domingo, diciembre 21, 2014

Un cuento (y un recuerdo) para Navidad

No será el mío, aunque siempre lo estoy masticando en mi cabeza. Saldrá cuando quiera o cuando esté listo, como me hacen todos desde que somos chicos. Lo que más me impresionó cuando comencé a leer sobre reproducción humana fue que las mujeres ya nacemos con todos los óvulos que lanzaremos al mundo una vez al mes durante todos los meses de nuestra etapa madura, hasta que no quede ninguno. Mis historias son como esa semilla. Sólo que no tienen regularidad ni obedecen a ciclo alguno. Vienen de algún rincón de mi cabeza, empujando la memoria o el sueño con la potencia de algo anterior a la vida fuera del útero.
A los otros intuitivos padres estériles en lo biológico y máquinas pulsionales de hijos de ficción/no ficción los reconozco en un parpadeo. Truman Capote entre ellos. Uno de los cuentos que más disfruté leer fue este: 


En mi primera lectura emergió punzante, instantáneo, el personaje de Sook. No es el hilo conductor de la trama. Aparece en la apertura y el cierre del relato. Aún sabiendo que parte de esa estampa (si no toda) surgía de la propia vida de Capote, que ya me apasionaba hasta el punto de devorar sus ficciones buscando puntos de contacto con su cabeza torturada, suspendí la obsesión capturada por la inocencia de esa tía vieja. 
Hace un par de días murió Rosa. La Rosita. La que nadie llamó tía, sino simplemente Rosa. La que apenas sabía escribir su nombre afirmando bien la lapicera y cuyos primeros años se pierden en la sombra de un pasado que no dejó herederos. Rosa, la inocente de la familia, la entenada de risa explosiva, malversadora del lenguaje. Rosa, que acompañó a mi bisabuela en sus mejores años hasta el final de los días y que pasó después a ser acompañada por nosotros, los que la íbamos dejando atrás.
Rosa, que me enseñó el truco para enjuagar la ropa y colgarla de la cuerda de forma tal que podía después guardarla sin arrugas, también cebaba los mejores mates de té de Gualeguaychú. Tenía una suerte increíble para la quiniela, justo ella que no comprendía totalmente el valor del dinero. Le gustaba su prolija rutina familiar, alterada cada tanto por los nacimientos y muertes que no parecían tocarla demasiado. Le gustaban los animales. Le gustaban los niños. 
Hace un tiempo largo empezó a envejecer. Por suerte, casi no se dio cuenta. Rosita apenas registraba el dolor. Se quejaba más bien de los cambios en su entorno, de las interrupciones cada vez más largas del ritmo de la casa, de un cansancio inexplicable que no le permitía caminar derecha y rápido. 
El deterioro de los inocentes es un latigazo que se los lleva en poco tiempo. Suerte que Rosa nos duró tantos buenos años. Tuvo una vida larga y feliz en la que recibió y brindó muchísimo amor. Rosa es para tres generaciones de la familia una marca de nacimiento que no se borra. Una compañera en nuestra infancia, un fastidio en nuestra adolescencia, una tía muy querida para la eternidad. 
Agradezco profundamente que hayas sido parte de nuestras vidas.



El resto es silencio. 

domingo, diciembre 14, 2014

Eclosión

Acá hay un cuento que escribí en medio del vómito de todos estos años.

"Eclosión", en revista Otros Círculos.

viernes, diciembre 12, 2014

Border Line

Ejercer la empatía es transitar una delgada línea entre la mirada del depredador y la de la presa, sin saber bien a quién tenés enfrente "hasta que..."
Ni la mirada más transparente deja ver la intención cuando el psicópata es bueno. Conocí muchos muy buenos, pero el cuerpo también habla. Por eso no miro solamente a la cara, ni espero concentrar la atención en mí. Distraído, el objeto de estudio me revela todo lo que quiero. Más temprano que tarde.
La eficacia del depredador está en su capacidad de capturar primero con la mirada, después con una especie de devoción que no es otra cosa que un calculado interés. Dirá justo lo que querés escuchar. Tendrá gestos medidos de sensibilidad. 
Todos los gestos estudiados son iguales. Siempre. El tema es distinguir si esa sensibilidad aprendida es producto de una necesidad real de experimentar sentimientos y emociones genuinas, o apenas otro cazabobos. 
La realidad puede ser mejor que la expectativa, pero el delirante tiende a preferir su fantasía primero, recreándola mentalmente durante un determinado tiempo; luego buscará su concreción. Más a cualquier precio cuanto más delirante.
Lo bueno es lo malo de todo esto: nadie es infalible. Ni para protegerse ni para salirse con la suya.
Leer mucho ayuda a entender, pero nada abre tanto la cabeza como la búsqueda del conocimiento de los Otros que te rodean, con la misma curiosidad y atención que te dedicarías a vos mismo.
Funciono, como muchos de nosotros, a fuerza de paranoia. Pero la tengo tan naturalizada que se siente como si llevase un sistema complejo de alarmas revistiéndome por completo. Mi coraza es la exclusión del otro, su recategorización en depredador o presa. 
Estaré a salvo mientras no me convierta en presa.
Mi objetivo vital es la supervivencia para poder seguir viendo estos tiempos con ojos bien abiertos.

Transito la línea cada hora de cada día, en cada espacio abierto y cerrado. 
El abismo vive en mí.




lunes, diciembre 01, 2014

...como se aman los solitarios

Si yo te contara, pienso mientras mis dedos tipean frases de elegante y esquivo flirteo en el teclado. Si pudiera decirte todo lo que soy realmente, cómo me siento por las noches cuando me voy a dormir, quizá entenderías. Pero ni siquiera me ves ahora, por suerte no tengo webcam; ni siquiera me ves en remerón y chinelas, el pelo revuelto y sucio de dos días sin bañarme. No ves que a mis pies hay un envase de cerveza vacío, otro a mi lado en la mesa de la compu y un tercero en la heladera.
Si me oyeras hablar ahora te darías cuenta de lo mucho que me cuesta articular una sola palabra. ¿Y si me vieras, qué? ¿Y qué si me escucharas? ¿Preguntarías por qué me estoy haciendo esto? ¿Querrías saber más? Yo no te diría nada. Nada. Me quedaría metida en esta cueva mental, los labios apretados en una sonrisa helada que es el candado de mi alma, desafiándote a leerme solo con tus ojos. 
Mientras escribimos cosas que empiezan a erizarme la piel y tenemos epifanías capaces de parar el tiempo, pienso en todo lo que no te he dicho pero que ya intuís: que te miento en la edad (sin decírtelo), en el aspecto físico (sin decírtelo); en la situación sentimental que nunca se menciona. Que al esconderme entre palabras te estoy mezquinando Agustina, que mientras creo que te estoy abriendo el alma apenas estoy demorando el momento de la salida. 
Porque sigo encerrada en un metro cuadrado con plantas de plástico y una claraboya intentando pensar que estoy en un mundo interior rico, vasto. Hace años que me apagué, esa es la verdad. No sé desde cuándo. Gracias a nuestras charlas empiezo a echarle la culpa a esta sociedad caníbal a la que yo misma decidí mudarme. Es un comienzo, un paso; ponerle fecha a esta depresión. Todavía me falta darle nombre a otras carencias. Todavía no asumo que estoy en depresión. 
Pretendo ser una mujer misteriosa, extravagante, incomprendida y de profunda belleza interna, oscura y atormentada, citando a músicos que nos gustan a los dos. Citando a Tolkien, a la Biblia, a Leonard Cohen. Y mientras yo creo que te vendo a Brigitte Bardot (pero a los setenta: tortón y arrugada, rea y malhumorada), vos comprás a Jane Birkin. Me imaginás morocha y de huesos menudos, mucho más chica que vos en físico, aunque más próxima en edad. Y en este juego se nos va la vida. Vos, desnudo y sincero en cada letra; yo, bicho bolita, enroscada e hipócrita. Tratando de avisarte que es momento de huir de mí antes de que sea tarde, pero sin poder evitar quererte, pedirte en muda manipulación que te quedes.
¿Cómo puedo decirte que te quiero sin que huyas? Pero te quiero. Recién empecé a chatear con vos hace cinco días y ya no puedo vivir sin tus palabras, sin ver parpadear la única ventana de MSN que tengo abierta ahora (antes podía atender siete, diez conversaciones a la vez; ahora no quiero, me olvidé cómo se hacía). ¿Te quiero o me estoy encaprichando de nuevo? ¿Ya te hablé de los mecanismos de mi obsesión? ¿De cómo mi cabeza se agarra a una idea y no puede parar? ¿De que convierto en cenizas todo lo que toco? Ah, me hablás de otras mujeres, de tu corazón en ruinas, de tu falsa apariencia de estabilidad, de tu frialdad y tu reticencia a los abrazos. Y me envalentono, y te digo que soy Ungóliant; que no paro hasta conseguir lo que quiero y que ese objeto de deseo nunca es poca cosa. Yo quiero la luz de todo lo que existe, la que está enterrada en el corazón de los hombres heridos y sensibles como vos, porque hace tanto que no brillo que creo que ya no tengo una luz propia. Nos enredamos en la historia de los Silmaril y mi amenaza queda en suspenso. 
Ya la recordarás. Mientras, seguimos escribiendo.


