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jueves, agosto 21, 2025

El ritmo de la vida me parece mal

Cada tanto, entro en guerra con mi propio cuerpo. Esta es una de esas épocas. Nos toleramos porque nos necesitamos mutuamente, pero al mismo tiempo nos bufamos como gatos enojados. Me desconozco, una vez más, en este cuerpo que se inhabilita, que cada tanto tira una alarma de "precaución: ya no sos tan joven", que a gatas tolera un poquito de alcohol, que expulsa los hidratos de carbono refinados con violencia, que ya no responde al ejercicio como antes. Lo visto a desgana, lo mimo con esmero por la mañana y por las noches a fuerza de estiramientos, exfoliaciones y masajes con cremas de árnica y aloe vera. Lo protejo de los mosquitos, del sol, de la pintura, pero nunca le alcanza nada al cuerpo tirano, recipiente de un cerebro desbordado de inquietudes y de estrés. 

Pienso: encima, no soy de las personas que tienen más preocupaciones en este momento. ¿Cómo hacen los que no tienen la contención de una manada amorosa, de un trabajo que habilita obra social, del relativo alivio de no tener que pensar en un techo o qué vamos a comer mañana? (Bueno, hay que aclarar que esta última cuestión está cambiando drásticamente en las últimas semanas). Entonces, intento más que nunca ser agradecida, ir al trabajo con una sonrisa por más que hace tres años tengo el sueldo congelado mientras la inflación se dispara, obligándome a malabares desesperados que nunca tuve que hacer en lo que llevo de vida (tres crisis económicas en el transcurso de cuarenta y cinco años) para que podamos sobrevivir. 

Y siempre, siempre la sábana corta. Cada vez más corta. 

Me estoy quedando sin refugios. Internet ya no es lo que solía ser cuando empecé a disfrutarla, allá por el '98. El algoritmo manda y los demás bailan(mos). Estamos perdiendo la salud mental, y al menos a tres o cuatro generaciones a manos de la gratificación instantánea, del doomscrolling, de la brevedad tiktokera. La IA y las fake news borran definitivamente la línea entre ficción y realidad. Todo es la posverdad de la posverdad, es decir: simulación, mentira. Nada es realmente divertido o disfrutable cuando te meten veinte publicidades por minuto, veinte recomendaciones que no te interesan y no pediste. Ahogadas por el sobreestímulo, se mueren la curiosidad y la capacidad de asombro. 

También siento que me estoy muriendo en cuotas. Leía hace poquito a una persona duelar por su capacidad de disfrute creativo mermado, el tiempo que antes dedicaba a la música irremediablemente postergado por una actividad que es igualmente ardua y gratificante, y si se quiere muchísimo más trascendente en términos vitales. Pero ¿desde cuándo la vida se volvió elegir vaciarnos de todo lo que nos hacía humanos para poder sobrevivir como sujetos productivos y de consumo en este mundo cada vez más desigual y frenético?

También se muere el capitalismo, con todos nosotros adentro. Todo sistema monstruoso, entendiendo por "monstruoso" una figura análoga a la de Cronos devorando a sus hijos, está condenado a desaparecer. La lenta, pesada, espantosa y criminal decadencia de este sistema en el que vivimos se está comiendo vivas a miles de personas hermosas y brillantes que nunca van a conocer todo su potencial simplemente porque pasan cientos de horas al año pendientes de lo que les muestra un dispositivo, atentos a mandatos que bajan de pedestales invisibles, adorando al dios Mercado que promete siempre festines de los que a gatas se reciben migas. 

Contra todo lo que digan los gurúes de la buena vida, de la positividad instagramera, del cinismo twitcher, del voyeurismo youtuber, el único tiempo vital fundamental es el tiempo del ocio, del aburrimiento, de la desconexión, de las ocupaciones que nos han hecho creer improductivas: leer, escribir, escuchar música. Poner las manos en acción: en la cocina, en el jardín, sobre la mesa de trabajo. Aprender oficios perdidos, saber hacer cosas porque sí. Pegar un botón, arreglar lo roto. Optimizar lo que hay, no porque no haya otra opción: porque es lo que deberíamos hacer todos para que haya menos basura en el planeta, para no seguir engordando a los bacanes de la obsolescencia programada. 

En esta cultura de lo descartable, de lo playito y lo efímero, mi cuerpo me es más desconocido que nunca. Más cuanto más me afianzo en él, en sus malestares perimenopáusicos, en su decadencia embriagadora. Más y más el mundo me hace saber que sólo hay una forma de envejecer y que no es la que yo tenía en mente, sino una en la que parezca que no me pasa el tiempo

No tengo esa presión sobre mí, y aún así el cuerpo me resulta extraño, mi mente agotada desconoce los caminos mil veces transitados que terminaban en este momento, el simple instante de sentarme frente a la hoja en blanco y escribir, escribir, escribir. Oficio que casi no ejerzo ya, pero que extraño cada día y al que casi no puedo dedicarme porque la inercia de la vida del superviviente se lleva puesto todo mi esfuerzo, todo mi tiempo. 

Tengo que irme a dormir porque mañana es otro día de lidiar con el trabajo que desgasta, las incertidumbres del futuro, el miedo a no poder con todo, a no llegar, a no cumplir, a no poder verbalizar, a volverme loca, a no ser suficiente. Y en el medio, tener que justificar a cada paso que igual estoy bien así. Taradísima, deprimida, cansada, hinchada, pesada, harta, pobre. Pero dueña de mí misma, indiscutidamente, porque todavía no entrego el último bastión de subjetividad al dios que todos adoran. Porque sigo acá, invisible excepto para el que quiera ver y escuchar algo disruptivo. Porque aunque falle miles de veces, tropiece cientos de miles, no voy a rendir mi fuerza a una exigencia ajena. 

Bailo a mi ritmo, por ahora un poco menos de lo que quisiera, con la esperanza de hacerlo cada día un poco más hasta equilibrar la partida. No tengo que ganarme nada en este mundo. Mi lugar en él está claro, y lo tomo día a día. La máquina cruje, quiere triturarme, uniformarme. Le hago creer que puede conmigo, pero no va a poder. 

Nunca pudo.


jueves, marzo 21, 2024

Equinocsia strikes back

 Hoy cumplo cuarenta y cuatro años; soy, hace rato, una persona que está en la mitad de su expectativa vital proyectada. 

Honestamente, no pensaba vivir tanto y sin embargo, aquí estoy. Siempre con una mejor estrella de la que merezco, y con una peor de la que tendría si me gustase más trabajar por el elusivo éxito. Al fin y al cabo, un temperamento inquieto que entraña demasiados intereses, resulta excesivo para una sola vida y un solo cuerpo. 

Creo que "inquietud" es la palabra que mejor me define, porque casi no sé quedarme quieta, estar tranquila, despreocuparme (aunque a esto me sale mejor simularlo que muchas otras cosas). Por supuesto, no seré yo misma quien me defina al final de todas las cosas.

Estoy intentando volver a escribir, aunque claramente nunca dejo del todo. El empuje que años atrás dedicaba a eso pasó a otras cuestiones. Extraño perderme en otros mundos, la disociación total de estar en este y aquél lado. No sé cómo podría manejarlo ahora que hay tantas variables, tantas bolas en el aire.

Hace cinco años empecé a convivir con animales, un deseo larguísimamente postergado, y eso se lleva mucha energía y atención que, por cierto, tampoco quiero poner en otro lado. Intento ser constante en el proyecto que elegí, ya que no me sale la constancia en nada más. He sabido sostener el último trabajo que tuve en los últimos quince años, si bien siempre le sobrevuela la incertidumbre. Como le decía hace poco a un amigo, de alguna forma conseguí encontrarme en el trabajo que hago y ahora es también un canal para quien soy.

Me cuesta asimilar la edad que tengo. No porque esté negada ni mucho menos: una de las cosas sobre las que más he escrito en este blog y en los otros es el devenir del tiempo sobre nuestros cuerpos, sobre nuestros recuerdos, sentimientos, impresiones y pulsiones humanas. Pero sucede que más allá de los cimbronazos de salud o de la decadencia objetiva de esta cáscara pasajera, siento que la potencia de mi espíritu sigue inquebrantable. Hay un tipo de energía que no mengua ni se pone en pausa. Simplemente, se redirecciona. 

Tengo los mismos deseos, apetitos y aficiones que tuve siempre. Mejor disimulados, más atemperados por la experiencia. Nunca fui paciente, pero me hice paciente. No tengo paz interior, pero he sabido cultivarla para brindársela a otros. Hay poquísimas cosas que me den miedo: ninguna de las que pretenden imponerme de afuera. Sigo siendo inmune a venenos. Sigo experimentando un ridículo optimismo, pero puedo explicar de dónde me viene y por qué se impone a cualquier sensación de desesperanza. 

