viernes, diciembre 31, 2010

Huellas / Last session

Tengo huellas en el cuerpo y la mente. Mi piel y mi espíritu son mapas de la vida. Me he consumido los ojos leyendo, la cabeza pensando, el cuerpo corriendo detrás del goce permanente de las cosas buenas de la existencia. También corriendo detrás del dolor y la autodestrucción; ha habido de todo.
La felicidad que vivo, a la manera de Clarissa, está hecha de instantes continuos fundados sobre cimientos de dolor insoportable, de angustias que apenas puedo morigerar, de días y noches de llanto en continuado, de seres queridos que murieron o se fueron, de olvidos y de bienvenidas, de adioses y de enseñanzas. Cada momento de dolor me arrinconó insidioso, haciéndome creer que jamás iba a salir de allí. Bordeé la locura. Grité por qué y para qué. Le saqué la lengua a la muerte. Me paré frente a un arma cargada y frente al pozo de un edificio de trece pisos; me hundí en el abismo más profundo dispuesta a llenarme los pulmones de agua, y Eros me dio vuelta de un sopapo para que volviera a mirar el sol.
Ahora que lo pienso en retrospectiva, debería haber muerto antes de los 28. Elegí la vida tomándome, una vez más, de aquello que me hacía bien. Me salvó el amor que di, que nunca se había ido de mi lado aunque me sintiera terriblemente sola.

Huellas como cicatrices, queloides en el alma. Como marcas de dobleces en papel cuarteado. Como aureolas de quemaduras, resquebrajamientos y reconstrucciones sucesivas. Capa sobre capa sobre capa de una personalidad que, pese a los años, persiste en brillar a través de lo más opaco. Un brote verde me surge de las grietas, muro de piedra donde se enraizan las especies más diversas (entre la hiedra también se crían bichos). Magia en la punta de los dedos, que proviene de la Madre Universo y del Todo, de la Nada, del anverso y reverso de las cosas.
Me siento capaz de construir, de encontrar, de razonar, de crear. Nazco, crezco y muero cada día, desde la duermevela hasta la noche. Nunca sé dónde voy a estar, ni cómo, ni con quién. Insisto en no querer saberlo, en ignorar el día de mi muerte. Simplemente, vivo. Disfruto. Valoro cada segundo de música de la misma forma en que valoro el silencio. Me entretengo en los recuerdos, en la precisa reconstrucción de mis momentos preferidos. Pero no me quedo en el pasado. Sigo adelante, variando el ritmo para no agotarme demasiado rápido y porque las variaciones son lo que hace de la vida una maravilla constante.
¿Me he consumido, dije? Me corrijo. Mi devastación es como la del fénix, que se consuma y vuelve a empezar. Voy a leer hasta quedarme ciega. Voy a pensar aunque me vuelva loca. Voy a correr, a nadar, a volar hasta que me crujan todos los huesos y me salgan callos por todos los rincones. No me pongo límites. Los rechazo. A lo sumo tomaré un descanso, un respiro en el camino... pero siempre "más adelante, mañana".

Hoy voy a celebrarte, Vida, por lo que ya me diste y lo que vas a darme. Voy a beberte, a multiplicarte y a gastarte hasta que no quede nada.



viernes, diciembre 10, 2010

Impasse: Dejame bailar

Hay en algún lugar, en la casa de una tía lejana en geografía y en afecto (aunque nunca en el recuerdo) una foto de mis cinco años con vestido de organza pastel, moño en la cabeza, medias caladas (de esas que al sacarlas dejaban marcados circulitos en la piel) y guillerminas blancas, bailando entre las parejas de adultos en medio del patio del caserón que tenían mis abuelos paternos. En realidad, no hay una sola foto. Es todo un álbum de casamiento lleno de fotos en las que se cuela una nena bailando con la mirada perdida, sin darse cuenta que alguien la retrata junto a otros treinta danzarines.

Cuando se es apasionado hasta el punto del desborde emocional hay pocas cosas que "gusten". Por eso me cuesta mucho hablar de pasiones. No hay grados de pasión en mí, hay niveles. La escritura y la lectura, por ejemplo, son para mí naturales como respirar; me es fácil escribir casi sin corregirme, leer es parte de mi día a día. El cine está llegando al nivel de la lectura después de muchos años de demora, compensados con década y media de visionado constante. La pintura y el dibujo, dos cosas que no se me dan ni de cerca, también me apasionan. Pero van en otro nivel.

Así, llegamos a la música. ¿Qué decir de ella? La tengo dentro, en las tripas. Todos los momentos de mi vida están llenos de ella. Este blog está lleno de la música que me atravesaba en mi niñez y que me sigue sorprendiendo, de descubrimientos tardíos y adquisiciones recientes. En cada link de cada post puede estar escondida la sorpresa de un disco difícil de conseguir o una joyita para el alma de quien sabe escuchar. Sólo con los soundtracks de mi vida llenaríamos una módica disquería (de aquellas que valen la pena, del estilo de "High Fidelity").

La música es parte de mí, por eso me es difícil poner en palabras lo que significa. Me complementa mejor que cualquier otra cosa. En el silencio puedo imaginar la música de los elementos. Lo recordé en los dos últimos días de mar y campo y sol. Cuando llega a mi cabeza empiezan a picarme las notas, se me llena el diafragma de vibraciones minúsculas y tengo que dejarla salir. Me maravilla mi propia voz porque nunca suena igual en mi cabeza que en una pista de audio, que en una habitación cerrada, que gritada al viento y a las olas.

Pero lo mejor de todo es cuando se apodera de mí. Cuando su pulsar me inunda. Cuando quiero bailar con mi sombra esté donde esté. Cuando siento un atisbo de miedo o de ansiedad y me dejo arrebatar por el ritmo de mi propio corazón que busca el arpegio, la nota que le complemente.

Entonces, como en aquellos días de la infancia cuando apenas era consciente de las miradas sobre mí, bailo. Sentada en la oficina, de pie en un rincón o en la cola del supermercado, arrebatada en la soledad de mi casa vacía o en medio de una multitud de extraños. Abrazada, enlazada por las manos o la cintura. Saltando locamente o deslizándome al ritmo de un vals imposible y bello. Imaginando pasos nuevos o replicando una coreo universal. Siguiendo un ritmo perfecto, o absolutamente desacompasada. Envuelta en la toalla del baño, disfrazada o desnuda. Con tacos y en chatitas, aunque mejor descalza. Moviendo la cabeza de manera alocada o sólo las manos. O sólo los pies. O sólo unos dedos.

Bailar es anarquía en su expresión más pura. Es el canal de energía más armónico. Mi forma perfecta de expresar amor y convicción. Mi fórmula ideal para exorcizar a los demonios.
El mundo es un lugar irregular, caótico, transido de dolor y de pasiones. Y aún así, perfecto... porque todavía existe gente que baila en medio de la noche y las tormentas. Porque estoy convencida de que no existe un dolor capaz de silenciar todas las melodías del mundo, o privarnos de bailar. Porque cuando esa fuerza llega, me lleva puesta. Porque mientras bailo siento que todos, hasta los muertos, bailan conmigo.

Ahora, por ejemplo, para celebrar el viernes y el inicio de uno de los últimos fines de semana del año, les dejo un clásico saltarín de la casa, que nos perdimos este año porque estaba en la Creamfields... el día que los traigan a cualquier otro fest, nos tienen firmes como rulo de estatua.