La música que llega a tu vida por una razón y se queda como banda de sonido de algunos momentos no necesita justificación alguna. Casi todas las canciones de este álbum definían una época... claro que, mientras lo escuchábamos, no nos dimos cuenta. 

martes, noviembre 11, 2014

Tiempo

Los niños de mi vida tienen su propia sensibilidad. Justo en el umbral de la adolescencia, cuando se me escapan, puedo reconocer un poco de lo que serán. En ese umbral los dejo para que más adelante puedan buscarme por sí mismos si lo necesitan, y me vuelco (no tan) inconscientemente a los que me quedan cerca, en la parte más interesante de la infancia: cuando afloran los miedos, el reconocimiento del Otro, las primeras preguntas que no empiezan con "¿por qué?".
La peque me dejó abrazarla, hecha un bollito en la cama al final de un día largo en el que nada salió como ella quería. Después de haber llorado mucho y de espantar la tristeza con un chiste (su mejor amiga tiene una enfermedad rara, no la está pasando bien) se hizo un silencio entre las dos. Al final de la pausa estaban sus palabras, las que quiero recordar para siempre:
"Esto puede sonar raro" dijo con una sonrisa vergonzosa "pero voy a tener ocho años una sola vez en la vida". 
Y me miró haciendo una mueca de pánico.
Ella, ocho años recién cumplidos, tiró esa frase prolijamente armada después de un importante estallido emocional. Es fácil darse cuenta de que no estaba simplemente repitiendo como un loro algo que escuchó (seguro se lo dijo su madre cuando fue a consolarla). Cuando la miré a los ojos, supe que ese pensamiento ya es parte de ella y que puede comprenderlo
Así que repregunté:
"¿Creés que va a ser un año importante de tu vida?"
Hizo que sí con la cabeza, muy convencida, y replicó, como siempre, con otra pregunta:
"¿Cuál fue el año más importante de tu vida?"
Me obligó a pensar lo suficientemente rápido para no perder su atención. Le conté que creía que el más importante era 1992, e improvisé una lista de sucesos:
- Fue mi último año de escuela primaria, y me separé de muchos amigos que quería.
- El primer chico con el que me "arreglé" cortó conmigo avisándome a través de un primo.
- Escribí mi primera novela corta.
- Me iba bastante mal en el colegio y no tenía muchos amigos porque era chinchuda y peleona. Eso me hacía estar mucho tiempo sola para leer, pensar y escribir.
- Tuvimos el primer divorcio en la familia.
- Murió mi abuelo paterno.
Lo del abuelo la impresionó mucho: ella todavía tiene a los cuatro vivos. Por las dudas, le aclaré que con ese abuelo no teníamos mucho trato, que no era igual a su Tata, pero que igual me dio mucha tristeza cuando murió. No le dije que había visto llorar como nunca antes a mi papá (su abuelo) ni le hablé de la angustia que me quedó en el pecho mucho después de salir del velorio. Pero necesitaba decirle algo que la acercara a la niña que fui entonces y que se parecía a ella más que a ninguna otra de la familia.
Le conté que al día siguiente de la muerte del abuelo tenía un cumpleaños, el último que festejaba conmigo una de las compañeras que perdí en el camino al secundario. Que me habían insistido mucho para que fuera y que mis papás estuvieron de acuerdo en que yo debía ir. Recuerdo incluso la ropa que llevaba puesta: un pantalón de corderoy rosado, una blusa clara de mangas cortas, el pelo en media cola con una cinta de raso blanca. Llegué, entregué el regalo, comí y me pasé el resto del cumpleaños hamacándome sola al costado del patio. 
Sin estar exactamente acongojada, sentía que le debía a mi abuelo un par de días de silencio mientras ordenaba mis sentimientos hacia él, las sensaciones que me generó encontrar a la parte de la familia que no trataba nunca, la extrañeza al verlo en el cajón. Se lo expliqué lo mejor que pude sabiendo que me iba a entender aunque jamás hubiera vivido algo parecido. 
"Entonces" dijo "un año importante en la vida sería cuando te das cuenta de que pasa el tiempo y que no vuelve".

Sí, diría que es casi exactamente eso, mi amor.



sábado, octubre 25, 2014

to see with eyes unclouded by hate

Conócete a tí mismo, me dijo al oído un segundo antes de que el cirujano me quitara el cordón del cuello.
Tengo registros muy precoces de la voz que me habla usando mi propia voz, nací con los ojos sin vendar, nada del mundo se me escapa.
Entonces, el velo de los otros como capas traslúcidas. Una sobre otra hasta que mis ojos no pueden ver bien. Recurro al hambre. Olfato y gusto sobreexcitados borran el tacto, el dolor tarda en llegar a mi cerebro hasta que es muy tarde. 
Las capas siguen acumulándose. Pasan los años.
Hago cosas muy malas por dar palos de ciego en la oscuridad, víctima y ejecutora de una curiosidad que es más desesperación que vocación de supervivencia. Por alguna razón, no pierdo el camino del todo. Conócete a tí mismo, con los ojos bien abiertos. Aprendo a caminar para aclarar la cabeza y me vuelvo una vagabunda estético-emocional que no puede parar de ver alrededor. El objetivo se demora, pero el conocimiento al alcance de la mano es tan abrumador. Tan tentador.
Ser parte de otros es una idea que seduciría a la misma Obsesión. Hurgar en otra mente, ese impulso tsunami. Virtualmente imposible de detener.
No soy un robot, pero a veces me muevo como uno. En los días de angustia, envuelta por la bruma negra, llevo la sombra a todas partes. Alrededor se hace el silencio, como cuando se callan los pájaros en el bosque. La fiera va herida buscando algo. Dejo de interesarme en los otros y sudo alquitrán, balas, fuego.
Cada tanto esgrimo el cuchillo que rompe los velos para permitirme espiar las verdades del mundo con los ojos bien abiertos. Y aunque cada grieta es una herida que duele como ninguna, aguanto cada vez más tiempo el cuchillo, buscando el camino al mundo originario.


