En el colectivo llené de garabatos los apuntes que me mandó Bianca por mail. Entre metodologías de análisis semiótico y música funcional de los cuarenta principales, me distrajo una puntada en la cabeza... cada vez la misma historia en los lugares cerrados y cargados. El Plaza iba lleno, o casi lleno; casi todos amodorrados, yo llena de expectativas y con la inseguridad de siempre. ¿Qué mierda hago con esto de la hermenéutica? ¿Y si tengo que reformular todo?
Llegué a Plaza Italia y la ciudad me recibió con esa lluvia molesta de cada cambio estacional. Retorcí mi pelo esponjado en trenzas y me fui a caminar por el barrio de la Facultad, reconociendo viejas rutas. Pensar que alguna vez cambié mi domicilio a este preciso lugar. Pensar que mi mejor amigo pasó uno de los peores años de su vida armando un cyber en este local y hoy ni siquiera recuerdo cómo se llamaba ese cyber. Acá vivió Paula en la época en que cursábamos Comunicación y Teorías. Y quién lo diría: hoy, mis primos viven a dos cuadras de mi último domicilio platense, aquella pensión de alto con una ventana a la luna y en la que me dormía escuchando la sirena del tren.
Mates y galletas mediante, charlamos sobre la familia y el estudio. Pude reconocer la cama recién hecha, el desorden ordenado de la cocina, las ventanas por las que se empieza a colar el sol. Vida de estudiantes varones y solteros, en fin... "¿Qué será del Seba? ¿Vivirá solo ahora?" No sé por qué, pero ni me asomé a ver si lo encontraba en Musimundo. "Hoy tengo que pensar en otra cosa." De camino al lugar del próximo encuentro, volvió la lluvia y me metí en la galería Géminis. "La lluvia espanta bastante a la gente; nota mental: siempre que sea posible, elegir los días grises para viajar".
En la mesa del bar, llena de papeles, el mozo acomodó dos ensaladas y agua mineral. Nuestras risas y el envuelte se atropellaron en una hora y media que nunca alcanza y sin embargo, nunca nos queda corta. Gracias por todo, nena, ahora me voy caminando al edificio nuevo, a ver qué onda.
Llegué a Plaza Italia y la ciudad me recibió con esa lluvia molesta de cada cambio estacional. Retorcí mi pelo esponjado en trenzas y me fui a caminar por el barrio de la Facultad, reconociendo viejas rutas. Pensar que alguna vez cambié mi domicilio a este preciso lugar. Pensar que mi mejor amigo pasó uno de los peores años de su vida armando un cyber en este local y hoy ni siquiera recuerdo cómo se llamaba ese cyber. Acá vivió Paula en la época en que cursábamos Comunicación y Teorías. Y quién lo diría: hoy, mis primos viven a dos cuadras de mi último domicilio platense, aquella pensión de alto con una ventana a la luna y en la que me dormía escuchando la sirena del tren.
Mates y galletas mediante, charlamos sobre la familia y el estudio. Pude reconocer la cama recién hecha, el desorden ordenado de la cocina, las ventanas por las que se empieza a colar el sol. Vida de estudiantes varones y solteros, en fin... "¿Qué será del Seba? ¿Vivirá solo ahora?" No sé por qué, pero ni me asomé a ver si lo encontraba en Musimundo. "Hoy tengo que pensar en otra cosa." De camino al lugar del próximo encuentro, volvió la lluvia y me metí en la galería Géminis. "La lluvia espanta bastante a la gente; nota mental: siempre que sea posible, elegir los días grises para viajar".
En la mesa del bar, llena de papeles, el mozo acomodó dos ensaladas y agua mineral. Nuestras risas y el envuelte se atropellaron en una hora y media que nunca alcanza y sin embargo, nunca nos queda corta. Gracias por todo, nena, ahora me voy caminando al edificio nuevo, a ver qué onda.
Y acá, la mejor parte del viaje: perfecto silencio sin auriculares, manos a los lados del cuerpo y una larga caminata hasta diagonal 79 y 118, después unos metros a la izquierda. El edificio nuevo no me produjo nada, apenas una sensación un poco opresiva de "qué aislados quedamos", esa falsa pertenencia a la facultad que, minutos más tarde, corroboré mientras firmaba la solicitud de readmisión. Frenar para avanzar, pensé mientras Estudiantes gritaba el primer gol en algún lado, y ahí me di cuenta que la poca gente en la calle quizá no tenía nada que ver con la lluvia, con el día gris.
Perfecto silencio sin auriculares y más caminata, por avenida 1 hasta la estación de trenes. Pasó más de una hora sin que llegara el único mensajito capaz de retenerme minutos extra en la ciudad que nunca les gustó a mis hermanos ni a mi vieja. En ese ínterin, bordeé el bosque y sentí la tentación de perder un par de horas más en el museo. Si hubiera tiempo... La próxima vez, sin dudas. Tengo que volver a andar por ese camino que antes me vio correr, comer choripán, reaprender a manejar y besar al que creía que era el chico de mis sueños.
Volví a Buenos Aires en el Roca. Los vagones y asientos están mejor que antes, los olores y sonidos son los mismos de hace años. Descubrí, casi al mismo tiempo, que la cámara de fotos nunca había abandonado mi mochila y que el libro de cuentos que estaba leyendo (y que me mandaron directamente de la editorial) era un ejemplar dedicado por el hijo del autor a una persona que conozco. Honestamente, ¿cuáles son las probabilidades de que pase algo así?
Bajé del subte C en Avenida de Mayo y caminé por las veredas de un barrio posible. El regreso sigue estando a la vuelta de la esquina.