Sigo pendulando, hundiéndome en la mierda, cayendo en inevitables baches de tristeza que no parecen tener que ver con nada de lo que pasa aquí y ahora. Ya no acuno penas viejas, eso no. Soy de las pasiones alegres, positivas. Me gusta arrasarme, quizá nunca deje de hacerlo del todo; lo bueno de haber superado la expectativa de vida que tenía para mí misma es que aprendí mucho sobre mis propios límites, porque siento que todavía tengo muchísimo que experimentar y necesito seguir aquí para poder hacerlo. 

No sé qué va a ser de mí en un par de horas, la semana que viene, el mes que viene. Nunca supe. Sólo puedo intuir, seguir mi instinto. Es, diría, lo que mejor me sale. Día a día soy mejor cínica, aunque todavía estoy demasiado metida en el disfraz de civilidad como para volverme completamente perro. Hace algunos años vislumbré esto que es hoy y no me cuesta mucho imaginar que también llegará ese otro momento. 

Feliz equinoccio de otoño, menguantes lectores. Gracias por estar ahí. 

(y a Marius, cuyo blog bandera nació un mismo día que yo: always the years between us, always the love. always the hours).



lunes, noviembre 06, 2023

Decir y volver a decir

Ya es noviembre. Tanto, todavía, por hacer, y tan poquito tiempo (y recursos). La pandemia terminó hace rato y no sólo no nos hizo mejores, sino que nos dejó de regalito una serie de subpandemias una peor que la otra, todas deshumanizantes. Impera el desprecio por el otro, cada vez es más maniqueo todo, la sensación de fin del mundo destruye cuerpos y mentes. Hay, como en todas las eras de todos los imperios desde el inicio de la civilización, quienes viven en su nube de pedos y no se enteran hasta que la muerte les respira en la nuca o les engarfia la cara. Hablábamos ayer sobre el desgaste de la supervivencia y cómo el espíritu, hambriento, pide más. Difícil no empantanarse en la frustración, más cuando un ciclo que parecía temporario se alarga indefinidamente. ¿Y si esto no cambia? ¿Vamos a vivir así para siempre sólo porque lo que hay al frente puede ser peor que lo que hay? 

Así las cosas, el país se dirime en una nueva elección y la cosa está más peluda que nunca. Oh, momento: esto ya lo viví. En 2015. Recuerdo que a partir de ese año fue todo encerrarse y caer en un pozo de oscuridad tremendo, mientras la mayoría de las amistades vivían en un cumpleañito sin calentarse siquiera en preguntar cómo estás. La angustia con la que fui a votar esa vez sabiendo que todo se iba al tacho. Y sobrevivimos. Argentina es un país tan generoso que siempre queda algo que los predadores y carroñeros puedan seguir rascando. Es un país tan enorme, tan lleno de gente hermosa y pujante que se puede reconstruir una y otra vez. Por eso los que nos van a hacer mierda son los de afuera, los que vengan a sobrevolar los despojos una vez que nos hayamos peleado entre nosotros de forma irreconciliable. Cuando tengamos anulada cualquier posibilidad de construir comunidad más allá de las diferencias, cuando estemos completamente obnubilados por el medio y el mensaje, seremos aniquilados. 

Siento que ya lloré todas las lágrimas y aún me queda tanto por llorar. A veces es la felicidad la que me abruma. ¿Es posible ser feliz sabiendo lo que depara el futuro? Sí, me digo una y otra vez. Sí. Hace algunos años vi Arrival por primera vez (véanla, háganse un favor) y si sigo llorando cada vez que empieza y al llegar a su clímax es por eso mismo. Brevísimas ráfagas de intensidad, preciosas como diamantes, pueden emerger en las situaciones más desesperadas. A eso me aferro con toda la fuerza de mi alma. 

Hay una negrura que me habita (más bien me constituye) y, a la manera de Ungóliant, sólo puedo contrarrestarla alimentándome del brillo de todas las cosas. Espacios, experiencias, seres vivos. Si puedo, si tengo cómo hacerlo, ¿a qué voy a esperar? ¿a que me abandonen las fuerzas? ¿a que mañana sea mejor o más propicio? Y esto vale para todo. Para avanzar y detenerse. Para tiempos de guerra y de paz. Para hacer y para esperar. Por suerte el instinto sigue alto, activo, lo único en mí que jamás duerme. Y el camino, el sinuoso y espléndido camino que hace a la felicidad misma, que a veces es la única felicidad posible. Escuchemos: 


jueves, julio 01, 2021

Invierno

Hace un mes llegó el invierno, querido diario que ya nadie lee, laberinto despoblado. Escribo en vos por necesidad, como si no tuviera otras cientos de tablas de salvación a las que agarrarme para patalear en el mar de incertezas que es la existencia. No hace un mes del solsticio, pero sí de las primeras heladas rumbo al trabajo, del acortamiento notable de los días, la estación que amo aunque muerda los corazones, o quizá justamente por eso. Nada nos recuerda más la indefensión de nuestra especie que el invierno, con sus pocas horas de luz, su inclemencia y su aparente hostilidad. La forma en que obliga a la vida a replegarse bajo tierra, en cuevas, buscando el abrazo de un calor artificial. La forma en que los espacios abiertos descansan de nosotros, la plaga humana que todo lo invade y transfigura. Los cielos grises, los árboles pelados. La hierba parduzca y raleada. El musgo en los muros. La ropa que parece no secarse nunca. 

Me siento bienvenida por el paisaje de la soledad, las notas tenues y graves, los tonos menores sostenidos por una cuerda al aire y las voces ásperas, profundas, todo lo que se asocia a una oscuridad en la que navego con más seguridad a medida que pasan los años. Algo del orden del instinto volvió a mí, esta vez para perdurar. Antes, el instinto era eso que aparecía tipo latigazo para protegerme de cosas que ni yo podía entender como peligros. Ahora vivo en estado silvestre, con apegos nuevos que se transforman casi constantemente. Olvido rápidamente lo que no necesito para la supervivencia. 

También estoy recuperando, muy de a poco, el tiempo y el espacio para escribir. Hay toques de orden y equilibrio donde antes no había, estuve aprendiendo a dejarme organizar por el caos también. Empiezo y abandono disciplinas físicas todo el tiempo. De los precios a pagar, el del cuerpo siempre es el más barato; ya sabés cómo me gustan las ofertas. 

Lo único que me da pena del invierno es la noción de que otros no son tan felices como en climas más templados. Pienso en el sol de la primavera con esperanza, aunque su llegada quiebre estos días perfectos y vuelva a traer los ruidos de niños jugando, vecinos con la música "alegre" al palo en sus patios, trifulcas de gatos en los techos. Se ve que lo mío es el silencio de la vida puesta en letargo. Renuncio a todo eso en favor del regreso de los brotes, del pasto bien verde y el follaje, de los bichitos aunque plaguen toda la huerta. Tomo el verano con resignación y el otoño con alivio. Así las cosas, el tiempo pasa; lo cuento en inviernos, en agostos de promesas que juego a cumplir, en el abandono de algunas cosas que ya no volveré a hacer o a vivir. 

Lo cuento, también, en despedidas.  

Escribo estas palabras en los pocos huecos que me habilita el pasar interminable de personas por esta oficina. Nunca estuve tan expuesta a la demanda de tantos extraños. Los propios sufren un abandono sin precedentes, ¿será por eso que volvió la culpa? ¿o es otra de las tantas novedades de la mediana edad? (No digo crisis porque ya asumí que vivo en crisis; todo mi tránsito por el mundo, desde el nacimiento traumático hasta el día no escrito en que moriré, es una sola larga crisis con pausas como oasis en los que no consigo permanecer).  

Cuento los minutos en que volveré al encuentro de la manada, donde empiezan las horas más preciosas de cada día: una casa bañada en luz natural, con jardín y un cielo abierto que no me canso de mirar jamás. Las módicas rutinas que ordenan las horas, los trabajos y encuentros fuera de programa, extrañar a los ausentes, ver pasar la angustia y dejarla ir sin ceder a la tentación de tomarle un brazo. 

Llegará un momento (un invierno) en que ya no haga falta decirles a todos y cada uno de mis afectos cuánto los amo y cómo; les llegarán mis palabras pensadas hasta gastarse, amplificadas por los ventrículos de mi corazón. Las escucharán en sueños o en mitad de sus tareas diarias, aunque ni recuerden cómo sonaba esta voz cada vez más lejana.

 


jueves, enero 28, 2021

Aullar a la luna

Es un verano sofocante, casi tanto como el de 2018. A ese no lo padecí porque básicamente pasé la mayor parte inmovilizada en una cama, sin gastar energía, sin transpirar. La Niña, dicen, trajo esta falta de lluvia y las plagas que minaron gran parte de nuestra huerta soñada y nuestro buen humor. Los perros, agitados, pasan las peores horas de sol bajo la galería o en el parche de césped que besa la sombra del fresno de la casa detrás de la nuestra. Reviven a la noche o durante la madrugada, hacen pozos en el patio hasta dejarlo parecido a un campo minado; casi no se puede caminar por allí sin tropezar. El gato, de panza contra los cerámicos de la cocina o bajo nuestra cama, hundido en un sopor que se parece a la muerte. Los humanos, mojándonos a cada rato en la ducha, encerrados en la casa hasta que baja un poco el sol y reconquistamos nuestra parte de mundo exterior, bastante sin ganas. Abandonamos casi todas las tareas de jardín y apenas podemos mantener a raya el césped y a las hormigas. 