(este video es una obrita de arte del montaje. Acompaña la música de Peter Gabriel una selección de escenas de la película "Mononoke Hime" de Hayao Miyazaki, posiblemente una de las películas que más veces vi en mi vida).

martes, octubre 14, 2014

Angustia oral

Todo lo que como está muerto. La carne, las verduras, los lácteos, los granos. Cada cosa que tomo para nutrirme fue fulminada, arrancada, procesada, devastada antes de llegar a mi boca. Y algo en mí sabe que aunque cada porción de alimento empezó un proceso de vida aparte con la descomposición, una colonia de bacterias no baila en mi boca como lo haría un trozo de carne todavía caliente, o una hoja espléndida de lechuga tomada directo de la planta. 
Cuando era chica me gustaba tumbarme en el pasto boca abajo y arrancar los macachines para comerlos pétalo a pétalo hasta llegar al cáliz, lo más rico de todo, con una dulzura que no existe fuera de la propia flor. El tallo era tan tierno que me ponía contenta solamente de morderlo. Chupaba los tallos de las flores silvestres como otros niños chupaban los caramelos Mielcita. Pero la primera flor que ejecuté a dentelladas fue un jazmín del país, y su gusto se reveló tan distinto del aroma que me dejó impactada. La carnosidad de los pétalos y su astringencia simultánea eran una contradicción que me volvía loca. Nunca más, juraba cada vez, y cada vez caía en el hábito. Las primeras rosas (y las últimas) regaladas por un novio. Los rabanitos de la huerta de la Gringa. Moras y hasta la comida de los perros. Todo me incitaba a morder.
Mi voracidad es atávica. No sé de dónde viene. Me cuentan que cuando era un bebé que todavía no sabía hablar ni caminar, aplaudía y chillaba en mi sillita alta cada vez que el plato de comida llegaba a la mesa. Que arrancaba las plantas del patio de los abuelos y a veces las mordía. Desde que tengo memoria estoy en las cocinas o al lado de la parrilla observando a madres, tíos y abuelos en el acto de cocinar. Lista para robarme algo. A los seis sacaba de la heladera un paquete de salchichas de viena que comía a escondidas en el lavadero, una tras otra hasta que me dolía la panza. Comía a cualquier hora y en cantidades alarmantes. 
Carne cruda, masa cruda, semillas, granos sin tostar, bichos de mar vivos y frutas directo de la planta con la rapidez y la angustia del que sabe que se está despidiendo. Comía con lágrimas en los ojos o riendo como una maníaca. Si dejaba de comer, era grave. Alimentarme es mi vida. 
Nunca estaba satisfecha. Nunca estoy satisfecha.
Los apetitos te forman y te cambian, al mismo tiempo que se forman y cambian. El anhelo detrás del apetito, la famosa ansiedad, es un pozo que no tiene fondo. Sé que hay un tabú detrás de mi deseo porque cada vez que veo una rosa y se me hace la boca agua, cada vez que sostengo algo vivo entre mis manos, cada vez que un ser humano se brinda indefenso a la engañosa seguridad de mi abrazo, el caníbal en mí descoyunta las mandíbulas en un grito sin sonido que taladra la tierra y es el origen de todos los terremotos que sacuden mi mundo.


jueves, octubre 09, 2014

Plan de fuga

Empezó con la alarma del celular, la mañana de un día cualquiera. En mi celular siempre hay seis alarmas: tres fijas y tres móviles que voy editando según las necesito. Las apago y me levanto sin hacer ruido. Todas las mañanas empiezan igual, llenas de posibilidades; no sé lo que es levantarse de mal humor. Nunca preveo bien cómo va a ser el día. Tengo un techo sobre mi cabeza, qué importa si la ventana da a una calle semicortada y repleta del tránsito y del ruido de Buenos Aires. Tengo un trabajo, tengo una vida plena que disfruto a fondo, obligaciones como las de cualquier otro y una pizca de neurosis por despejar, pegaditas a los sueños que quiero cumplir.
Esa mañana cualquiera me descubrí incómoda nomás apagar la alarma. Físicamente incómoda. Por primera vez en muchos años, tuve rabia de tener que salir a la oficina. No era la sensación de "ufa, hay que salir a la calle" o "hay que laburar" que todos conocemos en algún momento de la vida. Era una sensación bien de mierda, una cosa negra y viscosa que se pegó a mis huesos y ya no me abandonó más. Era la anticipación de ocupar un espacio que no siento propio ni prestado, en un lugar donde siempre estoy incómoda. El hábito de ser agradecida me impedía darme máquina con la idea, pero esa mañana no hubo manera de frenar el malestar.
No quería vestirme. No quería salir de la casa. No quería hacer otra cosa que volver a la cama a mirar el techo y retomar lo que fuera que estaba pensando antes del sonido de las campanitas del celular. Por supuesto, y como soy una buena salvaje, reprimí cada impulso. Me vestí, desayuné, me fui escuchando la radio. La apagué no bien llegué a la parada del colectivo porque tampoco soportaba a los conductores del programa. Abrí y cerré todas las aplicaciones buscando algo que me sacara la sensación de mierda de encima. No hubo caso.
No voy a profundizar en lo desestabilizador y tortuoso que fue ir todos estos días a trabajar sin ganas, amargada, exprimiéndome las neuronas para intentar definir qué, qué, QUÉ MIERDA está pasando que ya se me cortó el hábito de la buena onda, que no puedo formular un solo pensamiento positivo aunque los siga teniendo, que no puedo parar de pelearme conmigo misma y esto va a terminar con peleas en el entorno porque el malestar ya se volvió indisimulable.
Mi cabeza es una habitación desordenada, llena de cajones que aparecen y desaparecen, que cambian de lugar y de forma. Estoy acostumbrada a ese movimiento interno porque es hijo de mi conciencia. Últimamente ando poniendo un poco de orden en los cajones que conozco mejor y es posible que algo que toqué esté generando esa incomodidad.
No se puede ser feliz en todos los ámbitos, me enseñaron desde muy chica. A veces hay que hacer cosas que no te gustan y cuando sos grande se pone peor. Muchas veces hay que renunciar por causas mejores, proyectar para un futuro, darle espacio a un Otro. Esos mantras saltan de los cajones al piso todo el tiempo y tengo que ponerme a levantar los pedazos. Hasta que me canso y no ordeno más, no junto más, no sostengo más nada. Quiero caer de rodillas en el desorden y gritar hasta que la voz se rompa y se vuelva chiquita de tan poco aire en los pulmones.
Entonces lo vi, un segundo. A todos los cajones ordenados. No sé cómo ni cuándo pasó, fue apenas eso: un segundo. Me sequé los ojos y todo seguía igual: las puertas batientes, cortinas ondulando con el viento, papeles tirados, cajas y un montón de talismanes regados por ahí, llenos de polvo. Alguien me tomó de la mano y me dijo al oído: "Equivóquese". Y todo volvió a tomar un ritmo: las alarmas, la rutina, las no ganas de vestirme, salir a la oficina, hacer las cosas que hace cualquier ciudadano promedio, volver a casa.
Hay una pequeña diferencia ahora, sin embargo. La diferencia entre una media del derecho o del revés: ahora trabajo en casa, lo que quiero ser y hacer está en casa todo el tiempo. Pero no lo puedo apagar cuando me voy de aquí, continúa cuando duermo y se lleva como el culo con los celulares, las alarmas, las distracciones y la cotidianeidad.
La incomodidad persiste. El movimiento, ese territorio que creía tan mío, puede ser un lugar tan inhóspito como la quietud misma.

lunes, septiembre 29, 2014

Duelo

(¿ven el videito ahí abajo? habitualmente lo pongo para que le den "play" antes de leer. gracias)

Mis sueños se volvieron vívidos 24/7 desde agosto, no puedo registrar el momento preciso pero sí lo que yo estaba mirando del otro lado de la realidad: un techo de vigas de madera con anillas metálicas incrustadas estratégicamente. El sonido ambiente: pájaros, viento entrando por ventanas abiertas. Perfume a menta y romero. Me desperté y desde entonces cada día de cada semana mis sueños son vívidos y hay elementos que se repiten.
Hay una secuencia perturbadora. Estoy frente a un camino que lleva a las montañas, entre el silencio cargado del bosque poniéndose en pausa y el sol derramado sobre todas las cosas. Alguien sale de entre los árboles y se para frente a mí para desafiarme en un lenguaje que no entiendo. Reconozco al cuerpo que habla aunque no comprenda las palabras: soy yo, parada frente a mí, a menos que la que creo que soy yo sea en realidad otra persona. ¿Cómo saberlo? Me toco la cara. Qué curioso, cómo después de treinta y cuatro años de tocarme la cara a diario no soy capaz de reconocer mis rasgos por el tacto. El pelo parece mío, las manos las reconozco. Debo ser yo y por alguna razón, me estoy batiendo a duelo conmigo misma del otro lado de la realidad. Donde todo es posible. Donde vivo hace meses. 
El lugar de donde nunca debería haberme ido. 


