Esa mañana, Laura se tomó el Sarmiento. Igual que todas las mañanas. Un poco triste por el fin del fin de semana largo, un poco contenta de que fuera semana corta. Dejó atrás Haedo, Ramos, Ciudadela, Liniers... Los barquinazos eran los de siempre. Las frenadas, más o menos bruscas. Lo de siempre. Laura iba parada porque desde Moreno, la estación cabecera, el tren venía lleno. En Floresta, el tren casi no frenaba. Con la cabeza puesta en llegar temprano, ni se dio cuenta que la velocidad era mucha cuando llegaron al andén de Once.
Laura iba en el primer vagón.
Se salvó porque estaba parada y se sostuvo con todas sus fuerzas de algún respaldo, pero el cuerpo se le combó en un segundo por la violencia del choque.
Cuando reaccionó, ni siquiera se dio vuelta a ver cómo el techo se doblaba y comprimía por el peso del segundo vagón. Quiso salir, a cualquier precio.Estalló una ventana justo en el momento en que abrió la boca para gritar; tragó cristal roto, el marco le golpeó las piernas. Se cayó. La pisaron. Pudo levantarse. Logró salir, todavía no sabe cómo. Laura cuenta que vio gente sin piernas, con las piernas amputadas. Que la sangre. Que los gritos. El olor.
El dolor.
Laura está en shock y no puede volver al trabajo porque no se anima a subirse al tren.
Ya pasaron dos días.
En la radio, Ernesto Tenembaum editorializó: "Hay un silencio que crece". Es verdad: hasta el momento, ninguno de los miembros del poder ejecutivo nacional se expidió al respecto. Un par de ministros, carne para los cuervos. Y claro, un programa de televisión que salió a hacer análisis de medios, como si el grupo Clarín o Juan Pablo Varsky hubieran prohijado con fondos del Estado a los corruptos empresarios que dejaron que las vías del Sarmiento sean peligrosas para transitar a velocidades mayores a 30 km/h. Que dejaron a los trenes sin mantenimiento hasta que, en este miércoles fatídico, uno directamente no frenó.
Este silencio cobarde es un eslabón más de la cadena de ignorados. De nadies. De ciudadanos de segunda. Para un líder político, hace año y medio atrás, hubo "dolor nacional". Para un Flaco querido que se va, para cualquier ídolo de multitudes. Para los que enderezan lo roto, para los que pagan el impuesto que hace que el festejo del Bicentenario o las pompas fúnebres de un ex presidente sean memorables, sólo hay silencio oficial.
Los aullidos pasan por otro lado. Llámese redes sociales o el hall de Plaza Miserere.
El análisis de causas y efectos, también.
Cada muerte, cuando llega, es irreversible. Siempre quedan algunos a quienes les duela, como duelen todas las ausencias. El dolor de una persona a la que le arrancaron de un día para el otro a su ser más querido no tiene arreglo.
Lo que no es irreversible es el daño a futuro, porque si hay algo que las tragedias enseñan a los pueblos, es que se puede (y se debe) aprender. Actuar desde la prevención. Solucionar desde el reconocimiento del problema; por ahí se empieza.
En realidad, podríamos empezar hablando, pero no hablando por hablar, "al cuete", como decimos en el terruño. No hablar bolazos. No más de lo mismo. Y que las palabras lleven a los hechos. Y que nunca más, por favor. Nunca más, pero en serio. Nunca más esperar a más adelante.
Lo que nos pasa hoy es el resultado de ayer, y lo que dejamos sin pagar hoy, se nos reclama con intereses mañana.
Cuando los militantes ultrakirchneristas con los que trabajo me hablan de una nueva Eva, yo pienso en una mujer que, en esta coyuntura, se habría acercado a la estación a ayudar hasta el límite de sus fuerzas. En una mujer capaz de trabajar con un grupo de asistencia a familiares, en alguien con la capacidad de escuchar. En alguien para quien el sencillo gesto de tender una mano es lo más natural del mundo, aunque nunca alcance. Esa es, en parte, la Eva que tengo en mente.
Pero tenemos una dirigencia con la capacidad de reacción de un tren de TBA.
No nos gobierna una estadista, sino una reina de hielo que comunica sin espontaneidad, calculadoramente y tarde. Siempre tarde.
Tenemos un vicepresidente tan cool que toca la guitarra eléctrica en eventos en vivo, tiene una espectacular novia-trofeo y una cuenta muy activa en Twitter. Pero que es incapaz de calzarse las zapatillas cancheras que gasta en un escenario para caminar junto al SAME, la Policía, los Bomberos o algunos familiares que piden que alguien dé la cara.
Tenemos un ministro de Planificación con la cara de cemento, que sobrevivió a escándalos que en otro país (¿acá, en otra coyuntura?) habrían descabezado gobiernos completos.
Tenemos una Justicia cómplice de empresarios corruptos y funcionarios prebendistas.
Tenemos medios oligofrénicos que instalan y desinstalan agenda con tanta y tan obscena rapidez que lo que ayer era bueno hoy es malo. Tenemos cada vez más burros, más sordos, más neuróticos que no quieren aprender, oír ni ver.
Lo más terrible de todo, tenemos anemia de acción. Nos estamos acostumbrando a dejarnos llevar a la rastra, a las patadas, porque creemos que la única que nos queda es gritar a tontas y locas mientras Algo Allá Afuera nos pone de cabeza, nos obliga a hacer cosas que no queremos, nos acorrala, nos mata. Y de a poco, también nos quedamos sin voz. Afónicos de tanto gritar, porque la inexpresividad en la cara del que nos arrastra nos convence de que nos hemos quedado mudos. O que ellos son sordos.
ES MENTIRA. Mentira que nos arrastren. Mentira que no podemos. Mentira que nos llevan y que no hay nada que hacer. Siempre se puede hacer algo, SIEMPRE. Allí están Famatina y Alumbrera de pie. Allí está Esquel. Allí están los Qom, la Asamblea de Gualeguaychú, los curas villeros, las Madres del Dolor, Susana Trimarco, La Alameda, Red Solidaria, cientos de comedores comunitarios, el Tren Alma, Médicos sin fronteras, tantos más que mi memoria ametralla.
Lo único que puedo pedir en este momento es un poco de justicia. Y que las voces no se callen, ni ahora, ni nunca.
(Dedicado a esas manos que ya no se mueven para obrar, ni para acariciar).
(Dedicado a esas manos que ya no se mueven para obrar, ni para acariciar).