Durante todo el 2020 que fue tres cuartas partes pandemia me resistí a llevar un diario de cuarentena, pero también podría decirse que la escritura me resistió. Cada impulso fue derivado a otros menesteres. Descubrí lo agotador que puede ser recordar tantas cosas, generar muchos rituales juntos para mantenerse viva, sana y cuerda. Descubrí que mi cuerpo es una máquina de supervivencia y que todo lo que elijo no decir es una carga que se pudre dentro y me amarga hasta la médula. Me reconcilié y me rebelé (a veces en simultáneo) con algunas imposibilidades. Lloré mucho más de lo que me permitía llorar cuando había más motivos. Sentí que no estaba a la altura de la vida que elegí, que no tengo lo que hace falta para sostenerla, que soy mala y poco meritoria. Aún tengo que lidiar con ese pensamiento cada vez que llega la hora de dormir.

Muy pocas veces como en 2020 me sentí tan poca cosa, tan incapaz, y sin embargo sigo imponiendo algo, una autoridad proyectada, una especie de campo de fuerza que mantiene todo prolijamente a raya. Vivo y trabajo sumamente expuesta, en un ámbito muy pequeño donde resultaría sencillísimo quedar pegada a rumores y puteríos, pero nada me llega. O eso creo, a fuerza de que no me importe. Traje desde Buenos Aires la capacidad de hacer creer que soy insignificante, mientras extiendo los polimorfos tentáculos de mi sensibilidad para aprehenderlo todo, estar en todos lados y en ninguno, observar sin ser tenida en cuenta. Hay una vida que discurre dentro de mí, un cosmos que se resiste a morir o aletargarse, y debo mantenerlo a raya para que no salga atropellando a impregnar el otro mundo, el de afuera. 

Posiblemente el esfuerzo de contener y desatar me esté desguazando. 

Asisto al derrumbe progresivo de mi Yo corpóreo pensando cuánto más puede tardar la mente en seguirlo. Nada es más relativo que la expectativa de vida en un panorama como el actual, me digo. Los impulsos siempre estarán ahí y cuesta retenerlos en la cueva mental. Cada vez me permito menos desahogos, pero no son pobres en absoluto. Un destilado esencial de perversión, ejercicios mentales, maniobras de supervivencia en la intimidad. El ascetismo siempre se me dio bien, igual que la compañía de los animales, los singulares y los niños, el cielo, la tierra, los árboles. Tengo esto aunque no tenga nada más. Y las palabras, ah, millones siempre, flotando como ideogramas en el aire, materia oscura entre mis átomos. 

Por la noche, abro la boca para hablar y sólo tengo aullidos.

 

martes, septiembre 22, 2020

Apuntes sobre (una experiencia personal con) la depresión

 Cada vez que quiero arrancar este texto vengo de días de mucho masticar la cosa, en mi cabeza está todo clarísimo y listo para ser escrito. Pero el momento pasa y ya no recuerdo ni siquiera cómo quería empezar. Soy una narradora, conozco la importancia de enganchar desde la primera línea. Pero también sé que hablar de estos temas no es algo de todos los días ni es un asunto de ficción ni busca el enganche. De hecho, creo que íntimamente no quiero hablar de este tema, como no quiero hablar de muchos otros temas. La depresión es una topadora cuya inercia arrasa mucho tiempo después de que se manifiestan sus primeros síntomas, y una de esas inercias es el profundo sentimiento de culpa por haber estado deprimida. Que la invocación de ese fantasma no se vaya a interpretar como recaída. Peor aún: que la mención de la posibilidad de convivir con la depresión en estado latente no se tome como signo de descuido personal, de incapacidad, de ingratitud para con la vida que se lleva o las personas que acompañan.

Es difícil navegar la depresión o cualquier otro trastorno. Para empezar, todos  transitamos distinto la cuestión que nos toca. Enfermedades, duelos, cambios, desgarros: da igual, porque todo es diferente. No voy a profundizar en la forma en que los demás pretenden brindar ayuda y se enojan o se frustran cuando esa ayuda (en sus términos) no es bien recibida o termina mal. No voy a profundizar en los tratamientos. Estoy escribiendo esto para poner luz sobre una experiencia personal y porque el momento que vivo me resulta tan intoxicante que a veces siento que la oscuridad en la que tanto supe estar le ocurrió a otra persona, que no voy a volver a pasar nunca más por eso. Y sé que no es cierto. Por eso escribo, como testimonio, como recordatorio.

En el comienzo fue la angustia. No recuerdo sus detonantes pero sí sus efectos en mi cuerpo. Llorar sin razón, una necesidad visceral de aislarme ("volverme invisible", y más tarde "que la tierra se abra y me trague", "desaparecer"), la sensación de que nadie tomaba en serio las cosas que me hacían bien o mal, picos de euforia en los que me invadía una dicha tan absoluta como inefable. 

A medida que crecía empezaron los arranques de ira ciega, literal: ver rojo, escuchar un zumbido asordinado intenso que tapaba todos los sonidos del mundo, como si me hubiesen metido de golpe en un tanque de deprivación sensorial. Si me peleaba en medio de ese estado (cosa que pasaba, y mucho) no sentía dolor; podía golpear y ser golpeada sin límite. Después, casi enseguida: la culpa. El remordimiento por haber causado daño y la impresión de que ya nadie iba a ser capaz de quererme porque yo era mala, loca y mala, que no importaba el arrepentimiento ni las veces que pidiera perdón. Compensar desarrollando una personalidad encantadora, afirmada en un altruismo que nunca me costó esfuerzo, para que la menor cantidad de personas posible intuyese el abismo negro donde se cocía el monstruo. 

A las etapas de excesiva energía podía seguir un abatimiento que era como una mortaja. Eran momentos (horas, días, semanas) de un peso atroz en el pecho, como si una capa viscosa y fría recubriese todos los órganos internos. Allí supe lo que es volverse robótico, zombie, que te miren con lágrimas en los ojos, que te hablen esperando una reacción y sentir que nada de eso hace eco en las tripas, todo lo contrario a emocionarse: estar vacío, solo, hueco. Sin respuesta. Aprendí, también, a impostar en esa situación de absoluta nada. A pretender que sí, que entendía lo que me estaban diciendo, que era capaz de reacción, de sentimiento. Pero era todo mentira. Metida en esa zona oscura, que alguna vez describí en terapia como "el lugar azul y negro", experimento con toda claridad el concepto de alma de nuestra tradición occidental y cristiana. Porque no la tengo cuando estoy ahí. 

Estoy sentada, inmóvil, en la oscuridad más absoluta. Sin identidad. Sin pasado, ni futuro. Sin amor. Sin energías. Sólo puedo estar allí, hasta que algo funcione de eyector y me saque. No depende de mi voluntad. No hay voluntad allí. Todo lo que soy se fue lejos de mí sin decir cómo ni a dónde, ni si va a volver.

Porque, contra todo lo que podría creerse, contra mi propia punzante vitalidad y las ganas enormes que tengo de hacer cosas, contra mi temperamento positivo y alegre, está la Zona Oscura que es el lugar de la más absoluta Nada, en el concepto que usa Michael Ende en "La historia sin fin". La Nada como el lugar del No-Ser, donde ninguna magia es posible porque no hay chispazo, ni sonido, ni conductividad. Vivo con eso puerta de por medio, espalda con espalda, la Manía y la Depresión en un equilibrio delicado y pendular que en algunas épocas es lento y armonioso y en otras me regala bandazos violentos, lagunas mentales, una parafernalia tanática de espanto, capaz de alejarme de todo lo que me hace humana (o al menos una mejor versión personal).

Creo que el peor de mis miedos ha sido ese: perderme y no volver nunca más, quedar inmóvil en esa zona oscura sin reencontrar esa parte de mí que me hace profunda, tortuosa e imperfectamente feliz. Lo traduje en sucesivas épocas de la vida como diferentes miedos: a la locura, al extravío, al olvido, al desconocimiento completo de mí misma. Me costó mucho entender que esa Nada es parte de mí, que soy yo también, pero despojada de máscaras y de propósito, enfrentada a una pregunta vital que todavía no me atrevo a formular en voz alta, ni a poner por escrito, aunque la tengo en mente cada día e incluso ensayo para ella varias respuestas. 

Decía al comienzo que no hay una sola forma de lidiar con la depresión, tome la forma que tome. Hay factores que puedo identificar y hay situaciones en que se me presenta novedosa por completo. La mía es una depresión activa, una de las más silenciosas e inadvertidas. Existen en el mundo personas que me conocen hace años y podría decir sin miedo a equivocarme que nunca me vieron en un momento bajo, aunque estuviese efectivamente pasando por ese momento. 

Es difícil de explicar y la verdad es que muchas veces uno mismo no quiere hacerlo. Es complicado hacerse entender y más cuando estás "en" el momento. La reacción general inmediata del que te quiere es ponerse en la positiva, o peor, en la imperativa: vas a salir, yo te voy a ayudar, tenés que hacer esto o aquello. Procurar soluciones, como si uno mismo no hubiera dado ya mil vueltas al asunto. No simplemente sentarse a tratar de entender, a ver si sale de esto aprendiendo algo que el día de mañana quizá ayude a otros. 

Yo escribo esto en un buen momento, incluso podría hablar café de por medio con ligereza y hasta con humor. Eso desconcierta mucho a la gente. Entonces, "si te reís de esto, no es tan grave". Bueno, algunas de las personas más positivas y vitalistas que conocí están muertas. Se mataron. Y eran un cago de risa, el alma de la fiesta, gente inteligente, con proyectos. No es que lloraban todo el día por los rincones. Los impulsos suicidas vinieron muchas veces después de momentos de felicidad muy intensos. Tuve algunas de mis peores crisis de angustia después de decisiones en extremo positivas y liberadoras. Esto no es una ciencia exacta. La salud mental no se reduce a un manual de psiquiatría, medicarse y salir andando, aunque eso y la terapia ayuden bastante. 

No te salvan los amigos ni la famila, ni la guita, ni una carrera, ni tener proyectos, ni los hijos, ni el éxito personal o profesional. No te salva tener todo lo que querés ni que los planes te salgan de taquito. En mi experiencia, lo peor que se puede hacer es obsesionarse con la cura, con estar bien, con un horizonte de certezas imposible, con tener todo bajo control. Quizá lo mejor ha sido generar una pequeñísima red de seguridad de personas que sí entienden, y abandonarme a ellas llegado el momento. Y tener en claro que controlo poco, muy poco de lo que me pasa. Que a veces es suficiente con ser capaz de discernir cuál de estas emociones que me agitan son reales y cuáles productos de una especie de alucinación maligna que me retiene anclada en el lugar azul y negro. 

Me corrijo: todo es real mientras sucede. Los efectos en mi cuerpo y en mi psique son absoluitamente reales. Lo que no es real es lo que sucede por fuera de ese momento. Soy amada. Doy amor. Estoy donde quiero, con quienes quiero. Las nubes dentro de mí eventualmente pasarán, como han pasado tantas otras veces, y volverán otras tantas. Tengo clara una sola cosa y a ella me aferro como un mantra: no soy mi trastorno, no soy mi dolor. Tengo depresión, no soy depresiva. Paso por una fase destructiva; no soy destrucción. No estoy loca, aunque tenga momentos fuera de mí que hagan que los demás me desconozcan por completo. Aunque sienta que efectivamente me pierdo en una Nada sin fondo.

No sé qué más se puede decir sobre el tema. Hoy no puedo decir más. Ya escribí tantas veces detrás de tantas máscaras. Intuyo que habrá otras. No soy esto aunque viva con esto, me repito. No soy única ni estoy sola, aunque en el instante sin tiempo de azul y negro sienta que no existe nadie más en el mundo, ni siquiera yo, que me fui y no sé ni cuándo vuelvo, ni si vuelvo. 




miércoles, junio 10, 2020

Carta a Marius / 3



Podría decirse que a nuestra peculiar manera de estar en el mundo le faltaba una pandemia. Lo último que escribí omitía la amenaza en ciernes, nada de lo que se lee allí habla de lo que estamos viviendo ahora. ¿Te acordás cuando discutíamos esa manía que tengo de no usar la primera persona del plural aún cuando te incluyo? Todavía me cuesta no ser elíptica, especialmente aquí, especialmente ahora, robando minutos a la madrugada en tu computadora, bajo la luz tenue de la linterna del celular, después de que nos despertó el negro Zucchini ladrando sus reclamos bajo la ventana. No quiero que ni los perros sepan que estoy levantada escribiendo esta carta. Quiero y no quiero que estas palabras hablen de nosotros. Seguir siendo el secreto mejor guardado, que crean que nos conocen, reír mientras imaginamos las caras de los queridos extraños si pudiesen escuchar nuestras charlas, si pudiesen ver la forma en la que somos cuando estamos solos. Cuando la oscuridad se apodera de mí, boca abajo, más vacía que cero, invisible vienes a mí en silencio. Pasaron muchos años y pasarán muchos más y seguiremos preocupándonos por las mismas cosas: si uno durmió poco, si al otro le duele algo, cuánto falta para todo lo que falta, cómo asir la pequeña dicha cotidiana sin inmovilizarla. Algunas personas piensan que soy algo; me diste eso, lo sé. Pero siempre me siento una Nada cuando estoy sola en la oscuridad. Después de todo, ¿cuál es la fórmula de lo imposible? Son estos minutos robados a lo cotidiano, las excepciones disruptivas, el espacio entre nosotros donde uno sólo puede navegar a ciegas, confiando en que está todo bien. Son las diferencias respetadas a rajatabla y las libertades inclaudicables. Podrías seguir viviendo a mil kilómetros de distancia y aún así tendría un hilo de plata enredado en el dedo pulsando cada hora de cada día. Es el interés profundo, genuino y compartido. Es la rutina sin rutina y las listas no escritas, los kilómetros y las horas. Esto que sucede, aquí y ahora: otra primera vez en un trayecto generoso en primeras veces. Proporcionas el alma, la chispa que me impulsa y me hace algo más que carne y huesos. Ya se adivina el amanecer y tengo que salir de esta ciudadela. Todas las veces, invariablemente, es la necesidad lo que me impulsa a salir. Y la única razón por la que me rindo a esa necesidad es la certeza del camino de regreso. Volver aquí, volver a vos.
En momentos como éstos, cualquier tonto puede ver tu amor dentro de mí.

martes, febrero 04, 2020

Una casa con diez pinos

Hay una imagen que se repite a lo largo de los años. En el sueño y la vigilia, en las fantasías y la modesta cristalización de los viajes cada vez más espaciados, cada vez más breves. Una eventualidad accidental.
Nací en el litoral argentino, en un lugar donde hay seis meses anuales de calor mayormente húmedo y seis meses de un invierno subtropical que a gatas constituye un alivio. Nací sufriendo el calor y quizá por eso quedé subyugada a muy corta edad por los paisajes de bosques y nieve que veía en los posters del negocio de mis abuelos y las fotos de los atlas. El mar, de momento, lo tenía asociado a localidades balnearias y no lo registraba como destino de fuga, mucho menos para el verano.
Recién conocí la nieve a los veintisiete años, paradójicamente en Buenos Aires. Antes de eso, un garrotillo helado en la cumbre del cerro Catedral, cuando fui de viaje de egresada a Bariloche, y otro en Sierra de la Ventana.
Entre mi primer viaje y el segundo a la Patagonia (lo más parecido que hay en Argentina a un lugar donde me gustaría morir ya vieja) pasaron catorce años. Cada vez que pude ir confirmé ese amor extraño por la aridez y el frío, por los paisajes que en los días grises parecen difuminados, asordinados por el silencio y cuando hay sol tienen una nitidez y definición que elevan todos los sentidos.