martes, septiembre 09, 2014

Felicidad imbatible

Una noche de nuestras primeras volvíamos del cine y algo se rompió en mí. Salí llorando y seguía llorando cuando entramos al departamento. Lloraba sin poder decirte nada, sin poder darle una explicación a tu cara de angustia. Lloraba porque tenía el pasado y el futuro atragantados en el pecho y creía que no iba a poder desatar jamás el nudo de la culpa. Años después pude poner en palabras lo que pasó esa noche. Cuánta paciencia en todo este tiempo, ¿alcanzarán los días por venir para agradecerla?
Me cuesta hablar de lo que llevo adentro. Puedo llenar los espacios con chorreras de anécdotas y relatos divertidos o tristes de una época que ya pasó. Puedo analizar en retrospectiva casi todas las cosas, aunque a veces elija seguir tergiversándolas porque no hay que dejar que la verdad arruine una buena historia, ¿era así? Y yo nací para transmitir. Nunca sé qué. No sé si bien o mal. Es para lo único que soy buena.
Cada vez que siento que viene el terremoto, alejo a todos los que quiero de mi lado pero a vos te pido que te quedes. Es la primera vez que le pido a alguien "quedate, no te vayas". Cada primera vez juntos es fundacional. Salgo transformada de cada una de ellas, igual que vos. 
Te vi resurgir con fuerza nueva de lugares imposibles, cómo no voy a creer que sos capaz de soportar estos temblores. Acurrucada en tus palabras y silencios soy la que nunca me permití ser: una niña que busca protección. Nunca me cuidó nadie. Fui la primer flecha disparada y todavía corto el viento sin saber a dónde voy. Vos, clavel del aire, llegaste y con firmeza te acoplaste a mí, sabiendo que podés seguir de largo cuando quieras. Que yo puedo seguir de largo cuando quiera. 
Es tiempo de empezar cada día. Dejo el lastre en tierra, olvidate que alguna vez fuimos humanos. Nacimos para esta felicidad esquiva hecha de instantes perfectos y tantos tropiezos. Somos los tuertos, los tullidos, las ruinas de algo hermoso. A cada rato estamos por explotar. Gracias a esta comunión extravagante y pagana, el napalm se transforma en fuegos artificiales para que los de afuera no tengan miedo. Bien que hacen; conocen nuestro potencial de incendio. Desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche planeo en el aire buscando el lugar donde finalmente creceremos. 
No me sueltes, también tengo la fuerza para cargarte si hace falta.

martes, septiembre 02, 2014

Quickie

Este es mi refugio, mi templo. El reino de lo escrito. No importa cuánta ansiedad tenga encima si hay a mano elementos para escribir. Me lo repito desde que me levanto: estoy en el paraíso. ¿Por qué? Si todavía no consigo alcanzar todos mis sueños, si la plata no alcanza, si los proyectos siguen siendo apenas proyectos. Estoy en el paraíso porque me despierto cada día sana y lúcida, con la mente clara, dispuesta a trabajar por esta ciudadela móvil que todavía no encuentra el suelo donde afianzarse.
Empiezo a entender que puedo ser una en gajos para siempre. Estoy bien con eso.
Hago las llamadas necesarias. Me permito equivocarme sin pedir disculpas. Dos logros de este año, y cómo cuesta desafiarse todavía, y cuánto falta. 
La Agus que hilvanaba historias taconeando guillerminas en el damero de la Villa creció y se volvió un monstruito anarquista que nunca está completamente cómodo en ninguna estructura, que todavía intenta sacudirse rótulos, buscando salir del cuadro. Una cosa amorfa que lo único que tiene de armonioso es esa música de fondo, la canción perfecta con la que fue pensada y engendrada. Poco más. 
Soy una chispa vital ambulante y a veces la sobrecarga me taladra la cabeza. Soy caprichosa, inestable, iracunda. Menos que muchos de todos los que me rodean; ellos no se dan ni cuenta de que los miro desde el suelo mordiéndome las uñas. 
Escribí esto en cinco minutos sin corregir ni repensar porque tengo que salir a la calle de nuevo, y no saben lo que le cuesta a quien ganó la paz en su casa volver a la vida fugaz de cientos de extraños que gritan en silencio. 
Lo escribí porque escribiendo me doy fuerzas. Cuando no tenga ningún otro soporte, lo tengo claro, escribiré en la piel. 
Nada que no haya hecho antes.

domingo, agosto 24, 2014

Crioamante

Soy de las palabras, sean escritas o pronunciadas. Soy la esclava de las palabras. Cuando no salen, me tienen atada al metro cuadrado del sótano con una ventanita chica allá arriba. Cuando salen pueden convertirse en un tsunami, algo monumental y catastrófico a la vez. Son mías y las uso como quiero, excepto cuando otro encuentra palabras mejores y me tira de vuelta al sótano, a pan y agua hasta que descubra la manera de volver a contar.
De un tiempo a esta parte está sucediendo que los demás agitan el caldo y las palabras llegan solas a mí, como latigazos. Como luciérnagas. Y yo, que soy medio miope y encima ya me acostumbré a los golpes de lucidez, tengo que salir a correrlas para entender de qué están hechas, qué quiso decir esto, cómo puedo reproducir la imagen que se acaba de formar en mi cabeza. Los que me hablan en estos años post-crisis de los 30 no tienen idea de la monstruosidad que ayudan a generar con sus palabras. Hablan de ellos, pero hablan de mí. Cuentan su vida y despejan ecuaciones que aclaran un poco la mía. Lo que me acerca a todos estos nuevos extraños desarma mi identidad y la pone en duda. ¿Qué fui todo este tiempo? ¿Qué puedo cambiar?
¿Qué pasa con lo que no cambia con los años?
Por ejemplo, este amor por el clima frío. Mi imposibilidad de fastidiarme aún si el frío me hace pasar una mala noche. La alegría enorme al sentir la cara escarchada, los pulmones llenos de un aire doloroso y cortante. Los dedos dormidos, los labios azules, el abrazo del frío húmedo que usa mis piernas de raíz para treparse por los huesos hasta el cráneo. La muerte blanca, quedarse frío, Jack London, las crónicas de los exploradores polares, "Viven!", mis inviernos de enfermedad y soledad. También los pasos de ballet en un césped helado, puños infantiles quebrando la superficie helada de una palangana para que los animales puedan beber antes de mediodía. Tanto positivo, tanto negativo, y pese a las asociaciones dolorosas amar el clima frío, preferirlo al abotagamiento del calor.¿Por qué esto no cambia con los años?
La epifanía personal es una astilla bien clavada que un día asoma, por cansancio de la misma piel o porque la podredumbre pulsa debajo para que salga. Hay astillas con las que nacemos sin saber y se disuelven despacio hasta volvérsenos parte. Son las insacables, y cuando encuentro una intento entender qué función cumple, cómo me afecta, cómo llegó, cómo la anulo. Las otras son mi obsesión, las que se pueden extraer, estudiar. Las que tienen interpretación y, quizás, una cura. 
Por ejemplo, este amor por el clima frío que me acostumbré a no explicar y que es la punta de una astilla que asoma bajo un abceso particularmente grande. Los amores, todos esos amores más grandes que la vida, todas esas pasiones que no tienen explicación porque son emoción pura. Detrás de esas manifestaciones engañosamente simples, placenteras aunque pequeñas, insignificantes hasta para darles categoría de compulsión, están las tormentas.




