Las personas que más me han querido coinciden en el peor de mis defectos aún antes de cruzarse entre ellos. Cuando coinciden en alguna mesa, ya ese defecto está entre los temas de conversación que son casi un chiste interno. La mejor definición de ese trastorno que padezco, y a esta altura no necesito ni decir quién la inventó, es maestrociruelismo. Que vendría a ser una compulsión por corregir casi automáticamente al otro si detecto que algo de lo que dijo no está bien dicho, pero también tiene que ver con esa cierta soberbia del que caminó ya un trecho en la vida, se pegó sus buenos golpes y puede hablar desde la experiencia.
Mi maestrociruelismo es un enorme escollo social. Salvo aquellas personas que me conocen lo suficiente para soslayar esa parte de mí y dejarla arrinconada en un borde como la comida del plato que no te gusta, todos los demás, tarde o temprano, reaccionan con fastidio o directamente con bronca.
Tienen toda la razón del mundo. Si yo no me banco estar al lado de alguien que me fastidia, me corro y ya. No me voy a quedar sufriéndole al lado, nada merece menos el sacrificio de mi tiempo que una persona de la que no voy a aprender nada.
Pero hay algo que también tienen que aprender quienes quieran cuidarse de alguien como yo, afectado de maestrociruelismo. Somos personas inevitablemente sociales, nos construímos a base de experiencias. Y la experiencia, por más que uno sienta que la haga solo, siempre es colectiva. Siempre tiene un impacto en el entorno o está empapada de la mirada, los actos, la intervención de otros. Entendemos que la retroalimentación es fundamental y que sin ella no hay aprendizaje posible. Por eso valoramos mucho que nos permitan escuchar, apelamos deliberadamente a la curiosidad y buscamos ese feedback que te puede dar el otro.
Por eso, también, solemos dar por sobreentendido que quienes vienen a plantear un tema determinado o a contar un dilema existencial (problemas personales, catarsis varias) también esperan algo de nuestra parte. A veces es así, a veces no. El tiempo me enseñó a ir con un poco más de prudencia en mis primeras aproximaciones para no dar con aquellas personas que son una auténtica pared, jugadores de frontón que para lo único que quieren "el millón de amigos" es para poder echar a rodar sus pensamientos con total libertad, pero sin que nadie se sienta obligado a responder.
Con la llegada de las redes sociales, en las cuales el feedback se volvió una hidra de mil cabezas sin ningún tipo de control, se vuelve un poco más difícil no caer en el maestrociruelismo extremo. Son una buena herramienta y aprender a manejarla implica equivocarse tantas veces como es posible: no se puede aprender a ser social de otra manera que dándose con y contra el otro. Ahora, si me tienen que preguntar qué es lo peor de las redes sociales, puedo apuntar derechito con mi dedo a lo único que no vi mutar en todos estos años: la banalización de la vida personal, el fin de la persona privada.
La llegada de las redes sociales y plataformas virtuales varias les dio a muchas personas la posibilidad de interactuar de una forma engañosa, básicamente porque la virtualidad tiene la cualidad de mantenerte en la supeficie sin generar mayores compromisos. Así, compartir una foto de un momento feliz con cientos de extraños de ocasión implica una retroalimentación bastante obvia asociada al momento, pero ¿nos hace eso más cercanos? Contar a los cuatro vientos que estamos enamorados, que se nos murió un perro, que estamos pasando por momentos difíciles, ¿nos hace más abiertos, más humanos? ¿O sencillamente alivia una necesidad profunda, a veces oscura, que no sabemos o no queremos canalizar en privado? Aquí, en el mundo no del todo real de Internet, los límites se borran. No hay matices ni gestos. Afloran susceptibilidades y agresiones cuando la devolución no es la que se esperaba. Pero en vez de volvernos más privados, más discretos, nos vamos volviendo una especie de dualidad o de multiplicidad que difumina (y mucho) lo que realmente somos.
La virtualidad es el terreno perfecto del inseguro y del superficial, del diletante y el vanidoso, tanto como de los miles de outsiders que sienten que "allá afuera" no tienen voz. La diferencia entre unos y otros es un pelín: usás bien la herramienta y te conectás con gente valiosa, con el conocimiento y las oportunidades. Usás mal la herramienta y te volvés un esclavo, en el peor de los casos, y en el mejor una persona disociada que es "afuera" una cosa y "adentro" otra. Tan simple como eso. Pero no se puede ser múltiples sin pisar el palito. Y al final, todo lo que colgás en Facebook, Twitter, Instagram, blogger, tumblr y demás se convierte en mensajes que solo una persona muy cercana y atenta puede filtrar, básicamente porque la modernidad nos empuja a desinteresarnos muy rápido y nadie tiene tiempo de revolver en busca de la verdad entre tanta cháchara superficial y vana.