No sé hasta qué punto los deseos de la infancia mutan en otras cosas cuando crecemos. A mí ese deseo de vivir en comunión, o al menos muy cerca de la naturaleza y del silencio, se me volvió una urgencia, más acuciante cuanto más crecía. Otros deseos, como recorrer el mundo y conocer todos los países, mutaron en el más modesto "visitar muchas áreas naturales protegidas e interactuar con la menor cantidad de personas posible". (Igual no descarto ninguno; en mi cabeza moldeada por London y Verne todavía resiste la fantasía de vivir todas las vidas que sea capaz de pensar).
Hoy vivo en una casita un poco más pequeña que el último departamento de la etapa de Buenos Aires, pero con galería y un patio que duplica los metros cubiertos. Un terreno cuyo césped mantenemos puntillosamente y en el que comenzamos a cultivar nuestras propias verduras, todo tipo de plantas y flores. Tímidamente, a los tropíezos: él va adelante y yo le sigo. Nos han regalado cuatro árboles y la promesa de algunos más. Vivimos con dos perros, aún cachorros, y un gato. Todo es difícil e insume tiempo: combatir algunos insectos y otros no, entrenar a los animales y sociabilizarlos, no perder el hilo de los pagos mientras vigilamos el ciclo de cultivos, mantener lo que hay mientras procuramos lo que vendrá.
Pasar de un departamento a una casa después de no vivir en una durante la mitad de mi vida es un desafío que a veces me desborda. A veces también pienso que nací para eso, para una casa con enorme jardín, bastante desordenada, sin mucho espacio de guardado y donde siempre hay algo fuera de lugar o apilado donde no debería. Hay días que estoy inenarrablemente cansada y días en que no logro conciliar el sueño por el envuelte y la expectativa de lo que vendrá.
Digo que no sé hasta qué punto, pero sí que el deseo puede mutar en otra cosa, porque es tan fluido como el tiempo y sujeto a los mismos imprevistos. Para preservar la llama de ese deseo hemos sido capaces de sacrificios enormes. Hemos llegado a sentir que la llamita apenas cabía en el cuenco de una mano y que podía apagarse en cualquier momento, incapaz de resistir la brisita tenue de una nueva geografía. La cubrimos con el cuerpo y con el alma hasta quemarnos en ella. Cuando no hay combustible suficiente para que el deseo arda, o lo dejás morir o lo alimentás con tu cuerpo. Eso aprendí del quemador compulsivo de puentes.
Así las cosas, no tengo la casa que soñaba cuando me veía en el Sur. En algún momento del tiempo, que es continuo y puede perfectamente ser alterado por la muerte (mi muerte), quizá haya una Agus más añosa que ya está cuidando otros árboles, otro huerto, otros animales, en esas latitudes donde los seres humanos no se amontonan ni hablan a los gritos de vereda a vereda, donde hay que desplazarse algunos kilómetros para proveerse de lo esencial y saber un poco de todo para no quedar desvalido en mitad de una ventisca. Entre tanto, en el aquí y ahora, tengo esta casa que jamás imaginé habitar (en otro momento de ese tiempo fluido la visité, cuando vivían allí otras personas y la disposición de los cuartos estaba al revés). Sin coníferas, sin perros Terranova, sin montañas y sin lagos. Sólo un colchón de césped verde, la promesa de unos árboles, enredaderas con "trompetitas" de color azul y rojo, una huerta y unos animales que aprendo a cuidar a fuerza de pruebas y error, el río a un kilómetro, el canto de cientos de pájaros.
Esa casa que ahora es nuestra casa ya era así cuando entramos por primera vez, todavía llena de albañiles, el patio un cementerio de escombros y bolsas de basura viejas, el césped raleado, la medianera hecha de tejido vencido sin resguardo alguno. Pusimos un pie allí y todo empezó a florecer, a crecer, a alinearse. Como Howl cuando reagrupa y rearma su castillo gracias a la magia de su corazón-fuego-estrella. Esta casa es, en un tiempo más, varios canteros y arcos cargados de vegetación. Esta casa es el jardín del gigante, con un muro que nos separa de la vista de los curiosos y toda una vida palpitante hacia el fondo, en días de luz y de sombras. Un remanso, una ciudadela. El mejor lugar para vivir.
Aquí y ahora. 

lunes, noviembre 05, 2018

Lo que hace de una casa un hogar.

El desorden cíclico de los ambientes.
Los ramitos de eucalipto en el barral de la cortina.
La fina capa de polvillo sobre los muebles.
Olor a comida y a pan casero.
El patio lleno de plantines.
Una soga cargada de ropa que se seca al sol.
Un rastrillo apoyado en el tapial, junto al suspiro.
Las telarañas que vuelven a los rincones al día siguiente de ser quitadas.
Las cortinas entreabiertas.
Sahumerios y hornillos con esencias para recibir a las visitas.
Almohadones baqueteados.
Las mochilas siempre en el futón. 
Un libro empezado junto a la computadora. 
Media mesa para comer y la otra mitad llena de papelitos, tornillos, cables, pulverizadores de jardín, un cepillo de pelo.
Vidrios empañados con marcas de dedos y salpicaduras de tierra. 
Remeras y abrigos sobre las sillas.
Un cargador de celular siempre enchufado.
Paños de cocina en remojo con lavandina.
El rumor del termotanque calentando el agua.
Toallas húmedas colgadas de los picaportes.
Una pila de libros en la mesa de luz.
La música. El golpeteo de los dedos en las teclas. 
Masa madre fermentando sobre la heladera.
Los mates compartidos de los fines de semana y los cada vez más raros días francos. 
Caricias y roces robados al quehacer de todos los días.
La siesta. 
La lectura. Las conversaciones. 
Música a toda hora. 
La placa de bruxismo olvidada en el baño. 
El reloj de pared sin pilas.
Las marcas de pisadas en el suelo al ratito de haber pasado el trapo.
Los papeles que se amontonan sobre el escritorio.
Las cubeteras vacías sobre el secaplatos. 
La basura separada junto a la puerta de calle. 
El césped a veces crecido y a veces corto del frente.
La luz encendida del porche. 
El rumor de la lluvia en el techo y los desagües (un sonido que igual que el árbol que cae en el bosque, sólo tiene sentido cuando hay oídos para escucharlo).
Y el amor,
el amor 
en todos lados.



viernes, septiembre 28, 2018

"y el problema siempre parece ser que estamos levantando las piezas del rebote"

Hace algunos años, con posterioridad a un episodio de violencia en la vía pública, me recomendaron consultar a un psiquiatra.
(Normalmente no estaría contando estas cosas en un blog, pero los blogs pasaron de moda, nadie los lee y ahora siento que soy más libre de usarlo en sintonía con esta nueva forma de vivir cada vez más como se me canta).
Decía: tuve un episodio y golpeé a una persona en la calle, volviendo a casa después de pasarla hermoso en buena compañía. Hacía menos de dos semanas había comenzado terapia y estaba en una etapa de ebullición e incertidumbre absolutas. Sentía que había alcanzado uno de mis objetivos de vida y los otros se desdibujaban o estaban irremediablemente lejos de mi alcance. Sea por lo que sea, con la testosterona a tope siempre me fue muy difícil pensar. Creí que por fin había llegado el momento de medicarse.
El primer psiquiatra que vi recomendó dos antipsicóticos fuertes. Sin haber hablado conmigo más de treinta minutos. Sin análisis de sangre, sin preguntarme más nada que cómo me sentía.
Y yo, que no miento ni al test de Rorschach, le dije exactamente lo que sentía.
Dos antipsicóticos.
Salí de ese consultorio sintiendo que me habían revoleado una trompada, pensando qué quedaría de mí cuando las pastillas comenzaran a hacer efecto.
Hice una nueva consulta con alguien recomendado por la analista que veía en ese momento. Me escuchó durante casi dos horas. Hizo varias preguntas. Indicó análisis completos y recién allí miró la receta del otro psiquiatra.
"Esto tiralo, vamos a buscar lo que mejor te funcione" dijo.
Los dos años que fui y volví de la consulta, ajustando dosis y observando mis propias reacciones más de cerca, fueron bastante productivos en términos de autoconocimiento y bienestar físico, la vida se hizo más vivible, pude sostener resoluciones, enfocarme. Lo más importante: no me perdí en la sopa química, que es el miedo (el prejuicio) más viejo que arrastro con respecto a la medicación psiquiátrica. Por "perderse", entiéndase un desconocimiento tan radical de mí misma que hiciera prácticamente imposible reconocerme, ya no frente al espejo, sino hacia adentro.
El mundo interior, la manera en que mi cerebro configura el deseo y el goce, una intuición animal ajustada para morigerar la devastación que sucedía a los impulsos. Si perdía esas cosas, sentía que perdería lo único que valía la pena de mí, lo único que había logrado que me gustase.
Cada uno ancla su ego donde puede. Mi punto de apoyo es más bien un pivote. Así las cosas, cinco años después de dejar las pastillas (ojalá fuera para siempre; desde el fin de la terapia combinada no puedo pensar en absolutos) me desconocí varias veces. ¿Soy esto?¿Soy lo que era antes? Al menos ya no están los momentos blancos, las lagunas, el zumbido en los oídos, el velo rojo que deformaba el mundo cuando entraba en modo berserker. Todavía. Porque soy esto y soy aquello. La de antes, la de ahora. Y un potencial que aprendí a mirar con cautela, igual que aprendí a caminar entre vidrios y escombros después de cada fin del mundo.
Un animal sólo llega a viejo si aprende.





lunes, septiembre 24, 2018

"You live in terror of a blackout, a computer crash, a car won't start, a phone doesn't ring"

Hace poco más de tres años empecé un proyecto de escritura que disfruté muchìsimo. Un experimento, a ver si era capaz: dedicar una hora diaria, y sólo una (ni un minuto más) a la redacción, corrección y publicación de un cuento durante un mes. Un cuento al día, una hora al día, todos los días del mes de agosto de 2015. Treinta y un cuentos en total. Salió bastante bien, y aunque algunas historias me gustaron y a otras las odié, cumplí el objetivo a rajatabla.

Ayer terminé de ver esta miniserie y quedé pensativa, regulando, hasta que recordé uno de los cuentos que salieron de aquella experiencia y que transcribo aquí abajo.



El principio del fin.


Parado en la tundra con la última luz y sin otro medio de escape que las propias piernas, Iván reza a un dios desconocido después de muchos años de agnosticismo y le pide, dondequiera que esté, que no lo abandone. En realidad se habla a sí mismo en una letanía sin fin porque pronto no habrá nada más que valerse por la propia. Aquí y en cualquier otro lugar. Iván y los demás son los modernos avatares del Apocalipsis que traen un mañana de barbarie. Hay viejos y hay jóvenes, hombres y mujeres, todos rigurosamente seleccionados y probados a lo largo de años de clandestinidad. Faltan diez minutos para la hora que coordinaron escrupulosamente en cada uno de los puntos del planeta. 