martes, agosto 19, 2014

Elipsista

Quisiera tener algún talento que me gustara exhibir. Quisiera no tener las cosas tan borrosas. Quisiera empezar a reconocer que todas las palabras duras que alguna vez dije y escribí también hablan de quién soy y cuáles son mis miserias. Los puntos débiles me los reservo, porque tengo un deseo mortal pero no voy a mostrar el flanco, no soy tan fácil. No soy nada fácil, en verdad.
Vivo con todos mis vivos y muertos a cuestas, no me los saco ni para hacer las cosas que más me gustan, pero puedo apagarlos si quiero. Sabrás disculpar que no cargue con vos, tengo que dejar lugar para futuros muertos importantes. Aunque podés ser el muerto de otro, si querés. 
Mi deseo para el fin del mundo es convertirme en otra Jean Baptiste Grénouille, creando una paradoja que me borre de otras vidas. Tirar una bomba de humo que los que valgan algo puedan atravesar si el deseo es sincero. Eso busco cuando me desbarato en palabras: confundir, alejar, diluírme. Desvanecerme de la memoria del indeseable y el dañino, ser un agujero en la tierra del que salió un árbol que nadie sabe quién plantó, que no es de nadie.


jueves, julio 17, 2014

just another bunch of strange days

Desato los nudos de la panza pensando en esas cosas mínimas que me reconectan con la vida. El calor de tu mano que siempre encuentra la mía. Los videos de las nenas. Las fotos de los últimos viajes. Los paisajes que rondan mi cabeza, la ficción y la no ficción, los gritos que voy a dar cuando pueda volver a gritar por algo. Un recuerdo feliz que amaga terminar en lágrimas. El instante suspendido entre una mezcla de aromas que abraza a la Agus que fui. Pensar qué bueno que existe un hombre que sabe y disfruta besar. Desearle el bien a los que ya no tengo cerca y acariciarlos de paso en la distancia de un afecto congelado. 
Pienso en el tiempo que se detiene y retoma en cámara lenta, en la música que resignifico a cada escucha hasta exprimirle la última nota. Escribo mentalmente las canciones que serán. Pienso en los ojos de un niño que todavía no conoce el dolor y que mira todo como si quisiera comérselo. En las mandarinas al sol del otoño entrerriano. En la textura de los pantalones Adidas con las rodillas gastadas por los años de uso (no me los quería sacar nunca). Pienso en cómo se veía el cielo desde el fondo del agua con las primeras gotas cayendo mansas en la superficie.
Giran en mi cabeza como mantras infinitos para que pueda seguirlas pensando una y otra vez. Mi remedio natural para la inquietud de las tripas: la imaginación. En otro lugar, en otro Universo, está pasando esto: dos hermanos se enamoran, las ratas dominan el mundo, un vaso que se rompe marca el inicio de una guerra y nace un niño sin boca. Anoche soñé con ríos de un verde imposible y sé que en algún momento, quebrando el tabú de todos estos años, me atreví a mirarme a un espejo. Y me desperté. 
Salí a la calle a las siete; doce horas después voy caminando el ruido humeante de Buenos Aires mientras mi cabeza les cree por un momento a mis ojos que sólo pueden mirar los pocos árboles y volar rápidamente al lugar que me espera en el futuro.
Llego a casa y ya no hay nudos porque voy desenvolviendo mis capas de mundo a medida que me saco los zapatos, la ropa y la pegajosa grisura ajena. Llego a casa y todo lo demás se borra.



domingo, julio 06, 2014

Preludio

Hace mucho que la gente dejó de leer blogs. Nos quedamos los pocos que todavía entendemos para qué queríamos uno, y a veces ni siquiera nos devolvemos la visita como exigía la etiqueta tácita de aquellos primeros años. Quién sabe si conservo yo los mismos lectores del 2005 o si ahora me frecuentan otros nuevos, de perfil inimaginable. Quién sabe si se habrán tomado el trabajo de leer todo el blog (como hago yo cada vez que encuentro uno, aunque me pasa cada vez menos) para entender cuánto de lo que era ya cambió. 
Por si sos uno de los últimos, tengo que advertirte: Me gustan los cambios. Cuando no estoy motorizando un cambio me pongo mustia, impredecible. Donde otros verían seguridad en las tres malditas palabras "zona de confort", yo veo un semáforo enloquecido, intercalando amarillo y rojo, amarillo y rojo. "Comodidad" me es tan mala palabra que cada situación en que la viví es la peor etapa de mi vida que puedo recordar. Los cambios no necesariamente requieren de una experiencia cercana a la muerte, un viaje bisagra o el encuentro con tu persona favorita. Los cambios no requieren un despliegue rotundo de dinero ni la entrega absoluta del que quiere cambiar a la adrenalina de un momento. Si se mezcla todo esto nos volvemos bombas de tiempo caminando, en pánico por el horror vacui y  propensos a volarnos a la menor amenaza. Decimos sí, sí, sí, sin pensar un solo segundo. Y volamos. Vaya que volamos, una y otra vez. Cada vez, los cambios cuestan menos y se vuelven la norma, no la excepción.
Hay un origen de lo que llaman la inteligencia emocional, yo estuve ahí. Yo lo viví. Lo recuerdo aunque fuera muy chica, como estoy condenada a recordar las impresiones más terribles también. Es el origen de todo el amor, o si te gustan las metáforas musicales: el preludio. El prólogo: mirá lo que tenemos por delante. Empieza con una respiración tibia y emocionada perceptible en el radio de un metro cuadrado de uno mismo, y puede terminar de muchas formas. El círculo perfecto concluye con un abrazo, que es a su vez un círculo perfecto aunque sus extremos no se unan: la intuición formaliza y completa el contacto. 
Cada vez que cedo a la idea de un cambio, cada vez que venzo el miedo y salto al agua revuelta, recibo a cambio un abrazo que sólo puedo identificar con el primero. Mi preludio: los brazos de mi madre, que jamás se me negaron. Los de mi padre. Los de mis hermanos, tíos, abuelos. Los de mis niños cercanos. Las primeras amigas. 
Tan reales estos brazos que me rodearon que me volvieron sólida, segura. Nunca dudo de mí ni de mi poder: soy capaz de curar porque fui curada por la misma fuerza que después me enseñó lo que podían doler algunas heridas. Soy el brazo ejecutor de mis propias profecías, sean vaticinios de amor o de desgracias. Porque ser inteligente emocional no significa ser sabio, ni siquiera aproximarse a eso. Aunque sí es una ventaja en el camino: conozco lo que hay y lo que puede haber, lo acepto sin miedo, y aquello que se me dio en abundancia lo entrego sin reservas. 
Me sigo equivocando y me levanto con la boca llena de sangre, mocos y lágrimas. Algo que saben los que pueden sentir que en cada abrazo entrego un pedacito de mí misma. A esa Yo monstruosa que no puedo tolerar del todo, ellos no le tienen miedo y la reciben con abrazos cuando llega a casa, porque alguna vez esta cosa torpe y deforme que puedo ser les dio lo mejor de sí misma, lo más importante que aprendió de chiquita y lo único que puede enseñar: el amor no se le niega a ninguna criatura de la Tierra.


