Siempre tengo las manos calientes. Cuando me muevo, más que de costumbre. Si voy caminando y mis manos están heladas es porque la muerte camina conmigo. ¿Nunca sintieron ese peso cerca de la espalda, encorvado hacia adelante? Pasa mucho en las ciudades como ésta. Alguien que te cruzaste, uno entre los miles que te cruzaste hoy (o varios) lleva la marca de la muerte encima. Alguno no llegará a casa, o a donde sea que tenga su destino final, programado. Andando por la calle siento que vivo sin programas, que aunque estoy siguiendo un plan mental para mi día nada me condiciona ni me dirige. Sobrevivo. A mi alrededor no puedo percibir a nadie que sienta como yo, se les nota en la cara. El pesimismo los rebasa. Sus sombras y sus marcas me tocan y a veces es tan invasivo que siento que se me pegotean esas emociones como alquitrán en el alma.
El olor de las calles es el olor de la gente, que es el olor de los autos, que es el olor de la angustia. De todo eso me desprendo cuando llego a casa, y a veces llegar a casa no es este lugar físico puntual en el que vivo, sino cualquier lugar donde haya alguien esperándome. Cualquier lugar donde haya dejado una toalla y un recambio de ropa. Cualquier lugar que tenga una ducha y una cama donde echarse.
El olor de las calles es el olor de la gente, que es el olor de los autos, que es el olor de la angustia. De todo eso me desprendo cuando llego a casa, y a veces llegar a casa no es este lugar físico puntual en el que vivo, sino cualquier lugar donde haya alguien esperándome. Cualquier lugar donde haya dejado una toalla y un recambio de ropa. Cualquier lugar que tenga una ducha y una cama donde echarse.
A veces llego una sombra, de pocas palabras, ceñuda. A veces llego con sonrisas y muy pocas entre lágrimas. Me despego del abrigo, me descalzo, reemplazo toda mi ropa por ropa de algodón de estar en casa (y solo como concesión a estos días fríos), meto los pies en las pantuflas y, en algún momento, busco la computadora o la cama. Recapitulo el día. Registro cada momento de impacto, cada impresión más fuerte. Intento reconstruír los rostros y los humores. Quién me dijo qué, cuándo, dónde. Busco la explicación precisa a mis desasosiegos y a medida que respondo las preguntas, mi cara se relaja. Todo vuelve a estar bajo control. Me suelto, cae la última capa del afuera; vuelvo a ser yo conectada a mi mundo, a mi cuerpo.
En esta casa se baila, así que muchas veces bailo. También hago chistes, y me río del humor negro ajeno y me descubro cosas buenas todos los días, con un poco de vergüenza y bastante asombro. Me gusta ser esta que soy cuando estoy sola y desnuda de afuera. Esta que no puedo ser allá porque, justamente, estoy demasiado ocupada esquivando desnudeces ajenas.
Mi único pudor es que me vean tal cual soy por dentro.
Todos los demás pudores se han perdido con el tiempo.
Esta revelación cae en el único momento del día en que me miro al espejo. Las manos frías de golpe. La presencia ominosa a mi espalda. No puedo echarle culpas al afuera: estamos completamente solas. Es mi Muerte personal diciéndome al oído lo que está por pasar. Me está diciendo cuál es el camino que me lleva ahí. Me insinúa un plazo: no vas a llegar a terminar los libros, no vas a ver crecer a los chicos. La miro a través del espejo, a través de mis ojos, esperando que escuche lo que retumba en mi cabeza como un desafío, o mejor: como una orden.
Abro la boca.
- Quiero vivir.
1 comentario:
Qué bueno! me gustó
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