Le surge una pregunta inevitable: quién va a fallar. Porque no le cabe duda de que entre tantos al menos habrá otro que sienta lo mismo que él. Mal que bien, todos venían de alguna parte y aunque abjuraron de sus vínculos hace mucho tiempo es difícil no pensar en lo que quedó atrás. No hay lugar para sentimentalismos, porque cuando llegue el final esas familias, sus pasados remotos, estarán igualadas con cualquier otro hijo de puta en la carrera por la supervivencia.

Este es el punto sin retorno. No será él quien falle. Pero reza, muerto de miedo. Tantas cosas pueden salir mal. Nada es peor que este punto al que hemos llegado. Hay que dejar espacio a un nuevo modo de vida. Es posible que sobrevivan unos poquísimos niños para garantizar la continuidad de la especie. Es posible que ninguno de esos niños sea el suyo. 

Faltan cinco minutos. Acerca y aleja su mano del botón que debe apretar. Un minuto de descoordinación puede cambiar toda la cadena de sucesos. No está previsto que él sobreviva, pero no le importa. El que abandona a su familia no tiene mucho más por qué vivir.

¿Y si llega antes de que empiece el caos? Su mente se dispara. A pesar de sus esfuerzos por racionalizar la trascendencia del momento, Iván dedica sus últimos minutos a pensar cuántos días a pie hay entre la estepa y su casa, dónde podría encontrar agua y comida, qué rutas conviene tomar. Si camina tres intervalos de cuatro horas, duerme otros tantos y tiene la suerte de encontrar provisiones son diez o doce días. Se entusiasma. Existe una posibilidad si mantiene la orientación y la calma suficientes.

No alcanza a imaginar el momento de su llegada. Está programado para apretar ese botón pese a su ridículo y humano instinto de supervivencia. En el milisegundo que tarda en visualizarse frente a la puerta de su casa, la explosión lo vaporiza. 

Un resplandor intenso de cientos de miles de explosiones colma el horizonte. Después no hay luz en absoluto. Las últimas cenizas de Iván tocan el suelo. Lejos, se escuchan los primeros gritos.

lunes, enero 02, 2017

Carta a Marius / 2

Un día empecé a escribirte y no paré. Hubo una noche entera que pasé despierta al teléfono por primera vez en la vida. Una tarde te pedí que no cortaras el Skype aunque me caía de sueño y tenías que seguir trabajando. Una madrugada te susurré lo que ya sabías y te oí responder "cagaste". Sonreí entre lágrimas. Luego viajé a verte. Padecimos todo un febrero. En marzo emergimos. Ese año fue vértigo y encierro. Las primeras discusiones, la convicción de que nuestro carácter nos haría alternativamente la vida imposible, e imposiblemente hermosa. Pasamos meses reconcentrados en nosotros mismos, entre largos silencios y charlas maratónicas. Reunimos unas pocas pertenencias, cambiamos de casa, pudimos hacer los viajes que siempre quisimos. Me partí en mil pedazos y los sostuviste a todos. Te quebraste e intenté hacer lo mismo que habías hecho para sanarme. Los miedos vinieron y se fueron, se van y vienen. Como los días, como olas. Vimos crecer a los niños, convertirse en adultos. Vimos nacer a otros niños. Empezamos proyectos que nos dimos el lujo de dejar en pausa como si fuéramos eternos, pensando que siempre hay tiempo, que si no es hoy será mañana. Un poco así somos las almas gastadas. Lo mejor siempre está al frente y la suerte favorece a la mente preparada. Deambulo por este extraño mundo que hace rato no transita nadie, casi puedo escuchar el eco de mis pasos. Todo esto, nuestra vida que discurre, me parece que empezó ayer nomás. No siento el cansancio de los años en el cuerpo ni en la mente. ¿Qué hacemos si un día amanecemos viejos sin habernos dado cuenta? pregunto, y contestás, con ojos llenos de vida y una sonrisa, nuestra cita preferida del Eclesiastés: "Todo tiene un tiempo bajo el sol". 
Y yo entiendo. Entiendo todo.

sábado, enero 09, 2016

Escape.

Hay que escapar. A donde sea. Hay que esconderse de la angustia, la tristeza, los impedimentos. Hay que escaparse, levantar un puñado de tierra del camino, morder el puño y enterarse de que más allá (mucho más lejos del último lugar que toca la vista) no espera nada.. Hay que correr, caminar, cojear, licuar los huesos en un último arrastrarse. Hay que viajar a las tierras exteriores. Son muchas voces a las que hacer caso, tantas que el hilo se tensa por los cuatro lados y sus subsidiarias estrangulan la sangre en todas las direcciones, como una telaraña rosa de los vientos. 
En la mente, una guadaña trasegando imposiciones. En la boca, una risa que se agranda. 
Y en el centro, resistiendo, las murallas.




sábado, julio 04, 2015

Astillas

Se hizo de noche mientras tomábamos el último sorbo de exprimido. Ya no me latía el corazón como al principio, aunque sabía que él se iba en un rato nomás. ¿Qué otra excusa iba a poner para seguir hablando? 
Esperé tanto ese momento, contando los días como una presa. De febrero a abril había cambiado de trabajo, desarrollado una lumbalgia y caído en la más profunda de las tristezas. No guardo recuerdos después de la primera semana de marzo de 2004, cuando volví del festival de cine. Ahí lo pasé bien. Dos semanas antes de eso, él me había despertado llorando. 

Quería hablar. Yo lo amaba con esa voracidad de los veinte años y cada palabra que conseguí de él está grabada a fuego en mi memoria. Me senté con la espalda contra la pared, en esa cama descuajeringada que conocía mejor que ningún otro lugar del mundo porque él era mi mundo.
Y me dejó. Ahí mismo, abrazándome y llorando por primera vez. Qué fuerte era verlo llorar después de siete años de conocernos cada gesto. Fue una conversación muy breve en la que me limité a hacer gestos y monosílabos para no interrumpirlo. Acepté todo lo que dijo, no refuté nada. Lo único que podía pensar es "¿en qué fallé? ¿en qué fallé? ¿en qué fallé?", pero no conseguí articular un solo reclamo. Me dijo que ya no estaba enamorado, así que más no se podía hacer. ¿Qué importaba desde cuándo y por qué? 
El amor nos había separado al fin. 
Me pidió que no lo contactara más porque creía que no iba a poder resistir las ganas de verme si yo le dirigía la palabra. ¿Ni siquiera por mail o msn? Ni siquiera. Me logueé en el MSN en su computadora y le hice mirar mientras bloqueaba y eliminaba su contacto, el de sus familiares y amigos. Sonreí para darle ánimos en medio de las lágrimas y ahí, creo, me rompí. Una grieta fulera. Crac.
Era un sábado de verano y el calor dio la excusa perfecta para levantarse temprano. Creo que lo hizo para que no nos cruzáramos con nadie de su familia cuando saliéramos de la casa. Para que no vieran nuestros ojos rojos, como nunca habían visto u oído nada extraño entre nosotros. Me llevó a la estación de trenes en silencio y volvió a llorar cuando estacionó en la puerta. "Prometeme que vas a estar bien y no vas a hacer ninguna locura". Prometí, porque estaba muy convencida de que si bien ya no importaban un carajo ni la vida ni el futuro, era capaz de hacer por él lo que nunca haría por mí misma.
Ni siquiera me di vuelta a mirarlo por última vez porque ni bien cerré la puerta del 504 a mi espalda empecé a llorar con angustia, el pecho reventando de gemidos. Creí que me moría de dolor y me pareció tan injusto mostrárselo. Tan indigno. Corrí el tren, me subí a uno de los últimos vagones, me acurruqué junto a la ventana y quedé ciega al mundo. No escuchaba, no podía hablar, no hacía nada más que llorar porque no iba a escuchar su voz nunca más, no iba a poder tocarlo nunca más. 
Recuerdo que pensé muchas veces "ojalá me muera ahora".
El vidrio en el que apoyaba mi cabeza reventó a la salida de Ringuelet. Sentí el estruendo en el cráneo. Volví a la realidad porque los pocos pasajeros del vagón me rodeaban gesticulando y gritando. Miré la ventana, había un agujerito y astillas que se desprendieron un poco cuando me separé de ellas. No escuchaba lo que me decían. Sonreí y les dije que estaba bien. Debatieron brevemente que si piedrazo o balinazo mientras yo volvía a apoyar la cabeza en el exacto lugar del agujero. 
"Ahora no vas a llorar más" escuché. Y literalmente no volví a llorar. Crac. Los pedazos cayeron. Bajé en Constitución con un frío en las tripas que nunca había sentido antes. 

Se hace de noche y yo pienso en todo esto. Gracias a vos, aprendí a escuchar y a hablar. Aprendí a aceptarme, ¿qué importa si el resto del mundo no te entiende? ¿No estás mejor ahora que sos un bicho a los gritos, que cuando te hacías la chica Clueless? Sí, estoy mejor gracias a vos. Qué mal me hace mirarte a los ojos y saber que este amor nunca más será correspondido. Tu mano sobre la mía y esa sonrisa de alivio sincero porque ahora podemos vernos como amigos. 
"¿Viste que la distancia era mejor, al final?" Sí, la puta madre, era mejor. Procesé tu ausencia y en el camino me volví un fantasma. Mi familia ya no sabe quién soy. Estoy saliendo con un tipo porque necesito coger con alguien, querer a alguien, encaminar este quilombo que es mi vida y pretender que está todo bien. Pero justo ahora que pagás la cuenta y vamos hacia la puerta me doy cuenta hasta qué punto la tristeza agujereó el contenedor de mentiras, se colaron todas. Estoy vacía de verdades. Camino como un zombie y no paro de perder trocitos día a día. Como te perdí, me pierdo.
Una buena: ahora que no somos nada, por fin te puedo mentir. Y todo lo que ves cuando subís al auto y agitás la mano para despedirte es la mirada de una mujer que te quiere bien. Una mujer superada. Tu amiga. La realidad es que sigo vacía desde que te fuiste, que ese lugar no va a ocuparlo nadie y que ahora sé que se puede amar a alguien que no te corresponde, pero el precio es alto e innegociable.
Cómo iba a imaginar que ese frío en las tripas y la falta de lágrimas continuarían muchos años más. 

(abril de 2004)





Esperá, antes de que te vayas
tenés que saber cómo me siento mientras te vas
Entiendo que necesites algo de tiempo, 
un poco de soledad.
Esperá un poquito, antes de que te vayas
deberías saber ya que mi corazón es tuyo.
Sé que tenés que irte,
y puedo ver que no es fácil para vos, no.
Pero estaré aquí y sabé que mi alma
está siempre cerca tuyo.

Esperá, antes de que te vayas
tendrías que saber a esta altura
que te amo y que esperaré también.

Mueve la vid y las hojas caen,
derrama el vino y nuestros sueños se derrumban 
todo alrededor.
Las arenas del tiempo se deslizan entre mis dedos.
Vos y yo, los recuerdos que perduran
y perduran...
Ahora sé que solo puedo dejarte ir
y esperar un rato, volverás conmigo
y seremos los mismos viejos amigos de siempre.

Esperá, antes de que te vayas
tendrías que saber a esta altura
que te amo, y entonces te esperaré un rato
esperaré un tiempo
esperaré un tiempo
por tí.

jueves, marzo 12, 2015

Verano cruel

Chau no: hasta pronto. Te espero, te anhelo, te quiero.
Tengo que dejar de escribir porque en cualquier momento vendrán a pinchar esta burbuja hermosa en la que me metiste.
No quiero obsesionarme, pero todo en mí grita que ya deberías haber llamado. Quizá es la ansiedad, la puta necesidad de que llames, es tan raro que no hablemos por más de medio día. No quiero tener miedo de nada. Ahora el mundo se concentra en este miedo que me aprieta el pecho, ¿es esto el futuro?
Sin embargo...
De alguna forma, nos estamos salvando la vida. Gracias a vos, hoy sé que puedo esperar y también actuar. 
No voy a defraudarte porque no quiero defraudarte. Tengamos paciencia, seamos positivos. En el peor de los casos, mi incapacidad crónica para darle cierre a las cosas tomará unos días más de lo esperado. Cuándo, cuándo, cuándo. Ya sabés que mi problema no es el cómo, es el cuándo.
No es justo para nadie. Sé que no es justo. No soy ingenua: hay demasiadas cosas en juego. Todo pasó muy rápido y en muy poco tiempo. Cómo pedirte más de lo que ya estás dando. De los dos, el que más tiene por arriesgar sos vos. Pasé los veinticinco sin ninguna esperanza sobre el futuro y por primera vez tengo un norte; todo es posibilidad, todo es asombro, cualquier cosa juntos es más segura que la convicción más arraigada de esta misántropa en la que me convertí.
Van a ser difíciles los próximos días, cuando caiga en la cuenta de que ya no tengo tus abrazos, de que tu olor desaparece poco a poco de ese colchón donde caímos a disfrutarnos y devorarnos a pesar del calor. Anoche dormí en el piso en vez de la cama, en el colchón finito que conservaba para las visitas que nunca vienen, y que a partir de ahora ya no será para nadie. 
Estaba tan asustada cuando llegaste, tan nerviosa. Y sin embargo me hiciste olvidarlo todo en el tiempo que dura un viaje en taxi desde Retiro hasta Balvanera. Siento que no estoy a la altura de tu esfuerzo. No sé cómo agradecerte por estas horas preciosas robadas a la rutina. 
Como a cucharaditas el último resto de salsa del almuerzo que nos preparaste. Espero que me llames después de un día muy largo.
Ayer a esta misma hora estabas saliendo de casa.

domingo, diciembre 21, 2014

Un cuento (y un recuerdo) para Navidad

No será el mío, aunque siempre lo estoy masticando en mi cabeza. Saldrá cuando quiera o cuando esté listo, como me hacen todos desde que somos chicos. Lo que más me impresionó cuando comencé a leer sobre reproducción humana fue que las mujeres ya nacemos con todos los óvulos que lanzaremos al mundo una vez al mes durante todos los meses de nuestra etapa madura, hasta que no quede ninguno. Mis historias son como esa semilla. Sólo que no tienen regularidad ni obedecen a ciclo alguno. Vienen de algún rincón de mi cabeza, empujando la memoria o el sueño con la potencia de algo anterior a la vida fuera del útero.
A los otros intuitivos padres estériles en lo biológico y máquinas pulsionales de hijos de ficción/no ficción los reconozco en un parpadeo. Truman Capote entre ellos. Uno de los cuentos que más disfruté leer fue este: 


En mi primera lectura emergió punzante, instantáneo, el personaje de Sook. No es el hilo conductor de la trama. Aparece en la apertura y el cierre del relato. Aún sabiendo que parte de esa estampa (si no toda) surgía de la propia vida de Capote, que ya me apasionaba hasta el punto de devorar sus ficciones buscando puntos de contacto con su cabeza torturada, suspendí la obsesión capturada por la inocencia de esa tía vieja. 
Hace un par de días murió Rosa. La Rosita. La que nadie llamó tía, sino simplemente Rosa. La que apenas sabía escribir su nombre afirmando bien la lapicera y cuyos primeros años se pierden en la sombra de un pasado que no dejó herederos. Rosa, la inocente de la familia, la entenada de risa explosiva, malversadora del lenguaje. Rosa, que acompañó a mi bisabuela en sus mejores años hasta el final de los días y que pasó después a ser acompañada por nosotros, los que la íbamos dejando atrás.
Rosa, que me enseñó el truco para enjuagar la ropa y colgarla de la cuerda de forma tal que podía después guardarla sin arrugas, también cebaba los mejores mates de té de Gualeguaychú. Tenía una suerte increíble para la quiniela, justo ella que no comprendía totalmente el valor del dinero. Le gustaba su prolija rutina familiar, alterada cada tanto por los nacimientos y muertes que no parecían tocarla demasiado. Le gustaban los animales. Le gustaban los niños. 
Hace un tiempo largo empezó a envejecer. Por suerte, casi no se dio cuenta. Rosita apenas registraba el dolor. Se quejaba más bien de los cambios en su entorno, de las interrupciones cada vez más largas del ritmo de la casa, de un cansancio inexplicable que no le permitía caminar derecha y rápido. 
El deterioro de los inocentes es un latigazo que se los lleva en poco tiempo. Suerte que Rosa nos duró tantos buenos años. Tuvo una vida larga y feliz en la que recibió y brindó muchísimo amor. Rosa es para tres generaciones de la familia una marca de nacimiento que no se borra. Una compañera en nuestra infancia, un fastidio en nuestra adolescencia, una tía muy querida para la eternidad. 
Agradezco profundamente que hayas sido parte de nuestras vidas.



El resto es silencio. 

domingo, diciembre 14, 2014

Eclosión

Acá hay un cuento que escribí en medio del vómito de todos estos años.

"Eclosión", en revista Otros Círculos.

viernes, diciembre 12, 2014

Border Line

Ejercer la empatía es transitar una delgada línea entre la mirada del depredador y la de la presa, sin saber bien a quién tenés enfrente "hasta que..."
Ni la mirada más transparente deja ver la intención cuando el psicópata es bueno. Conocí muchos muy buenos, pero el cuerpo también habla. Por eso no miro solamente a la cara, ni espero concentrar la atención en mí. Distraído, el objeto de estudio me revela todo lo que quiero. Más temprano que tarde.
La eficacia del depredador está en su capacidad de capturar primero con la mirada, después con una especie de devoción que no es otra cosa que un calculado interés. Dirá justo lo que querés escuchar. Tendrá gestos medidos de sensibilidad. 
Todos los gestos estudiados son iguales. Siempre. El tema es distinguir si esa sensibilidad aprendida es producto de una necesidad real de experimentar sentimientos y emociones genuinas, o apenas otro cazabobos. 
La realidad puede ser mejor que la expectativa, pero el delirante tiende a preferir su fantasía primero, recreándola mentalmente durante un determinado tiempo; luego buscará su concreción. Más a cualquier precio cuanto más delirante.
Lo bueno es lo malo de todo esto: nadie es infalible. Ni para protegerse ni para salirse con la suya.
Leer mucho ayuda a entender, pero nada abre tanto la cabeza como la búsqueda del conocimiento de los Otros que te rodean, con la misma curiosidad y atención que te dedicarías a vos mismo.
Funciono, como muchos de nosotros, a fuerza de paranoia. Pero la tengo tan naturalizada que se siente como si llevase un sistema complejo de alarmas revistiéndome por completo. Mi coraza es la exclusión del otro, su recategorización en depredador o presa. 
Estaré a salvo mientras no me convierta en presa.
Mi objetivo vital es la supervivencia para poder seguir viendo estos tiempos con ojos bien abiertos.

