Cuando abrí los ojos, era otra.
Me encantaría decirte que he estado ocupado, pero la verdad es que los años pasaron como trenes canta Steven Wilson. Y es que el tiempo vuela cuando te entregás al aprendizaje de vivir sin los miedos más antiguos, esos que se enroscan a tus piernas tratando de retenerte en un pozo sin fondo. Intenté no vivir para adentro. Fracasé. Intenté conseguir un mejor pasar. Fracasé. Intenté sostener relaciones asimétricas. Fallé. Todos los indicios estaban a plena luz y esta naturaleza proclive a la compasión, que a veces bordea el altruismo y a veces se despega millones de kilómetros del interés por el otro, no me permitía ver más allá de la dicotomía conformismo-inconformismo.
Antes necesitaba hacer sentir bien a todo el mundo, rellenar los silencios, barrer con las caras serias y terminar con los puteríos a fuerza de empatía. Antes era una máquina de abandonar los propios intereses (tan fluctuantes, tan polémicos) para atender los de aquellos que, según entendía, eran más firmes e importantes. Admiraba la capacidad de los demás de ir a por sus anhelos atropellando todo cuanto se cruzaba en su camino, capacidad que intenté domar desde la infancia. Antes quería tener amigos y creía que la mejor manera era estar pendiente, recordar cumpleaños, hacer confidencias y escribir larguísimos mails que rara vez recibían respuesta. Volcar lo que había en mi corazón, sentimientos que no por genuinos iban a dejar de ser mutables. Los sentimientos están ahí (o no), pero yo no soy la misma (o sí).
Soy más fría, más distante, estoy cansada y dispersa. Ocupada en gestionar el tiempo de la forma en que sea más provechosa para mí. Es el coletazo de la hiperadaptación. No sé si alguna vez esperé algo de los demás. Asumo que sí, porque por momentos me siento perdida... No, me siento abandonada. No sé cuál es mi herida. Lloré mucho estos últimos dos años, hubo meses en que no pasaba un solo día sin angustia. Comprobé que existen dos personas capaces de hacerme hablar cuando no quiero hacerlo. Puede que algún día no haya siquiera una persona y caiga en un mutismo que sólo rompan la necesidad de escribir y de cantar. Lo creo, lo pienso sin angustia desmesurada. Es un paso enorme.
No tengo ganas de expresar afecto a mansalva. No quiero desperdiciar una energía preciosa en tierra yerma. Ya no me interesa caer bien, ahorrarle a otro la incomodidad, cumplir en las fechas, cubrir roles que otros no asumen. Sí me gustaría que el afecto infantil se convierta en un estado de cortesía y tolerancia para que los frutos de mi amor complicado y errático encuentren un destinatario que sepa darles uso.
Hoy me distraen otras cosas, soy un tren a la nada, cargado de anhelos, que deja en cada paraje un pedacito más de lastre inútil. Soy un incendio que arrasa la culpa de estar viva. Vuelvo a los que vuelven una y otra vez a mí, con ganas de hablar sus verdades aunque me duelan, de escuchar lo que realmente digo y no ese barullo con el que intentaba tapar todo el dolor atragantado. Vuelvo a la impureza, juego con las fracturas sin ánimo de recomponer, en un trance de interés puramente arqueológico.
Antes necesitaba hacer sentir bien a todo el mundo, rellenar los silencios, barrer con las caras serias y terminar con los puteríos a fuerza de empatía. Antes era una máquina de abandonar los propios intereses (tan fluctuantes, tan polémicos) para atender los de aquellos que, según entendía, eran más firmes e importantes. Admiraba la capacidad de los demás de ir a por sus anhelos atropellando todo cuanto se cruzaba en su camino, capacidad que intenté domar desde la infancia. Antes quería tener amigos y creía que la mejor manera era estar pendiente, recordar cumpleaños, hacer confidencias y escribir larguísimos mails que rara vez recibían respuesta. Volcar lo que había en mi corazón, sentimientos que no por genuinos iban a dejar de ser mutables. Los sentimientos están ahí (o no), pero yo no soy la misma (o sí).
Soy más fría, más distante, estoy cansada y dispersa. Ocupada en gestionar el tiempo de la forma en que sea más provechosa para mí. Es el coletazo de la hiperadaptación. No sé si alguna vez esperé algo de los demás. Asumo que sí, porque por momentos me siento perdida... No, me siento abandonada. No sé cuál es mi herida. Lloré mucho estos últimos dos años, hubo meses en que no pasaba un solo día sin angustia. Comprobé que existen dos personas capaces de hacerme hablar cuando no quiero hacerlo. Puede que algún día no haya siquiera una persona y caiga en un mutismo que sólo rompan la necesidad de escribir y de cantar. Lo creo, lo pienso sin angustia desmesurada. Es un paso enorme.
No tengo ganas de expresar afecto a mansalva. No quiero desperdiciar una energía preciosa en tierra yerma. Ya no me interesa caer bien, ahorrarle a otro la incomodidad, cumplir en las fechas, cubrir roles que otros no asumen. Sí me gustaría que el afecto infantil se convierta en un estado de cortesía y tolerancia para que los frutos de mi amor complicado y errático encuentren un destinatario que sepa darles uso.
Hoy me distraen otras cosas, soy un tren a la nada, cargado de anhelos, que deja en cada paraje un pedacito más de lastre inútil. Soy un incendio que arrasa la culpa de estar viva. Vuelvo a los que vuelven una y otra vez a mí, con ganas de hablar sus verdades aunque me duelan, de escuchar lo que realmente digo y no ese barullo con el que intentaba tapar todo el dolor atragantado. Vuelvo a la impureza, juego con las fracturas sin ánimo de recomponer, en un trance de interés puramente arqueológico.