jueves, junio 26, 2014

Péndulo

Siempre tengo las manos calientes. Cuando me muevo, más que de costumbre. Si voy caminando y mis manos están heladas es porque la muerte camina conmigo. ¿Nunca sintieron ese peso cerca de la espalda, encorvado hacia adelante? Pasa mucho en las ciudades como ésta. Alguien que te cruzaste, uno entre los miles que te cruzaste hoy (o varios) lleva la marca de la muerte encima. Alguno no llegará a casa, o a donde sea que tenga su destino final, programado. Andando por la calle siento que vivo sin programas, que aunque estoy siguiendo un plan mental para mi día nada me condiciona ni me dirige. Sobrevivo. A mi alrededor no puedo percibir a nadie que sienta como yo, se les nota en la cara. El pesimismo los rebasa. Sus sombras y sus marcas me tocan y a veces es tan invasivo que siento que se me pegotean esas emociones como alquitrán en el alma.
El olor de las calles es el olor de la gente, que es el olor de los autos, que es el olor de la angustia. De todo eso me desprendo cuando llego a casa, y a veces llegar a casa no es este lugar físico puntual en el que vivo, sino cualquier lugar donde haya alguien esperándome. Cualquier lugar donde haya dejado una toalla y un recambio de ropa. Cualquier lugar que tenga una ducha y una cama donde echarse.
A veces llego una sombra, de pocas palabras, ceñuda. A veces llego con sonrisas y muy pocas entre lágrimas. Me despego del abrigo, me descalzo, reemplazo toda mi ropa por ropa de algodón de estar en casa (y solo como concesión a estos días fríos), meto los pies en las pantuflas y, en algún momento, busco la computadora o la cama. Recapitulo el día. Registro cada momento de impacto, cada impresión más fuerte. Intento reconstruír los rostros y los humores. Quién me dijo qué, cuándo, dónde. Busco la explicación precisa a mis desasosiegos y a medida que respondo las preguntas, mi cara se relaja. Todo vuelve a estar bajo control. Me suelto, cae la última capa del afuera; vuelvo a ser yo conectada a mi mundo, a mi cuerpo. 
En esta casa se baila, así que muchas veces bailo. También hago chistes, y me río del humor negro ajeno y me descubro cosas buenas todos los días, con un poco de vergüenza y bastante asombro. Me gusta ser esta que soy cuando estoy sola y desnuda de afuera. Esta que no puedo ser allá porque, justamente, estoy demasiado ocupada esquivando desnudeces ajenas. 
Mi único pudor es que me vean tal cual soy por dentro. 
Todos los demás pudores se han perdido con el tiempo.
Esta revelación cae en el único momento del día en que me miro al espejo. Las manos frías de golpe. La presencia ominosa a mi espalda. No puedo echarle culpas al afuera: estamos completamente solas. Es mi Muerte personal diciéndome al oído lo que está por pasar. Me está diciendo cuál es el camino que me lleva ahí. Me insinúa un plazo: no vas a llegar a terminar los libros, no vas a ver crecer a los chicos. La miro a través del espejo, a través de mis ojos, esperando que escuche lo que retumba en mi cabeza como un desafío, o mejor: como una orden.

Abro la boca.

- Quiero vivir.




domingo, junio 15, 2014

Monstruo propio.

Las verdaderas palabras, el tono, la construcción, el peso, la densidad, las emociones detrás de, la motivación, la abyección, la crudeza. Todo lo que construyó el esqueleto de este mundo fue tejiendo en años de manuscritas y documentos de word sueltos un cuerpo monstruoso que de a poco se va dando vuelta sobre sí mismo, adentro es afuera, con vísceras y todo. No puedo releer algunas cosas en papel sin contener la respiración. Con razón no muestro lo que no muestro, con razón el extraño mundo es lo que es: extraño. Cómo pretender que la gente me conozca si se están perdiendo ese monstruo que me agita desde hace tiempo, las primeras muertes sembrando semilla en lo plano, húmedo y oscuro para germinar ni antes ni después. Todo tiene un tiempo bajo el sol.
Se sabe que el coraje no es más que enfrentar los miedos a los gritos, a las risas, estallando en pánico pero siempre de frente. Si alguna vez fui valiente fue para saber salir sin escaparme y es en el refinamiento de ese arte que la vida va pasando, implacable. No resta más que el tiempo de tu vida y lo que quieras hacer de ella. ¿Qué te queda por enfrentar con valor? El monstruo golpea con un tentáculo justo en la panza. Ondulás desde el centro hasta los pies, las manos, la cabeza. ¿A qué le tenés miedo de verdad?
A mí misma, me contesto. He aquí la razón del extraño mundo que no puede terminar de conocerse nunca: no regalo la llave, la puerta está abierta. Regalo pistas. Entrar y perderse es opcional. Yo todavía no consigo salir, excepto en una pequeña parte. Afuera todo mundo es extraño. Hay quienes creen conocerme, pero qué pueden saber si no intuyeron todavía lo que se agita en mí. Dichosa si conservo alguien capaz de mirar más allá al final del camino. Con tenerme entera me conformo. Y la vida inevitablemente se lleva a alguien, trae a alguien. Todos nos tenemos en un otro o varios. 
Todos criamos un monstruo propio en un universo que es tan chico y tan grande como nos podemos permitir. Cajita universo, jardín universo, Ego universo, extraño mundo. Lo habites de día o de noche, a tiempo parcial o total, sería bueno que empieces a darle un caos a tu orden, no importa cuándo: poné tu fecha límite y arrimate bien al centro del laberinto, vení a conocerte de una vez.
Todavía no consigo salir. A gusto me quedo. 
El monstruo nunca duerme.


domingo, junio 01, 2014

Vidas privadas.

