Vuelvo al blog cada vez que siento que no quedan más refugios virtuales a la realidad sin infiltrar con cuestiones que deberíamos defender voz y cuerpo presentes. Vuelvo a mis papeles cada día porque sé que el destino del papel es degradarse y arder, como los cuerpos y la mente, y no quiero otro destino para mi palabra. Vuelvo a casa porque he crecido y devenido, de alguna forma, conservadora de lo poco que logré en la vida, al mismo tiempo que pienso cómo deshacerme de todo eso para empezar de nuevo. Vuelvo porque el retorno está en la misma esencia del ser humano, porque no hay resiliencia sin revisitar aquello que nos ha marcado, porque no entiendo otra manera de vivir. Todavía.
Y vuelvo a mi pendular, a la búsqueda de comprensión que me lleva cada vez más lejos aunque no me aleje demasiado del mismo punto, como Verne, que sólo vio el mundo a través de sus lecturas, o Spyri, que entendió a las instituciones humanas como una extensión de su pequeña aldea suiza.
Las claves de estas vacaciones: no soy perfecta y nunca lo seré, así que más me vale ajustar este mínimo atrezzo disponible y sacar lo mejor que pueda de allí, porque es mejor arder cuando ya estás consumida y no te queda nada más que ese vos que eras al nacer, la mínima potencia, el tanque vacío, la tierra baldía en la que crece una vara de ciprés lista para ser el árbol que no verá mi generación, sino, con suerte, las que sigan.
Quiero viajar liviana y dar hasta gastarme.
Que no quede nada de mí, ni la ceniza ni el recuerdo.
Que en el lugar vacío crezca algo completamente distinto.