Córdoba y Cerrito, 8.55 hs.
En la fuente, una pareja muy joven lava ropa. Se intuyen humildes, están serios, tienen ese gesto cansado y sereno de quien se sabe pobre por resignación, pero digno. Sobre un cantero, a pocos pasos, dos niñitas rubias (seguramente sus hijas). La más grande no debe tener más de tres años. Amorosamente extiende un cuadrado de paño rojo, toma a su hermana por las axilas y la arrastra con alguna dificultad hasta acostarla sobre ese nido improvisado. Se recuesta a su lado canturreando.
Córdoba y Suipacha, 8.58 hs.
Una mujer de mediana edad, más bien corpulenta, con pelo descuidado y frissé, circula con ese andar apurado y algo bamboleante que le dan las rodillas vencidas. Lleva un saco de paño largo que no combina con sus zapatos, carpetas y una cartera. En su cara rubicunda, sin maquillar, se lee un gesto de desaprobación mientras conversa, sin mirarlo, con su hijo adolescente, dos cabezas más alto que ella pero igualmente contundente, con los mismos cachetes y el mismo pelo frisado. El protohombre lleva pantalones holgados y un buzo canguro enorme. Me cruzan discutiendo y se mezclan con el resto de los peatones de la avenida.
Miro hacia atrás para abarcar todo el cuadro, antes de llegar a mi propia esquina: al fondo una fuente, dos figuras desalineadas en primer plano.
En dos cuadras, dos realidades diferentes. Iba caminando y me pasaron por delante.
¿Cómo no escribirlo?