Ya es noviembre. Tanto, todavía, por hacer, y tan poquito tiempo (y recursos). La pandemia terminó hace rato y no sólo no nos hizo mejores, sino que nos dejó de regalito una serie de subpandemias una peor que la otra, todas deshumanizantes. Impera el desprecio por el otro, cada vez es más maniqueo todo, la sensación de fin del mundo destruye cuerpos y mentes. Hay, como en todas las eras de todos los imperios desde el inicio de la civilización, quienes viven en su nube de pedos y no se enteran hasta que la muerte les respira en la nuca o les engarfia la cara. Hablábamos ayer sobre el desgaste de la supervivencia y cómo el espíritu, hambriento, pide más. Difícil no empantanarse en la frustración, más cuando un ciclo que parecía temporario se alarga indefinidamente. ¿Y si esto no cambia? ¿Vamos a vivir así para siempre sólo porque lo que hay al frente puede ser peor que lo que hay?
Así las cosas, el país se dirime en una nueva elección y la cosa está más peluda que nunca. Oh, momento: esto ya lo viví. En 2015. Recuerdo que a partir de ese año fue todo encerrarse y caer en un pozo de oscuridad tremendo, mientras la mayoría de las amistades vivían en un cumpleañito sin calentarse siquiera en preguntar cómo estás. La angustia con la que fui a votar esa vez sabiendo que todo se iba al tacho. Y sobrevivimos. Argentina es un país tan generoso que siempre queda algo que los predadores y carroñeros puedan seguir rascando. Es un país tan enorme, tan lleno de gente hermosa y pujante que se puede reconstruir una y otra vez. Por eso los que nos van a hacer mierda son los de afuera, los que vengan a sobrevolar los despojos una vez que nos hayamos peleado entre nosotros de forma irreconciliable. Cuando tengamos anulada cualquier posibilidad de construir comunidad más allá de las diferencias, cuando estemos completamente obnubilados por el medio y el mensaje, seremos aniquilados.
Siento que ya lloré todas las lágrimas y aún me queda tanto por llorar. A veces es la felicidad la que me abruma. ¿Es posible ser feliz sabiendo lo que depara el futuro? Sí, me digo una y otra vez. Sí. Hace algunos años vi Arrival por primera vez (véanla, háganse un favor) y si sigo llorando cada vez que empieza y al llegar a su clímax es por eso mismo. Brevísimas ráfagas de intensidad, preciosas como diamantes, pueden emerger en las situaciones más desesperadas. A eso me aferro con toda la fuerza de mi alma.
Hay una negrura que me habita (más bien me constituye) y, a la manera de Ungóliant, sólo puedo contrarrestarla alimentándome del brillo de todas las cosas. Espacios, experiencias, seres vivos. Si puedo, si tengo cómo hacerlo, ¿a qué voy a esperar? ¿a que me abandonen las fuerzas? ¿a que mañana sea mejor o más propicio? Y esto vale para todo. Para avanzar y detenerse. Para tiempos de guerra y de paz. Para hacer y para esperar. Por suerte el instinto sigue alto, activo, lo único en mí que jamás duerme. Y el camino, el sinuoso y espléndido camino que hace a la felicidad misma, que a veces es la única felicidad posible. Escuchemos: