(o cómo ser una y todas en una sola dimensión vital)
Volvieron los días más frescos y también un poco el impulso de escribir en los espacios que deja la vida para que la cabeza vomite. Esto va a ser largo e inarticulado, porque ya no grito nunca y casi no lloro, pero cuando lo hago me cuesta detenerme. Tengo problemas con el límite, o él los tiene conmigo, qué se yo. Terminó el verano, uno de los más largos y tortuosos que puedo recordar (pero al menos el factor humano no fue lo más pesado: eso se agradece siempre) y siento que me dejó una sensación de estrés postraumático peor que la pandemia. No, esta vez no es exageración. En estos días estoy saliendo más al patio, había dejado de ir con regularidad desde que descubrimos que murió el arbolito de palta después de casi cinco años de intensísimos cuidados. Lo vi languidecer semana a semana desde septiembre, a veces repuntando (qué cruel es la esperanza) pero en febrero ya no quiso más; las hojas amarillearon, ralearon y murieron, el tronco se ennegreció y quedó allí todo marzo, pasto para la enredadera que es una plaga que ahoga todo en el cerco, el monumento al esfuerzo en vano y la inconstancia. Ahora que veo ese árbol muerto, todavía de pie, ya sin esperanza alguna y recubierto de hojas verdes de plantas parásitas, y lo veo todos los días de mi vida cuando salgo a trabajar, a alimentar a los perros, levantar soretes o patrullar el estado de los tapiales, me crece una rabia enorme que no puedo canalizar del todo. Efervezco de ganas de arrasar todo lo que quedó chueco, amontonado, podrido o seco. Empiezo por donde puedo y cada tramo lleva dos etapas, a veces más, pero intento hacer las cosas minuciosamente para no tener que volver a pasar por la angustia de que todo retroceda veinte casilleros. Cortar el pasto, juntar una botella, desmalezar una porción de huerta, arrancar algunas guías de enredadera.
Dicen que volvió el dengue (spoiler: nunca se va) y de golpe recuperé las ganas de celebrar mi cumpleaños. Hacía más de diez años que no quería saber nada de reuniones ni festejos. Soy buena concurrente o asistente de celebraciones, pero pésima a la hora de ponerme en anfitriona o centro de atención. Milagrosamente me relajé, la pasé bien, todo salió como yo quería y ni siquiera pensé en lo que faltaba allí, en ese momento y espacio. Hace un tiempo no me concentro en todo lo que extraño (hacer, tener, experimentar). Algo que me dejó la pandemia es la certeza arrasadora de que cada encuentro con un ser querido puede ser el último, y que seguramente ya viví un montón de esos con gente que todavía está viva pero mañana o en tres, cinco, siete años por ahí no. Se me están hipertrofiando algunos hábitos que creía haber perdido, como contar números primos o hacer este gesto con los dedos de las manos cuando estoy tratando de no caer en mi comportamiento de fuga, o desenfocar los ojos, o fragmentarme en pedazos que están un poco a cuerpo presente y otro poco detrás de los ojos de mis animales, o en un lugar que nunca vi más que en mis sueños pero que por alguna razón me resulta más real que cualquier otro más transitado o mejor conocido.
Capas y capas y capas de máscaras, máscaras, máscaras. Multicolor, queer, crisálida, niña vieja. La de ayer en el hoy y sólo accidentalmente en un mañana en que quede alguien para recordar que alguna vez caminé estos senderos, calenté esta silla, amé y fui amada, me rechazaron, odié, sané, hice y deshice cada átomo sin tener control de nada. La versión Heidi, Juan Bautista, Casandra, el Eremita, Laura Ingalls, el Berserker, la oscura Atenea ratón de biblioteca. Leo, recuerdo: la locura es poder ver más allá. Tal vez esta manera propia de estar en el mundo sea la única forma lúcida real; agarrada a todos los pedazos para que no se caigan (ni caer), sin negar uno solo de ellos. Asumir que no puedo esconderlos. Ceder al cansancio de la condición humana.
Es casi natural que a todos estos movimientos suceda la necesidad de volver a la palabra escrita. Yo, que no me concibo por fuera del lenguaje, llevo casi tres años sin leer o escribir al ritmo que solía hacerlo. Ese abandono empezó ni bien llegué a esta ciudad, paradójicamente el mismo lugar donde se originó mi compulsión lectoescritora (siempre quería escapar de algo, reducirme a la mínima expresión o desaparecer). Nuevas cuestiones más acuciantes tomaron el lugar que había hueco y lo llenaron. Rebalsé de otredad como nunca, quizá porque esta vez se trataba de Otros deseados, amados y esperados durante gran parte de mi vida. No sólo seres vivos, también intangibilidades: silencio, sonidos propios de la naturaleza, aromas, un espacio propio. Me di cuenta hasta qué punto la angustia había sido tan condición de mi existencia como la rabia o el dolor: su ausencia intermitente me descolocó, reubicó cuerpo y espíritu. Empecé cosas que no terminé, cosas que sí terminé, volví a ser amiga del trabajo de corrección y edición, volví a la poesía. Tengo trabajo y de a poco apunto a trabajar más tiempo en otras cosas que quisiera sean el verdadero trabajo de aquí hasta que muera (imposible pensar en jubilarse, imposible pensar más allá del próximo año).
Deseo a largo plazo y lleno esas esperas con fragmentos de otras vidas: otras yo, otros él, otros nosotros. Hay una idea que punza y se abre camino inorgánica, desordenadamente, sin apuro. ¿El mundo sabrá lo que se perdió si muero sin haber escrito una sola palabra de todo eso que palpita aquí adentro? Ni lo sabrá, ni le cambiará la suerte. Es exactamente igual si nace o no a los ojos de los otros. Esta idea me ayuda en gran parte a no poner más excusas. Vuelvo a leer, pues. A ver películas y series. A conversar con los demás. A salir a recitales y espacios abiertos. A limpiar una y otra vez el espacio propio donde alguna vez, en algún momento y lugar de esta o cualquiera de las otras vidas, la niña que no hacía ruido inaugure otra historia.