La fascinación por la inteligencia es algo fascinante. Para mí no es un valor en sí. Gente inteligente la hay a patadas. Hay muchos cretinos, pero también hay muchos cerebros muy capaces. Voy a decir una banalidad, pero la inteligencia en sí no tiene ningún valor ni ningún interés. Personas inteligentísimas consagraron su vida a la cuestión del sexo de los ángeles, por ejemplo. Pero muchos hombres inteligentes tienen una especie de virus: consideran la inteligencia como un fin. Sólo tienen una idea en la cabeza: ser inteligentes, lo cual es muy estúpido. Y cuando la inteligencia se toma por un objetivo, funciona de manera extraña: la prueba de que existe no reside en el ingenio y la sencillez de sus frutos, sino en la oscuridad de su expresión.
(extractado del capítulo Idea profunda nº 11)
En estos días no estoy posteando mucho en general. Ando bastante tiempo en Twitter por comodidad (es lo único que puedo tener abierto mientras trabajo además del GReader) y cuando termino mis jornadas laborales combinadas a veces sólo tengo resto para poner la casa en orden y leer un poco.
Por suerte, en estos días abundan las buenas lecturas. Finalmente nos compramos "El jugador", de F. Dostoievsky, y es mi libro de ruta en los momentos de tránsito entre mi casa y las ocupaciones diarias. Estuve leyendo a Coetzee, y también a Muriel Barbery, una escritora que ya se apuntó un poroto conmigo. Su novela, "La elegancia del erizo" (Seix Barral, junio 2009) es best seller en Francia y se prepara una versión cinematográfica que me da mucha curiosidad; espero que no demore tanto como la adaptación de "La escafandra y la mariposa".
Al libro de Barbery corresponde la cita que abre el post. Leída así, aislada, puede parecer una verdad de perogrullo (el roommie no perdona); sin embargo, situada en el contexto, resulta de un interés y una actualidad pasmosas. La reflexión corresponde a uno de los dos personajes centrales del libro, una niña de 12 años llamada Paloma, hija menor de una familia adinerada en la que la inteligencia es un valor supremo y que se ha pasado prácticamente toda la vida ocultando el hecho de que es superdotada. Ha decidido suicidarse cuando cumpla 13 años, y en el ínterin se ocupa de escribir sus impresiones personales en una especie de bitácora de ensayo bajo dos etiquetas: "Ideas profundas" y "Diario del movimiento del mundo".
Lo que escribe Paloma puede que sea banal, pero ¿cuántas veces los adultos se cruzan con esas banalidades sin prestarles atención? Al minuto de leer el párrafo se me vinieron a la cabeza un sinfín de ejemplos prácticos . El culto a la inteligencia por lo que la inteligencia representa (una mera cuestión de status, una falacia narcisista que le da a su portador la impunidad de burlarse de un prójimo al que prejuzga) está bastante extendido en los círculos donde me muevo desde que era muy chica. Me apena, porque cuanto más inteligente es la persona que conozco, habitualmente más se atormenta con naderías, más obligada se siente a demostrar su inteligencia, más se acompleja frente a la capacidad ajena, más se cierra su cabeza en conceptos estáticos, cuando lo que debería hacer es justamente mostrarse abierta e inquieta.
Para mí, igual que para Paloma, la inteligencia que no sirve para apreciar la belleza de las cosas más simples, o que es una causa de angustias y frustraciones para quien la porta, es tan inútil como aquella inteligencia que predicando inconformismo, se conforma en sus compartimientos estancos volviéndose "oscura en su expresión". No se comparte, por ende no sirve; no es útil, no cambia el mundo. Los grandes genios han sido, todos ellos e incluso a su pesar, generosos: la belleza de sus creaciones y sus aportes, por indescifrables que parezcan (yo no me voy a fijar tanto en la poética de la teoría de la relatividad o del signo lingüístico como en las emociones y el impulso creativo que me generan la música, la pintura o la narrativa) han cambiado la vida de cientos de millones de personas a lo largo de los tiempos.
Pretender guardarse para uno mismo esa comprensión, ese goce, es desvirtuar la finalidad misma del arte y la cultura. Pretender que ese goce no está (o no debería estar) al alcance de todos, o que sólo las mentes mejor preparadas pueden apreciarlo, es una afirmación propia de personas poco inteligentes. La inteligencia que se basa en una autocomplacencia contemplativa, esa que detentan los supuestos torturados e incomprendidos, no me sirve. Es como haberte comprado la edición más hermosa de un libro o película que te gusta para dejarla en el envoltorio y jamás usarla o leerla. Inteligencia de memorabilia, como objeto de culto, es como tener comida de adorno. Pasar hambre para que todos puedan ver que tenés algo que comer y que es más importante para vos como objeto de deseo que como alimento, es una de las peores incoherencias de las que es capaz el ser humano.
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Pasando la hoja, ¡marchen todos a ver Up! Yo no veo la hora de volver a verla.