El día que empecé a aceptarme fue más o menos el día en que empecé a hacerme preguntas. Mi vida, entendida como camino personal, está llena de esos días, que llamaré hitos. Algunos fueron plasmados en este blog y venían de mucho antes. Otros se me perdieron en la memoria, de tan lejos que tengo que ir en el tiempo para recuperarlos. ¿Tenía dos años, tres, siete? A veces, cuando mi mente está predispuesta, me ejercito rescatando esos viejos recuerdos, intentando recordar cada detalle con paciencia de restaurador. La mayor parte del tiempo, sencillamente, los hitos aparecen. En la fila de salida del trabajo, por ejemplo. O en medio de una conversación de la que no participo más que como espectadora. Allí salgo de mí misma y vuelvo a tener la edad que tenía en aquel instante, en el recuerdo. A veces la emoción es abrumadora, porque con la memoria de los años vuelven los temores e incertidumbres de aquella etapa. Es como si me desdoblara en varias dimensiones de tiempo y espacio. Vuelvo a no tener pechos, a oler a niño, a tener espacios entre los dientes. Vuelven mis seres queridos ausentes y es tan natural que estén allí. La experiencia dura segundos apenas y me devuelve a la realidad con una sensación muy mezclada de maravilla y dolor. El vacío entre las costillas es real, un túnel de viento que me congela y me llena los ojos de lágrimas. Me he quedado sola.
En ese espacio que tarda en cerrarse flotan todas las preguntas con sus correspondientes respuestas. Tengo muy poco tiempo para reunir cada pregunta con su respuesta en una idea coherente y siempre siento que mi cabeza va demasiado rápido, que mi instinto de conservación apura el cierre del espacio para que no siga lastimándome. Pero bueno, siempre alguna pregunta se encuentra con su respuesta. O más de una. El agujero se cierra como un ombligo y parece que nunca se hubiera abierto, más que por la huella de la tripa cicatrizada. Obviamente ya no duele ni molesta, pero está allí y no tengo que hacer nada más que mirarlo para recordar por qué soy lo que soy.
Volví a tener sueños vívidos después de un tiempo largo de no tenerlos, recordé sueños de mi infancia que creí que ya me había olvidado. Anoche caminé descalza sobre un piso de madera mientras afuera soplaba un viento invernal que nunca experimenté en mi propia piel. Toqué a un niño que todavía no nació y le entregué un juguete que todavía no se inventó. Prodigué un afecto renovado a la persona que elegí como compañero de ruta, que tenía las cejas blancas como el abuelo de Heidi en ese sueño. Recuerdo que sus ojos eran exactamente iguales a ahora: extraordinariamente vivos, lúcidos, con la voluntad (pequeña y de titanio) del que vio el otro lado y se dio cuenta que lo bueno está acá, en la Vida. Y me vi en sus ojos. Ahí me desperté.
En la ciudad de la furia no sentimos frío, ni siquiera ha llovido. Hacemos el mate de los sábados y escuchamos música, mientras otro espacio se cose en mi interior, lleno de respuestas suspendidas.