Miro con cautela a los autoproclamados generosos, a los que hablan de "códigos", a los enamorados de su carácter "tal como es", y sobre todo a los que dicen no haber cambiado en toda su vida. Me cuido mucho de quienes hablan para defenderse de acusaciones que nadie les hizo, de los superados y los categóricos. Me cuido muchísimo (después de unas cuantas malas experiencias) de aquellos perros apaleados que nadie quiere, echados o renunciados de todos sus trabajos, por ejemplo... o que cambian de lealtades como quien descarta ropa sucia al mismo tiempo que se llenan la boca hablando de amigos y contactos tan convenientemente lejanos que no pueden desmentirlos. Pese a todo lo que me hace ruido, soy capaz de convivir con ellos.
Pero hay un grupo de personas de los que, directamente, prefiero tomar una cierta distancia.
No lo digo con orgullo. Lo digo con pena porque durante gran parte de mi vida, dediqué energía a personas rotuladas como "causas perdidas". Pensaba que una buena charla y una oreja siempre dispuesta, más los pequeños favores que podía hacerles, mejorarían su calidad de vida. Muchos años estuve convencida de que las actitudes positivas cambian el entorno; sigo convencida de que es así. Al menos, mantenerme positiva salvó mi vida y un par de otras, por contagio o qué se yo.
Esta categoría de personas es diferente. A fuerza de cruzármelas, aprendí a evitarlas porque a diferencia de las demás "causas perdidas", no quieren dejar de serlo. No quieren ser felices, sea porque no pueden con la carga de una vida feliz, o por simple aburrimiento existencial.
Son las personas autocompasivas.
La piedad y la compasión son sentimientos válidos. En cambio, la lástima es una sensación espantosa, para el que la experimenta por otro y para ese otro, objeto de lástima. Lo primero que pierden las víctimas de autocompasión es justamente esa perspectiva del dar lástima, lo que genera en quienes los rodean. Sienten que se quedan solos, y con razón: nadie quiere al lado una persona que se embandera en un dolor sin lucha, sin afán superador posible. Están enfermos y enferman.
El autocompasivo, a diferencia del depresivo que eventualmente encuentra la salida (sea por la superación, la terapia o el suicidio) provoca habitualmente repulsa, hartazgo. El cansancio que generan ciertamente es normal, ya que el entorno se agota de remar en dulce de leche y aquí no hay enfermedad que justifique la abulia, la apatía. No hay una condición psiquiátrica, sino psicológica: el autocompasivo genera un motor sinfín de fracaso-éxito y lo limita a repetición perpetua por comodidad. Le aflige y le pesa su rol de víctima, pero está tan confortable allí que la pereza le impide progresar a la etapa siguiente. Entonces, su (relativo) éxito estratégico está atado a la lástima de otros: cuanta más gente alrededor haciéndole de coro griego a su tragedia diaria, mejor se siente. Pero, a la vez, menos quiere salir del rol de víctima porque sabe que, en cuanto ponga lo que tiene que poner para salir adelante, estará solo.
Sus problemas pueden ser imaginarios o reales, aunque casi siempre se trata de problemas de solución clara y sencilla. Una simple decisión puede llevarlos a la superación de sus circunstancias: jamás la toman. O lo hacen de la boca para afuera, para acallar los consejos o las críticas.
El autocompasivo tiende a boicotearse ya que sólo encuentra consuelo en el conflicto. Cuando comienza a sentirse bien, busca agarrarse de algún pequeño indicio de malestar para retornar al drama cotidiano. La culpa siempre está allí afuera, siempre es de otro: del jefe, de los médicos, de los colegas, de los padres, de una pareja o ex pareja, de los amigos, incluso de los hijos. Nunca es de uno mismo.
El autocompasivo se resiente con todos los que consiguieron estar donde él querría y no se atrevió. Es el que se queda callado con una mirada de reserva cada vez que alguien cuenta que le pasó algo lindo. El que no puede aguantar estar en la periferia de los acontecimientos e interrumpe un relato para hablar de sus propios y pequeños temas. Como a menudo se trata de personas con escaso o nulo roce (social, intelectual), sus temas son, por extensión, repetitivos y dejan a sus interlocutores varados en un malestar permanente.
El autocompasivo no puede ser feliz porque no quiere intentarlo. Arriesgar implica, también, perder. Y no perder en minucias: perderlo todo. La aventura lo atemoriza, entonces se aferra a lo estático, a una rutina de confort, a los malos hábitos. Viven con o de otros, son dependientes materiales y emocionales. No quieren solucionar sus problemas, sino exponerlos para que los demás los escuchen y les palmeen la espalda, los consuelen, les muestren afecto.
Demandan constante atención, aunque no siempre de forma verbal: a veces se enferman y muchas veces sufren percances reales, aunque magnificados, que los alejan de sus metas ("quería dejar de fumar y justo se murió mi perro", "quería volver a estudiar y justo me surgió un trabajo", "iba a empezar a trabajar pero me salió una entrevista en otro lugar mejor"), y con cada nuevo tropiezo, regresa la vieja y querida conducta victimizante.
La mayoría de las veces, si no siempre, pasan algún tiempo enojándose con gente a la que en otro momento manifestaron su más profundo afecto, porque intuyen que estas personas comienzan a alejarse, quizá cansados de su poca voluntad de cambio y por sentir (con razón) que sus palabras de aliento, de consuelo o de admonición, no son suficientes para despertar a "la víctima" de su letargo.
Creo que ninguno de nosotros llega jamás a conocerse del todo (¡y qué maravilloso es esto!). Todavía ignoro mis límites absolutos, pero tengo muy presentes las veces que me tocó hundirme hasta el fondo en todos estos años y la única patada que me empezó a devolver a la superficie fue la que yo misma di al llegar a ese fondo. Me propuse no abusar de las prerrogativas de la amistad, la familia... el entorno en general, sobre todo si es un entorno querido y pendiente de uno. Al contrario: es más posible que me comportase de manera retraída cuando pasaba por un momento especialmente duro.
Quizá por todo esto (por este amor crónico por la vida con sus delicias y dificultades, por mi afición casi adictiva al movimiento) siento una terrible impaciencia, unas ganas crónicas de huir cuando un autocompasivo llega al mismo ámbito en el que estoy. Si no me une a él un lazo imbatible, íntimo, me retiro a prudente distancia, absteniéndome de poner un gramo de energía extra en esa tierra estéril. Llámenlo insensibilidad, llámenlo intolerancia si quieren, pero sólo quien pudo zafar de las arenas movedizas de la convivencia con una de estas "víctimas" sabe que hay algunos hábitos de interacción humana que es mejor no repetir.
Los depresivos, los enfermos, los locos, los desesperados, los outsiders y los parias siempre encontrarán en mí una persona dispuesta a extenderles la mano en circunstancias turbulentas.
Los tristes agentes de la desesperanza, los cultores del duelo perpetuo, sólo verán en mi mano extendida la llave de la puerta a la felicidad: una puerta llamada DECISIÓN.
Pero no voy a abrirla para ellos.