En las novelas, en las películas y en la vida hay un punto de inflexión para el o los personajes principales. Hasta ayer, estuve leyendo "La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina", de Stieg Larsson (setecientas y pico de páginas que me devoré en cuatro días): uno de los personajes principales se refiere al punto de inflexión de su vida como Todo Lo Malo. Y allí se acaba la referencia. No necesita recordar exactamente lo que pasó. El lector se muere por saberlo, pero al personaje sólo le basta convocar la imagen de Todo Lo Malo para enseguida exorcizarlo.
En la vida misma (nuestra vida), los personajes somos nosotros. Y llegado ese punto de inflexión, todos nos miramos desde afuera. Como si fuéramos asistentes a una película ajena, nos posicionamos en un plano externo y nos vemos en tercera persona y en primera al mismo tiempo.
La sensación es de película. A veces la película es una de terror. O la novela, uno de esos dramones insoportables que de tan patéticos darían risa a un lector más objetivo.
El punto de inflexión casi siempre implica pérdida.
A mí me tocó perder desde muy chica, pero mi punto de inflexión fue hace diez años. Si hubiera que ponerle una fecha, sería la de hoy. Diez años atrás.
Cuando mi vida empezó a cambiar de golpe, yo estaba con Florencia en el Musimundo de 47 entre 7 y 8 de La Plata. No me enteré enseguida, sino una hora y media, dos horas después. Tere llamó al único celular del grupo con el que yo estaba reunida. Llovía a cántaros, con esa lluvia que se abate sobre La Plata como una cortina espesa. Esas lluvias que deben llover en el Amazonas o en la isla de Yakushima. Una lluvia que habría adorado, si no hubiera llegado en un momento de inquietud y desesperación.
Emi manejó durante quince minutos sin decirme nada, aunque él ya sabía la noticia que me esperaba al llegar a mi casa. Antes de abrir la puerta, yo ya sabía. Cuando Tere empezó a hablar, completé la frase en mi cabeza. Había empezado a perder, y en ese momento sólo me costó un puñado de lágrimas. Pagué después con muchas más lágrimas, duelos incompletos y una sensación casi paranoica de profecía autocumplida en ciernes.
Un año después, ya me había devorado por completo la sensación de que todo estaba en ruinas. Los cimientos, carcomidos; lo que creía seguro, perdido. La vida y la muerte aceleraron sus ciclos. Mis vivos pasaron a ser mis enfermos, y luego mis muertos. En el medio, una película (y su leitmotiv, "le temps détruit tout") me llenó de angustia: ¿cuánto perdí en todo ese tiempo que me quitaron?
Después, nada importó. Me quedó una canción para hacerme llorar, incluso hoy. La escuchábamos todo el tiempo, cuando estábamos en medio de Todo Lo Malo.
Pero todo pasa. Y hoy estoy bien.
Estoy bien. Como un vidrio roto, compuesto pero agrietado. Y es mejor.
Porque a lo malo, como a lo bueno, conviene jamás olvidarlo.
(Para Edgardo, para mi familia, y para todos mis "ellos")
En la vida misma (nuestra vida), los personajes somos nosotros. Y llegado ese punto de inflexión, todos nos miramos desde afuera. Como si fuéramos asistentes a una película ajena, nos posicionamos en un plano externo y nos vemos en tercera persona y en primera al mismo tiempo.
La sensación es de película. A veces la película es una de terror. O la novela, uno de esos dramones insoportables que de tan patéticos darían risa a un lector más objetivo.
El punto de inflexión casi siempre implica pérdida.
A mí me tocó perder desde muy chica, pero mi punto de inflexión fue hace diez años. Si hubiera que ponerle una fecha, sería la de hoy. Diez años atrás.
Cuando mi vida empezó a cambiar de golpe, yo estaba con Florencia en el Musimundo de 47 entre 7 y 8 de La Plata. No me enteré enseguida, sino una hora y media, dos horas después. Tere llamó al único celular del grupo con el que yo estaba reunida. Llovía a cántaros, con esa lluvia que se abate sobre La Plata como una cortina espesa. Esas lluvias que deben llover en el Amazonas o en la isla de Yakushima. Una lluvia que habría adorado, si no hubiera llegado en un momento de inquietud y desesperación.
Emi manejó durante quince minutos sin decirme nada, aunque él ya sabía la noticia que me esperaba al llegar a mi casa. Antes de abrir la puerta, yo ya sabía. Cuando Tere empezó a hablar, completé la frase en mi cabeza. Había empezado a perder, y en ese momento sólo me costó un puñado de lágrimas. Pagué después con muchas más lágrimas, duelos incompletos y una sensación casi paranoica de profecía autocumplida en ciernes.
Un año después, ya me había devorado por completo la sensación de que todo estaba en ruinas. Los cimientos, carcomidos; lo que creía seguro, perdido. La vida y la muerte aceleraron sus ciclos. Mis vivos pasaron a ser mis enfermos, y luego mis muertos. En el medio, una película (y su leitmotiv, "le temps détruit tout") me llenó de angustia: ¿cuánto perdí en todo ese tiempo que me quitaron?
Después, nada importó. Me quedó una canción para hacerme llorar, incluso hoy. La escuchábamos todo el tiempo, cuando estábamos en medio de Todo Lo Malo.
Pero todo pasa. Y hoy estoy bien.
Estoy bien. Como un vidrio roto, compuesto pero agrietado. Y es mejor.
Porque a lo malo, como a lo bueno, conviene jamás olvidarlo.
(Para Edgardo, para mi familia, y para todos mis "ellos")