A veces uno pierde la perspectiva de ciertas cosas. Llega el fin de año y resulta que en el balance general (oportunidad excelsa para evaluar en profundidad si las hay, e invariablemente desperdiciada cada vez) nunca miramos más allá de nuestro propio ombligo. Bueno; hay excepciones. Pero la consigna general es "qué balance hacés de..." y terminamos siempre cayendo en el Planeta Yo.
Por alguna razón, y pese a que insisto en llamar a este sucucho un "espacio de catarsis", dos por tres se me traba la bolita y en el balance anual-semestral-mensual-semanal se me cuela por todos los wines la realidad con sus sombras, más que con sus luces.
La sensación es definida, bastante extraña y la arrastro desde que tengo uso de razón. Ya sea que vaya caminando por la calle, o esté aislada en un lugar cerrado (sala de espera, oficina, cola de banco), o esperando un colectivo que no llega pasa la sombra sobre mí como si fuera un pájaro enorme. La sombra no es necesariamente un oscurecimiento del sol; a veces es apenas una voz en la radio, una noticia que te aturde con su déja vú implícito desde un cartel en la calle. A veces es el recuerdo de una mala fecha que insiste en repetirse como un karma macabro. Te golpea en la nuca con un aire frío, te envuelve en alas de incertidumbre. Enseguida pasa. Pero por lo general, se queda con su peso apoyado en algín rincón, esperando un resquicio de mal día para envenenar el alma.
Entonces me pongo a pensar en las recurrencias de mis fines de año anteriores. Las sombras vuelven con más fuerza en esas épocas. Es como el otoño para los suicidas. Y mis tendencias escapistas se activan con más fuerza, porque pareciera que sólo puedo atravesar el muro de sombras con una cierta proporción extra de hiperrealismo.
En épocas donde los demás hacen balances personales, yo pierdo el tiempo comparando los beneficios de vivir el aquí-ahora, con los de otros cientos de millones de menos privilegiados que saben que su vida vale menos que la bala que los mata. Las noticias de los últimos meses, que rara vez me abandonan la cabeza, ahora se pelean codo a codo con la catarata de información desplazada de agenda por repetitiva: las guerras civiles que desangran continentes enteros, los conflictos que nunca terminan, la persistencia imbécil del intervencionismo yanqui en Afganistan e Irak (¡tan burdamente -poco- reflejadas por el último Redford!), los niños que no paran de nacer para morirse al poco tiempo, como si estar en el mundo (algo tan natural para mí) fuera una parada intermedia a algún otro lado.
Hace poco escuché algo inquietante, dicho casi al pasar: "Acá todos están demasiado confiados de que nunca les van a poner una bala". El instinto de supervivencia nos dota a todos de cierta piadosa neurosis para con la desgracia ajena; de modo tal que algún atisbo de interés por el prójimo suele ser tomado como fanatismo religioso o como snobismo solidario (sí, ese mismo que nos lleva a reenviar cadenas por pura buena fe, pensando que logramos algo), o cosas peores.
Vale reírse de las preocupaciones del otro, como nos reímos todo el tiempo de la vida y sus bemoles. Por supuesto. Sólo que últimamente tengo sombras encima todo el tiempo, y aunque no dejo de reírme, no dejo de pensar. ¿Será válido sentirme angustiada en solidaridad con aquellos que están a miles de kilómetros de distancia? ¿Con gente de la que apenas sé lo que escucho, leo y percibo en mis sueños, y a la que nunca conoceré? No sé. En todo caso, sé que no puedo evitarlo. La angustia es real, está aquí, puedo palparla. Como cada uno de ustedes, eventualmente, tendrá sus angustias que no discuto ni juzgo.
No era al cuete, entonces, que en los últimos días pensaba tanto en este video*...
*(igual me gusta todo "To all new arrivals", jeh).
(Se me contagió la linkitis de uno que yo sé. Pucha).