hilo de niebla, entonces. Un hilo de certezas que mañana serán otras. O la cortina de humo con la que preservo aquello que todavía no puede (o no quiere) ver la luz. 
Me brindo para no compartirme con nadie, en fin. Las cosas que importan siguen de este lado de las letras.