No soy un bicho urbano. No me van los amontonamientos de gente. Las pocas veces que fui a recitales fue al aire libre, o en el punto más alejado. Las pocas fiestas que frecuento me encuentran siempre a los costados, nunca en el epicentro. Busco las funciones menos concurridas de cine. Camino por las noches para chocarme menos con la gente. Me siento al lado de los más callados en reuniones donde no conozco a nadie, o conozco a pocos.
El 30 de diciembre me encontró en casa, escribiendo. Sola. Mi hermano se había ido a pasar las fiestas al pago natal. Escuchaba la radio cuando dieron la noticia. Fuego en República Cromañón, en el Once. Aunque vivía en un departamento que no daba a la calle, se podía escuchar el ulular de las ambulancias a las dos, tres de la madrugada. Venía de noches de pesadilla, parecidas a las que describo aquí y esa madrugada me quedé dormida junto a la compu mientras veía el caos que TN iba colgando en internet.
A las siete de la mañana salí a la calle y ya había vecinos pispeando hacia la morgue judicial, a un par de cuadras de donde vivíamos. Me quedé sentada un rato en el umbral del edificio. Era sábado y hacía calor. Quería ir, pero... ¿a qué? ¿Para qué? El morbo de la situación me daba asco. ¿Cuánta gente que no tenía nada para hacer más que mirar el dolor ajeno estaría parada alrededor de la morgue en ese momento?
Volví a entrar. Escribí en un cuaderno universitario dos hojas de reflexiones tristes que tenían que ver con Cromañón y con el tsunami en Asia, donde una persona a la que había empezado a querer a la distancia se había quedado, de pronto, sin futuro, sin familia. Sin nada.
Fue el primer fin de año realmente triste que tuve en toda mi vida. No iba a ser el último.
Ayer, durante la lectura del veredicto de un juicio que duró un año y contra lo que muchos esperaban (aunque algunos lo vimos venir, con tristeza y con rabia), el tribunal dio, una vez más, una lección de argentinidad al palo. Los magistrados, la madre de Fontanet y los fans de Callejeros, infantería en puerta incluída. Sobre todo esa suelta de papeles cuando no había nada que celebrar, como no hay nada que celebrar cuando una guerra termina, o cuando se acaba la agonía de la incertidumbre.
Escuché, pese al dolor inmenso que deben haber sentido, claridad en los padres y familiares de las víctimas. Se me volvió a partir el corazón con las imágenes y los sonidos de todo lo que estaba pasando a pocas cuadras de mi casa.
Otra vez, estaba lejos del epicentro. Ya no era sábado, pero había sol y era un día perfecto para exorcizar la bronca, y me habría venido bárbaro porque con esto ya suman muchos dolores y preocupaciones para apenas un par de semanas. Esta vez, me habría gustado estar ahí. No por morbo. Para brindar un abrazo sincero. Para ofrecer un frente sólido contra la desesperanza. Para decirles que ninguna condena es absoluta y que se puede pelear, se puede seguir peleando aunque se te caguen de risa en la cara. Porque no somos mejores que los que se fueron, quizá; pero somos los que estamos. Y queremos estar.
Porque después de casi cinco años, las caras anónimas que me crucé durante dos, tres días cerca de la morgue judicial empezaron a ser más y más familiares. Porque entendí cada salto al vacío, cada muerte de pena, cada caso de stress postraumático. Los números dejaron de ser números y empezaron a tener la identidad (la entidad) que sólo da la memoria colectiva.
Ahora sí.
Por esta semana, este mes, esta década de mierda.
Rompan todo.
El 30 de diciembre me encontró en casa, escribiendo. Sola. Mi hermano se había ido a pasar las fiestas al pago natal. Escuchaba la radio cuando dieron la noticia. Fuego en República Cromañón, en el Once. Aunque vivía en un departamento que no daba a la calle, se podía escuchar el ulular de las ambulancias a las dos, tres de la madrugada. Venía de noches de pesadilla, parecidas a las que describo aquí y esa madrugada me quedé dormida junto a la compu mientras veía el caos que TN iba colgando en internet.
A las siete de la mañana salí a la calle y ya había vecinos pispeando hacia la morgue judicial, a un par de cuadras de donde vivíamos. Me quedé sentada un rato en el umbral del edificio. Era sábado y hacía calor. Quería ir, pero... ¿a qué? ¿Para qué? El morbo de la situación me daba asco. ¿Cuánta gente que no tenía nada para hacer más que mirar el dolor ajeno estaría parada alrededor de la morgue en ese momento?
Volví a entrar. Escribí en un cuaderno universitario dos hojas de reflexiones tristes que tenían que ver con Cromañón y con el tsunami en Asia, donde una persona a la que había empezado a querer a la distancia se había quedado, de pronto, sin futuro, sin familia. Sin nada.
Fue el primer fin de año realmente triste que tuve en toda mi vida. No iba a ser el último.
Ayer, durante la lectura del veredicto de un juicio que duró un año y contra lo que muchos esperaban (aunque algunos lo vimos venir, con tristeza y con rabia), el tribunal dio, una vez más, una lección de argentinidad al palo. Los magistrados, la madre de Fontanet y los fans de Callejeros, infantería en puerta incluída. Sobre todo esa suelta de papeles cuando no había nada que celebrar, como no hay nada que celebrar cuando una guerra termina, o cuando se acaba la agonía de la incertidumbre.
Escuché, pese al dolor inmenso que deben haber sentido, claridad en los padres y familiares de las víctimas. Se me volvió a partir el corazón con las imágenes y los sonidos de todo lo que estaba pasando a pocas cuadras de mi casa.
Otra vez, estaba lejos del epicentro. Ya no era sábado, pero había sol y era un día perfecto para exorcizar la bronca, y me habría venido bárbaro porque con esto ya suman muchos dolores y preocupaciones para apenas un par de semanas. Esta vez, me habría gustado estar ahí. No por morbo. Para brindar un abrazo sincero. Para ofrecer un frente sólido contra la desesperanza. Para decirles que ninguna condena es absoluta y que se puede pelear, se puede seguir peleando aunque se te caguen de risa en la cara. Porque no somos mejores que los que se fueron, quizá; pero somos los que estamos. Y queremos estar.
Porque después de casi cinco años, las caras anónimas que me crucé durante dos, tres días cerca de la morgue judicial empezaron a ser más y más familiares. Porque entendí cada salto al vacío, cada muerte de pena, cada caso de stress postraumático. Los números dejaron de ser números y empezaron a tener la identidad (la entidad) que sólo da la memoria colectiva.
Ahora sí.
Por esta semana, este mes, esta década de mierda.
Rompan todo.
Understand I can't feel anything
It isn't like I wanna sift through the decay
I feel like a would, like I got a fuckin' gun against my head
You live when I'm dead