En una era en que cada vez nos involucramos menos los unos con los otros, "estar en línea" y "estar conectados" se volvieron conceptos recíprocos. Nada más errado. Pero habrá quienes crean que abriendo un grupo de Whatsapp o de Facebook cultivan una amistad con alguien o lazos familiares que sólo la proximidad y el auténtico afecto pueden afianzar. Esos son los que usan las redes para aplacar su conciencia, como el desleal hace regalos cada vez que tiene que cubrir la macana. Las llenan de citas ajenas, tiros por elevación, debates sin sustancia, palabras de amor a una persona a la que diariamente no le demuestran con acciones el afecto que proclaman en letras mayúsculas para que los demás miren. En persona, quizá hasta se muestren elocuentes y sociables pero con una tendencia a distraerse cada vez que alguien hable de algo que ellos no entiendan o no compartan. O son extremadamente callados, o extremadamente elocuentes. Pero nunca, nunca jamás abandonan la superficie. No les gusta profundizar, porque profundizar en algo es comprometerse, es cambiar (y, por ende, asumir que algo anda mal), es bancársela. Y cuando viene una piedra a romper la armonía del charquito, reaccionarán con incomodidad envenenada.
No siempre una persona callada es una persona "privada" o discreta. La persona callada a veces pasa por discreta, pero lo que tiene es una feroz tendencia a meterse dentro de sí. Yo me quedo con los discretos, porque casi todos ellos son personas privadas; suelen ser los que realmente aprenden y, por ende, se convierten en los mejores maestros. En la oficina tengo la suerte de tener a un par de estos ejemplares y por eso puedo ir contenta todos los días a trabajar. Ese par hace que el resto se haga más llevadero. Lo mismo me pasa con mi familia, amigos y conocidos de hace años, conocidos más recientes y extraños de ocasión: hay de todo como en botica.
Tengo la mejor relación que puedo tener con cada persona que conozco, desde la más tibia cortesía hasta el amor más febril. Pero a los que encajan mi maestrociruelismo los aprecio mucho más, les agradezco más, tiendo a hacer más por ellos. Que encajen mi defecto no quiere decir que simplemente "me aguanten". Muchas veces saben, y con gran calidad, mandarme a la mierda revoleándome cosas. Sin ellos no habría aprendido prácticamente nada en estos últimos años, porque aunque soy una adicta a la experiencia personal, también he tenido un éxito enorme probando opciones que nunca se me hubieran pasado por la cabeza. Por contraintuitivas, por revolucionarias o porque eran demasiado sencillas.
Llevo treinta y cuatro años de una vida plena que disfruto a fondo y sin miedos. Llevo casi veinte años de mi vida haciendo uso y abuso de Internet. El precio de ese aprendizaje no fue demasiado alto, en verdad; ya he dicho que soy una chica con mucha, mucha suerte. Hasta conseguí pulir un poco el maestrociruelismo, aunque no del todo y por eso retomo aquí: intento convertirlo en herramienta. Sé bien que la experiencia personal es intransferible en todos los casos. Pero esa misma experiencia me enseñó que hay ojos y oídos atentos, que todavía hay manos ansiosas de revolver en la hojarasca, que por fuerte que sea la neurosis hay ideas que se pueden colar por una grieta y cambiarte la vida.
Entonces, hablo. Escribo. Debato, opino. Busco la proximidad, aunque muchas veces reciba delicados y no tan delicados rechazos. Insisto un par de veces, me llamo a silencio y eventualmente desaparezco, porque así como habrá quien no me banque las palabras, tampoco tengo tiempo vital para perder en quien sólo busca expresarse en la superficie y
jamás moviliza un cambio.
El corolario de mis muchos años de aprendizaje es este, y es muy simple: Publicar en una red social es lo mismo que contar tus temas en una ronda de amigos, casi siempre va a haber alguien que acote algo. Sobre todo si son amigos de verdad o gente que te quiere, que está pendiente de vos. Si no querés que te devuelvan las pelotas, no cuentes tus cosas a todo mundo ni las publiques en internet.
Pocas veces sentí más alivio que en esas ocasiones en que me pude plantar frente a alguien para decirle "tenías razón, y gracias a vos pude ver algo que no veía". Hoy son todos mis amigos, mis hermanos, mis maestros, aunque haya distancia física de por medio. Sigo leyéndolos entre líneas y aunque jamás publico en Facebook que estoy triste o tengo momentos bajos, ellos siempre saben. Llaman y escriben, aunque les cueste, aunque no tengan tiempo, porque saben que yo hago lo mismo por ellos. Porque como yo aman vivir la vida y le dan tanto valor que no necesitan prender la computadora o mirar el smartphone para sentirse cercanos.