Las personas que más me han querido coinciden en el peor de mis defectos aún antes de cruzarse entre ellos. Cuando coinciden en alguna mesa, ya ese defecto está entre los temas de conversación que son casi un chiste interno. La mejor definición de ese trastorno que padezco, y a esta altura no necesito ni decir quién la inventó, es maestrociruelismo. Que vendría a ser una compulsión por corregir casi automáticamente al otro si detecto que algo de lo que dijo no está bien dicho, pero también tiene que ver con esa cierta soberbia del que caminó ya un trecho en la vida, se pegó sus buenos golpes y puede hablar desde la experiencia.
Mi maestrociruelismo es un enorme escollo social. Salvo aquellas personas que me conocen lo suficiente para soslayar esa parte de mí y dejarla arrinconada en un borde como la comida del plato que no te gusta, todos los demás, tarde o temprano, reaccionan con fastidio o directamente con bronca.
Tienen toda la razón del mundo. Si yo no me banco estar al lado de alguien que me fastidia, me corro y ya. No me voy a quedar sufriéndole al lado, nada merece menos el sacrificio de mi tiempo que una persona de la que no voy a aprender nada.
Pero hay algo que también tienen que aprender quienes quieran cuidarse de alguien como yo, afectado de maestrociruelismo. Somos personas inevitablemente sociales, nos construímos a base de experiencias. Y la experiencia, por más que uno sienta que la haga solo, siempre es colectiva. Siempre tiene un impacto en el entorno o está empapada de la mirada, los actos, la intervención de otros. Entendemos que la retroalimentación es fundamental y que sin ella no hay aprendizaje posible. Por eso valoramos mucho que nos permitan escuchar, apelamos deliberadamente a la curiosidad y buscamos ese feedback que te puede dar el otro.
Por eso, también, solemos dar por sobreentendido que quienes vienen a plantear un tema determinado o a contar un dilema existencial (problemas personales, catarsis varias) también esperan algo de nuestra parte. A veces es así, a veces no. El tiempo me enseñó a ir con un poco más de prudencia en mis primeras aproximaciones para no dar con aquellas personas que son una auténtica pared, jugadores de frontón que para lo único que quieren "el millón de amigos" es para poder echar a rodar sus pensamientos con total libertad, pero sin que nadie se sienta obligado a responder.
Con la llegada de las redes sociales, en las cuales el feedback se volvió una hidra de mil cabezas sin ningún tipo de control, se vuelve un poco más difícil no caer en el maestrociruelismo extremo. Son una buena herramienta y aprender a manejarla implica equivocarse tantas veces como es posible: no se puede aprender a ser social de otra manera que dándose con y contra el otro. Ahora, si me tienen que preguntar qué es lo peor de las redes sociales, puedo apuntar derechito con mi dedo a lo único que no vi mutar en todos estos años: la banalización de la vida personal, el fin de la persona privada.
La llegada de las redes sociales y plataformas virtuales varias les dio a muchas personas la posibilidad de interactuar de una forma engañosa, básicamente porque la virtualidad tiene la cualidad de mantenerte en la supeficie sin generar mayores compromisos. Así, compartir una foto de un momento feliz con cientos de extraños de ocasión implica una retroalimentación bastante obvia asociada al momento, pero ¿nos hace eso más cercanos? Contar a los cuatro vientos que estamos enamorados, que se nos murió un perro, que estamos pasando por momentos difíciles, ¿nos hace más abiertos, más humanos? ¿O sencillamente alivia una necesidad profunda, a veces oscura, que no sabemos o no queremos canalizar en privado? Aquí, en el mundo no del todo real de Internet, los límites se borran. No hay matices ni gestos. Afloran susceptibilidades y agresiones cuando la devolución no es la que se esperaba. Pero en vez de volvernos más privados, más discretos, nos vamos volviendo una especie de dualidad o de multiplicidad que difumina (y mucho) lo que realmente somos.
La virtualidad es el terreno perfecto del inseguro y del superficial, del diletante y el vanidoso, tanto como de los miles de outsiders que sienten que "allá afuera" no tienen voz. La diferencia entre unos y otros es un pelín: usás bien la herramienta y te conectás con gente valiosa, con el conocimiento y las oportunidades. Usás mal la herramienta y te volvés un esclavo, en el peor de los casos, y en el mejor una persona disociada que es "afuera" una cosa y "adentro" otra. Tan simple como eso. Pero no se puede ser múltiples sin pisar el palito. Y al final, todo lo que colgás en Facebook, Twitter, Instagram, blogger, tumblr y demás se convierte en mensajes que solo una persona muy cercana y atenta puede filtrar, básicamente porque la modernidad nos empuja a desinteresarnos muy rápido y nadie tiene tiempo de revolver en busca de la verdad entre tanta cháchara superficial y vana.
En una era en que cada vez nos involucramos menos los unos con los otros, "estar en línea" y "estar conectados" se volvieron conceptos recíprocos. Nada más errado. Pero habrá quienes crean que abriendo un grupo de Whatsapp o de Facebook cultivan una amistad con alguien o lazos familiares que sólo la proximidad y el auténtico afecto pueden afianzar. Esos son los que usan las redes para aplacar su conciencia, como el desleal hace regalos cada vez que tiene que cubrir la macana. Las llenan de citas ajenas, tiros por elevación, debates sin sustancia, palabras de amor a una persona a la que diariamente no le demuestran con acciones el afecto que proclaman en letras mayúsculas para que los demás miren. En persona, quizá hasta se muestren elocuentes y sociables pero con una tendencia a distraerse cada vez que alguien hable de algo que ellos no entiendan o no compartan. O son extremadamente callados, o extremadamente elocuentes. Pero nunca, nunca jamás abandonan la superficie. No les gusta profundizar, porque profundizar en algo es comprometerse, es cambiar (y, por ende, asumir que algo anda mal), es bancársela. Y cuando viene una piedra a romper la armonía del charquito, reaccionarán con incomodidad envenenada.
No siempre una persona callada es una persona "privada" o discreta. La persona callada a veces pasa por discreta, pero lo que tiene es una feroz tendencia a meterse dentro de sí. Yo me quedo con los discretos, porque casi todos ellos son personas privadas; suelen ser los que realmente aprenden y, por ende, se convierten en los mejores maestros. En la oficina tengo la suerte de tener a un par de estos ejemplares y por eso puedo ir contenta todos los días a trabajar. Ese par hace que el resto se haga más llevadero. Lo mismo me pasa con mi familia, amigos y conocidos de hace años, conocidos más recientes y extraños de ocasión: hay de todo como en botica.
Tengo la mejor relación que puedo tener con cada persona que conozco, desde la más tibia cortesía hasta el amor más febril. Pero a los que encajan mi maestrociruelismo los aprecio mucho más, les agradezco más, tiendo a hacer más por ellos. Que encajen mi defecto no quiere decir que simplemente "me aguanten". Muchas veces saben, y con gran calidad, mandarme a la mierda revoleándome cosas. Sin ellos no habría aprendido prácticamente nada en estos últimos años, porque aunque soy una adicta a la experiencia personal, también he tenido un éxito enorme probando opciones que nunca se me hubieran pasado por la cabeza. Por contraintuitivas, por revolucionarias o porque eran demasiado sencillas.
Llevo treinta y cuatro años de una vida plena que disfruto a fondo y sin miedos. Llevo casi veinte años de mi vida haciendo uso y abuso de Internet. El precio de ese aprendizaje no fue demasiado alto, en verdad; ya he dicho que soy una chica con mucha, mucha suerte. Hasta conseguí pulir un poco el maestrociruelismo, aunque no del todo y por eso retomo aquí: intento convertirlo en herramienta. Sé bien que la experiencia personal es intransferible en todos los casos. Pero esa misma experiencia me enseñó que hay ojos y oídos atentos, que todavía hay manos ansiosas de revolver en la hojarasca, que por fuerte que sea la neurosis hay ideas que se pueden colar por una grieta y cambiarte la vida.
Entonces, hablo. Escribo. Debato, opino. Busco la proximidad, aunque muchas veces reciba delicados y no tan delicados rechazos. Insisto un par de veces, me llamo a silencio y eventualmente desaparezco, porque así como habrá quien no me banque las palabras, tampoco tengo tiempo vital para perder en quien sólo busca expresarse en la superficie y jamás moviliza un cambio.
El corolario de mis muchos años de aprendizaje es este, y es muy simple: Publicar en una red social es lo mismo que contar tus temas en una ronda de amigos, casi siempre va a haber alguien que acote algo. Sobre todo si son amigos de verdad o gente que te quiere, que está pendiente de vos. Si no querés que te devuelvan las pelotas, no cuentes tus cosas a todo mundo ni las publiques en internet.
Pocas veces sentí más alivio que en esas ocasiones en que me pude plantar frente a alguien para decirle "tenías razón, y gracias a vos pude ver algo que no veía". Hoy son todos mis amigos, mis hermanos, mis maestros, aunque haya distancia física de por medio. Sigo leyéndolos entre líneas y aunque jamás publico en Facebook que estoy triste o tengo momentos bajos, ellos siempre saben.  Llaman y escriben, aunque les cueste, aunque no tengan tiempo, porque saben que yo hago lo mismo por ellos. Porque como yo aman vivir la vida y le dan tanto valor que no necesitan prender la computadora o mirar el smartphone para sentirse cercanos.


sábado, abril 19, 2014

Vísperas

Entre las primeras cosas de las que hablamos en aquellos lejanos chats estaba el tema fechas. "Soy malo con las fechas" es tu mantra, y detrás de eso lo que siempre entendí: "no le doy importancia a la fecha, con que me acuerde del hito cada tanto está bien". Lo acepté enseguida, sobre todo porque nunca te reíste de la importancia que tienen para mí esos hitos; soy observadora, escribo y reviso mi vida como si me la estuviera recitando en off en la cabeza todo el tiempo, así que necesito ordenarme. Las fechas me llegan solas, aunque  esto no es infalible. También me perdí cumpleaños y aniversarios por distracción. 
Intento, sí, que no me afecten por demás. Antes, la llegada de ciertas épocas del año me arrastraba a una melancolía no tan inconsciente. A fuerza de vivir con vos, empecé a descartar esos sentimientos, me animé a transformarlos. Fui desplazando la carga de las fechas a otras cuestiones más inmediatas, el pasado pesó menos cada vez. Aparecieron las ganas de un futuro. Pero no pude enmudecer los almanaques, así como no puedo retorcer mi reloj biológico para aguantar despierta toda una noche de farra. Qué vamos a hacer, es así.
Estoy en un punto de equilibrio entre mi histórica ansiedad y la pereza limitante a que me acostumbró este tiempo de paz disfrutando una casa. Me agito un poco. Enseguida busco recuperar la calma. Calma no es control, repito, podés no controlar todo y aún así estar tranquila. Hablo un poco más que antes. No me había dado cuenta de lo mucho que me costaba hablar de lo realmente importante, y lo fácil que es en realidad. 
Como en ese almuerzo hace años, sentados bajo un árbol enorme comiendo la vianda que nos habías preparado a los dos. Pasabas conmigo los días previos a Semana Santa, primeras vacaciones que te tomabas. Éramos felices comiendo incómodos en una plaza con el bullicio de Retiro de fondo. Sé que ni siquiera te miré cuando te dije que me casaría con vos, porque salió muy natural y no fue un impulso del momento, pero los dos nos quedamos callados y sonriendo como si yo no hubiera dicho algo tan terrible (para empezar, seguías casado. Para continuar, yo había despotricado toda mi vida contra el casamiento). Y esa misma noche, después de la cena familiar, te dije que mejor no, que lo había dicho en un impulso. También sonreíste. Después me enteré que apenas habías podido disimular el miedo de que todo lo que habíamos empezado con tanto esfuerzo fuera eso nada más: un amague, una chispa que mi inseguridad y mis dudas iban a ahogar pronto.
Sólo que yo no tenía dudas. Simplemente, no sabía decirme a mí misma que SÍ, de una. Dolían tantos desgarrones recientes y tantas equivocaciones. Pensé que te protegía si bajábamos las expectativas. Después ya no importó nada más que los hechos: vivamos juntos... Si funciona, excelente. Si no, cada uno a su ruta. En el fondo hacíamos trampa, sabíamos que jugábamos a ganador. Iba a funcionar.
Funciona.
Ya es otra vez Semana Santa. Mañana todos celebrarán las Pascuas y yo festejaré con mucho espamento mi segundo aniversario de casada en una suerte de auto-burla, básicamente porque todavía no me lo creo. No siento el peso del vínculo, mucho menos de la fecha. Para mí, vos y yo seguimos sentados en ese banco de la plaza, tranquilos, felices... sin presiones sobre el futuro, con poca plata en el bolsillo, charlando de las cosas que nos pasaron y nos pasan, intercambiando opiniones con respeto. Para mí, nos estamos conociendo (¡todavía!) y puedo seguir mirándote con ojos de asombro, admiración y amor
Sobra amor. 
No hacían falta tantas palabras para justificar por qué necesito escribir todo esto, pero está en mi naturaleza. Qué le vas a hacer.