Transito la línea cada hora de cada día, en cada espacio abierto y cerrado. 
El abismo vive en mí.




lunes, diciembre 01, 2014

...como se aman los solitarios

Si yo te contara, pienso mientras mis dedos tipean frases de elegante y esquivo flirteo en el teclado. Si pudiera decirte todo lo que soy realmente, cómo me siento por las noches cuando me voy a dormir, quizá entenderías. Pero ni siquiera me ves ahora, por suerte no tengo webcam; ni siquiera me ves en remerón y chinelas, el pelo revuelto y sucio de dos días sin bañarme. No ves que a mis pies hay un envase de cerveza vacío, otro a mi lado en la mesa de la compu y un tercero en la heladera.
Si me oyeras hablar ahora te darías cuenta de lo mucho que me cuesta articular una sola palabra. ¿Y si me vieras, qué? ¿Y qué si me escucharas? ¿Preguntarías por qué me estoy haciendo esto? ¿Querrías saber más? Yo no te diría nada. Nada. Me quedaría metida en esta cueva mental, los labios apretados en una sonrisa helada que es el candado de mi alma, desafiándote a leerme solo con tus ojos. 
Mientras escribimos cosas que empiezan a erizarme la piel y tenemos epifanías capaces de parar el tiempo, pienso en todo lo que no te he dicho pero que ya intuís: que te miento en la edad (sin decírtelo), en el aspecto físico (sin decírtelo); en la situación sentimental que nunca se menciona. Que al esconderme entre palabras te estoy mezquinando Agustina, que mientras creo que te estoy abriendo el alma apenas estoy demorando el momento de la salida. 
Porque sigo encerrada en un metro cuadrado con plantas de plástico y una claraboya intentando pensar que estoy en un mundo interior rico, vasto. Hace años que me apagué, esa es la verdad. No sé desde cuándo. Gracias a nuestras charlas empiezo a echarle la culpa a esta sociedad caníbal a la que yo misma decidí mudarme. Es un comienzo, un paso; ponerle fecha a esta depresión. Todavía me falta darle nombre a otras carencias. Todavía no asumo que estoy en depresión. 
Pretendo ser una mujer misteriosa, extravagante, incomprendida y de profunda belleza interna, oscura y atormentada, citando a músicos que nos gustan a los dos. Citando a Tolkien, a la Biblia, a Leonard Cohen. Y mientras yo creo que te vendo a Brigitte Bardot (pero a los setenta: tortón y arrugada, rea y malhumorada), vos comprás a Jane Birkin. Me imaginás morocha y de huesos menudos, mucho más chica que vos en físico, aunque más próxima en edad. Y en este juego se nos va la vida. Vos, desnudo y sincero en cada letra; yo, bicho bolita, enroscada e hipócrita. Tratando de avisarte que es momento de huir de mí antes de que sea tarde, pero sin poder evitar quererte, pedirte en muda manipulación que te quedes.
¿Cómo puedo decirte que te quiero sin que huyas? Pero te quiero. Recién empecé a chatear con vos hace cinco días y ya no puedo vivir sin tus palabras, sin ver parpadear la única ventana de MSN que tengo abierta ahora (antes podía atender siete, diez conversaciones a la vez; ahora no quiero, me olvidé cómo se hacía). ¿Te quiero o me estoy encaprichando de nuevo? ¿Ya te hablé de los mecanismos de mi obsesión? ¿De cómo mi cabeza se agarra a una idea y no puede parar? ¿De que convierto en cenizas todo lo que toco? Ah, me hablás de otras mujeres, de tu corazón en ruinas, de tu falsa apariencia de estabilidad, de tu frialdad y tu reticencia a los abrazos. Y me envalentono, y te digo que soy Ungóliant; que no paro hasta conseguir lo que quiero y que ese objeto de deseo nunca es poca cosa. Yo quiero la luz de todo lo que existe, la que está enterrada en el corazón de los hombres heridos y sensibles como vos, porque hace tanto que no brillo que creo que ya no tengo una luz propia. Nos enredamos en la historia de los Silmaril y mi amenaza queda en suspenso. 
Ya la recordarás. Mientras, seguimos escribiendo.


La música que llega a tu vida por una razón y se queda como banda de sonido de algunos momentos no necesita justificación alguna. Casi todas las canciones de este álbum definían una época... claro que, mientras lo escuchábamos, no nos dimos cuenta. 

martes, noviembre 11, 2014

Tiempo

Los niños de mi vida tienen su propia sensibilidad. Justo en el umbral de la adolescencia, cuando se me escapan, puedo reconocer un poco de lo que serán. En ese umbral los dejo para que más adelante puedan buscarme por sí mismos si lo necesitan, y me vuelco (no tan) inconscientemente a los que me quedan cerca, en la parte más interesante de la infancia: cuando afloran los miedos, el reconocimiento del Otro, las primeras preguntas que no empiezan con "¿por qué?".
La peque me dejó abrazarla, hecha un bollito en la cama al final de un día largo en el que nada salió como ella quería. Después de haber llorado mucho y de espantar la tristeza con un chiste (su mejor amiga tiene una enfermedad rara, no la está pasando bien) se hizo un silencio entre las dos. Al final de la pausa estaban sus palabras, las que quiero recordar para siempre:
"Esto puede sonar raro" dijo con una sonrisa vergonzosa "pero voy a tener ocho años una sola vez en la vida". 
Y me miró haciendo una mueca de pánico.
Ella, ocho años recién cumplidos, tiró esa frase prolijamente armada después de un importante estallido emocional. Es fácil darse cuenta de que no estaba simplemente repitiendo como un loro algo que escuchó (seguro se lo dijo su madre cuando fue a consolarla). Cuando la miré a los ojos, supe que ese pensamiento ya es parte de ella y que puede comprenderlo
Así que repregunté:
"¿Creés que va a ser un año importante de tu vida?"
Hizo que sí con la cabeza, muy convencida, y replicó, como siempre, con otra pregunta:
"¿Cuál fue el año más importante de tu vida?"
Me obligó a pensar lo suficientemente rápido para no perder su atención. Le conté que creía que el más importante era 1992, e improvisé una lista de sucesos:
- Fue mi último año de escuela primaria, y me separé de muchos amigos que quería.
- El primer chico con el que me "arreglé" cortó conmigo avisándome a través de un primo.
- Escribí mi primera novela corta.
- Me iba bastante mal en el colegio y no tenía muchos amigos porque era chinchuda y peleona. Eso me hacía estar mucho tiempo sola para leer, pensar y escribir.
- Tuvimos el primer divorcio en la familia.
- Murió mi abuelo paterno.
Lo del abuelo la impresionó mucho: ella todavía tiene a los cuatro vivos. Por las dudas, le aclaré que con ese abuelo no teníamos mucho trato, que no era igual a su Tata, pero que igual me dio mucha tristeza cuando murió. No le dije que había visto llorar como nunca antes a mi papá (su abuelo) ni le hablé de la angustia que me quedó en el pecho mucho después de salir del velorio. Pero necesitaba decirle algo que la acercara a la niña que fui entonces y que se parecía a ella más que a ninguna otra de la familia.
Le conté que al día siguiente de la muerte del abuelo tenía un cumpleaños, el último que festejaba conmigo una de las compañeras que perdí en el camino al secundario. Que me habían insistido mucho para que fuera y que mis papás estuvieron de acuerdo en que yo debía ir. Recuerdo incluso la ropa que llevaba puesta: un pantalón de corderoy rosado, una blusa clara de mangas cortas, el pelo en media cola con una cinta de raso blanca. Llegué, entregué el regalo, comí y me pasé el resto del cumpleaños hamacándome sola al costado del patio. 
Sin estar exactamente acongojada, sentía que le debía a mi abuelo un par de días de silencio mientras ordenaba mis sentimientos hacia él, las sensaciones que me generó encontrar a la parte de la familia que no trataba nunca, la extrañeza al verlo en el cajón. Se lo expliqué lo mejor que pude sabiendo que me iba a entender aunque jamás hubiera vivido algo parecido. 
"Entonces" dijo "un año importante en la vida sería cuando te das cuenta de que pasa el tiempo y que no vuelve".

Sí, diría que es casi exactamente eso, mi amor.