El sábado volvió al barrio una querida vecina. Incidentalmente participamos de su mudanza y volvieron tantos recuerdos mientras acarreábamos las cajas...
Desde los diecisiete años cambié tres veces de ciudad, y cuento no menos de diez mudanzas en total. Podría decir que estoy tan acostumbrada que la idea no me angustia, pero sería mentira. Todos los cambios me producen inquietud, aunque más no sea la impaciencia del momento previo a una zambullida.
El primer desarraigo fue una pensión más que modesta cerca del centro platense. Mi madre y mi abuela viajaron conmigo, dejándome con tres bolsos y lo puesto en una pieza de tres por dos donde el armario, una estantería metálica, la mesa con su silla y la cama de una plaza ocupaban todo el espacio vital, con excepción de una franja modesta que fungía como pasillo. Era la anteúltima habitación de una casa tipo chorizo, frente al patio, justo como yo la quería. Para mí era hermosa en su fealdad de casa vieja y mal reciclada, compartida por quince chicas más en distintas etapas de cursada. Mi mamá lloraba al dejarme prácticamente sola en una ciudad desconocida; para mí era todo tan novedoso que no había tiempo de extrañar mi casa. La tranquilicé como pude, sabiendo que no era suficiente. Ella palió las ausencias que vendrían con llamados todos los jueves y domingos, y las encomiendas que mandaban cada quince días, con cartas manuscritas que yo esperaba feliz.
En una semana, ya sabía ubicarme perfectamente en las calles platenses. Descubrí las primeras librerías de saldo y empecé a armar una pequeña biblioteca. En las ferias conseguía libros usados al precio de quedarme tres días sin comer nada más más que té con leche y galletitas y fideos con atún.
Al año siguiente, alquilaba una pieza en la casa de una parienta lejana de mi abuela, viuda más o menos reciente. Fueron dos años de mates tempranos y tardes compartidas con la familia de "la Tere", que aún guardo con entrañable afecto como los mejores de mi estadía en la ciudad de las diagonales. Allí conseguí mi primer trabajo en relación de dependencia, pude empezar a ahorrar y dije chau a la ayuda monetaria de casa. También tuve contención en momentos sumamente dolorosos.
Después vino otra pensión, un poco más coqueta, cerca de la estación de trenes. Mi habitación era la última de una casona de alto. Éramos ocho chicas en total; una por pieza, rigurosamente controladas por la encargada y la dueña del inmueble, al menos una vez al mes. Adoré esa pieza contra el cielo, la que ninguna de las chicas quería por insegura y que era la más grande de todas, aislada del cuerpo principal de la casa, construída de apuro sobre la cocina y junto a la terracita donde todas colgaban la ropa y (eventualmente) se tostaban al sol en las mañanas de verano.
Tenía un sillón en el que me gustaba apoltronarme cubierta con una frazada en los húmedos inviernos, con el mate al alcance de la mano; una mesa enorme, una biblioteca y un armario patón con la puerta rota. La cama era alta, y al lado de la cabecera tenía un ventanuco por el que entraba la luz de la luna. Aprendí a dormir de un tirón pese al barullo del FC Roca, con sus paradas y salidas a dos cuadras de mi cuchitril. Re-aprendí la costumbre de levantarme con el canto de los pájaros, puntuales, a las siete en invierno, a las cinco y media en primavera y verano.
Cuando tuve dinero suficiente para comprarme la computadora (setecientos patacones "cash", en aquella época) se liberó una habitación más "segura" en la planta baja, la segunda más grande de la casa. Allí trasladé en tres o cuatro horas mi cambalache de pertenencias y viví un año más. Conocí el insomnio en una larga convalecencia de mononucleosis, culpa de la humedad de las paredes, y me acostumbré a llevar un termo de agua hirviendo junto a la cama para reemplazar el contenido de la bolsa de agua caliente a mitad de la noche. Las sábanas de mi cama siempre estaban húnedas y frías, o húmedas y sofocantes. Por las noches se escuchaba el trotecito de las ratas en el techo.