viernes, marzo 28, 2014

Efemérides

Debería estar durmiendo un poco. Hace un par de días me duele la cabeza. Me había acostumbrado a vivir sin los viejos dolores y es desconcertante cómo finalmente se impone el cuerpo. Revisé el blog, estaba segura de haber escrito algo que quería escribir hoy en algún lado, desisto: si lo encuentro lo linkeo y ya está. 
Quiero escribir, pero no sé si quiero escribir sobre esto. Quince años pasaron y en un cuadernito viejo, de mis días de estudiante, hay un recorte de diario que no volví a leer desde que me mudé a Buenos Aires. Ayer, ayer fueron quince años. ¿O es hoy? ¿Cómo puede ser que todavía me acuerde de tus cumpleaños y no de la fecha exacta de tu muerte? El diario era una gran ayuda, ahí estaban la fecha, la edad, las circunstancias. No estaba la terrible escena y sus detalles: hoy esa noticia estaría escrita diferente, menos respetuosa, más cargada con el morbo del momento. Es bueno que te hayan respetado pese al horror. 
La vida siguió y todos nosotros seguimos. Las casas siguen en la misma manzana, espalda con espalda. La tuya casi igual, habitada, viva. La nuestra cambió mucho, no la reconocerías. Ninguno de nosotros vive allí, pero ninguno se alejó demasiado (todavía). Los cuatro nos casamos y formamos familia, no viviste para ver entrar a tu ahijada a la iglesia, no viviste para ver cómo la pelearon tus chicos y lo que son ahora. No viviste, ya ni siquiera me pregunto por qué no podías. 
Hay muchos "no" en esta historia, ¿ves? y por eso es difícil escribirla. Porque para hacerlo tengo que deformar la realidad y pretender que eso no fue exactamente lo que pasó, y a veces pienso si no te estaré faltando el respeto. Pero no estás, tampoco podés cuestionarme o detenerme. 
Sos recuerdo. Sos pasado. Allí seguís vivo y sos feliz, aunque sea de a ratos. 
Las fechas nunca son fáciles, a menos que las resignifiques año a año, hasta que un día te levantás y ya no tenés demasiado presente cuándo pasó todo. Espero realmente que este sea el comienzo de la sanación.
Ahora sí, a dormir. A ver si una vez más te sueño. A ver si en sueños podemos ser un poco más de lo que necesitabas y no tanto lo que fuimos, que sirvió de poco y nada.



(uf, recién me doy cuenta que tenemos la misma entrada del mismo lado de la cabeza. Treinta y cuatro años después de esta foto, estoy en condiciones de abrazarte sin mirar tanto para arriba. Me habría encantado abrazarte así.)

martes, febrero 18, 2014

Todo bajo control.

Soy capaz de una prolija rutina, de mentir una disciplina que no tengo, de exhibirme y retraerme a voluntad, de desviar la atención a otra persona, todo para proteger el núcleo que esconde los secretos vedados hasta para mí. Puedo fingirme herida por los traumas que no siento que me hayan marcado. Puedo no llorar aunque me esté muriendo de dolor y puedo pretender que algo me dolió cuando no siento nada. No es algo de lo que me enorgullezca porque las emociones no deberían ser el terreno de juegos de una psique sana.
Tengo una capacidad infinita para desdoblarme y plegarme; debería haber sido actriz, me lo dijeron más de una vez muchos distintos. Actúo la mayor parte del tiempo. Solamente no puedo confundir a una o dos personas que me leen como un libro abierto. Uno tiene el manual de instrucciones porque nací de su deseo. El otro me engendró cumpliendo el deseo del primero y no puede comunicarse conmigo de ninguna manera: soy tierra vedada, tan parecida a él que no me acuerdo quién voló el primer puente ni cuándo. Me aburro rápido. Olvido muy rápido. Me obsesiono a la velocidad de la luz pero tan pronto vuelvo en mí, revoleo la mochila a un costado del camino. Soy lo que cultivo, todo lo demás es papel picado y locura momentánea. 
Escribo todo el tiempo aunque no tenga un bloc a mano y puedo recordar todo lo que me pasó desde el año de vida hasta acá sin hacer demasiado esfuerzo (aunque después me duela la cabeza por horas). 
Entonces cómo vivo, con esta carga de horas y de días de introspección, cómo puedo desconocerme hasta el punto de no saber qué carajo me pasa cuando las señales son tan claras. Cómo puedo negar la negación cuando elegí la coherencia. Pido que alguien me explique el cómo, porque de alguna manera estoy cansada de preguntármelo a mí misma en las noches de sueños de plomo e insomnios controlados. 
Soy humana, así que soy capaz de abyecciones sin nombre sin que se me mueva un pelo y sin embargo me niego a ponerme a prueba porque sé que es un camino de un solo sentido y sin retorno, yo elegí (elijo) poder retornar a algún lugar, a mí misma, cuando lo necesite o lo desee. Tengo la ventaja de conocer gran parte de mis abyecciones, me he metido en la mierda hasta los codos solamente para probar que puedo volver. Pero el hilo es semielástico y finito, por largo que parezca se termina y si soy un barrilete es porque no quiero ser otra cosa que eso. Nadie es totalmente libre, somos libres en la medida en que podemos permitírnoslo porque siempre hay un otro que importa más que uno mismo, aunque nos vayamos a morir solos.
Lo que más me obsesiona es entender, llegar a entender algún día cómo carajo soy capaz de terminar la comunicación con un todo bien y deshacer la preocupación del que vio por primera vez mi cara oculta, el vacío detrás del verde diciéndole simplemente "todo bajo control", repitiéndomelo hasta creerlo, actuando una vez más, persiguiendo la impresión de que puedo con todo cuando en realidad mi secreta esperanza es que venga alguien o algo en que no creo a resolverme las postergaciones, a tomar las decisiones por mí, a meterse en la mierda hasta los codos, a sacarme del pozo a tirones, a conmoverme hasta los huesos solamente tocando la punta de los dedos.
Sigo acá, revelador de oscuridades, sin control sobre muchas cosas de mi vida, todavía desnuda frente a vos aunque me sientas lejana. Nadie nunca llegó tan lejos. Todavía me asusta alcanzar el fondo de lo que soy, el caos infernal que dejó mi rosario de malas decisiones. Acompañame lo más cerca de la puerta que podamos  llegar juntos y dejá que me queme sola. No te prometo un Fénix, no te prometo control, pero va a ser hermoso y lo único que puede salir de una ruina como esta es la felicidad que estamos buscando desde que empezó el camino.


(Say it again:
you're not your pain)