Aprendí a meditar, entablé amistad con la encargada de un cine local y entre charlas de literatura policial e histórica, conseguí los afiches de El Señor de los Anillos a precio de regalo. Recibí la primera visita de mis hermanos, con una May de un año y pocos meses, traída a pasear en cochecito por los intrépidos Pau y Ra. Entre mate y galletitas ellos se asombraban del "calor de hogar" que había conseguido darle a la habitación. Me propusieron una nueva mudanza, esta vez todos juntos a Buenos Aires. Sin pensar en el destino de mi relación amorosa de aquel entonces, creyendo ingenuamente que tal vez volvería si él me lo pidiera, acepté. Ya no volví.
La habitación con vista al lavadero recibió una Traffic llena de cosas. Qué lejos habían quedado los tres bolsos originarios, las encomiendas quincenales que llegaban desde casa con latas de atún, paté y choclo, más los frascos de dulce caseros de la Tiatá; las madrugadas húmedas volviendo a casa a pie desde el McDonald's céntrico, con el cuerpo dolorido de levantar y bajar mesas, hediendo a grasa y lavandina.
Me hice adicta a las caminatas por calle Corrientes, a hacer tortas fritas, buñuelos y pepas de membrillo para todos en las tardes de lluvia. Estiraba el presupuesto al máximo para poder comprarme libros y discos, y en poco tiempo había ocupado mi biblioteca de mimbre y la estantería de mi dormitorio.
May aprendió a acompañarme en la guitarra, a usar la computadora, a recortar muñequitos de papel y a ser una buena espectadora de cine en mis tardes de tía ociosa. Conocí más amigos en tres meses de los que llevaba frecuentando desde mis épocas del secundario. Tuve un año turbulento donde me puse a prueba una y otra vez. Me enamoré de nuevo, volví a mudarme (esta vez con mi hermano), circulé por distintos trabajos con menor y mediana fortuna, caí en una depresión monstruosa y descubrí que me costaba mucho (muchísimo) relacionarme con la gente de la forma en que era esperable o deseable hacerlo.
Empecé un blog. Mudé algunas pequeñas impresiones de mi cabeza a la plantilla, elipsis retorcidas sobre mi comprensión del mundo y frases que sólo tenían sentido para mí (o eso creía).
Me sentí rara, en una habitación compartida que nos quedaba incómoda y ajena, en un departamento que nunca fue del todo un hogar, excepto cuando lográbamos estar de nuevo los tres hermanos juntos disfrutando de una pizza o empanadas caseras. Empecé a acopiar más libros, compulsivamente, hasta abarrotar la biblioteca que mi hermano había pensado tener para sí mismo. Bordeé el síndrome de Colyer con mi afán por las fotos, afiches y merchandising de películas. Y, al borde del colapso existencial, sobrevino otra mudanza.
Involucioné tres años, dándome cuenta que pese a las cajas que ocupaban la mitad del living hasta el techo del departamento, no tenía nada propio. Nada que fuera mío, nada que me enorgulleciera mostrar. Estaba sola de nuevo y me sentía vacía, aunque alrededor tenía mucha gente preocupada intentando descifrar qué me pasaba.
La última mudanza, la que me trajo a donde estoy ahora, fue la más angustiante de todas. El día de la firma del contrato estuve sola; mis padres vinieron a firmar y se fueron apurados, sin siquiera ver a dónde iba a ir a parar. Una voz intuitiva en el teléfono celular fue mi única compañía, desde el momento en que introduje la llave en la puerta nueva hasta que completé la recorrida "de adaptación".
La adaptación concluyó inesperadamente seis meses después, cuando la voz dejó de ser voz y se instaló entre los libros, los muebles y la memorabilia acumulada. Sin premeditación ni alevosía, cambió mi mundo por completo. Volví a reírme con ganas. Y por la misma puerta por la que habían entrado, expulsé casi todos mis miedos para quedarme sólo con los buenos recuerdos.
Mis hermanos siguen viniendo como quien llega a un oasis, nunca entenderé bien por qué. Siempre hay una pava de agua caliente en la cocina, algo de música y buena charla, eso sí.
Estoy bastante lejos de un techo propio, pero mientras bajábamos las últimas cajas de la mudanza de la querida vecinita, recordé que estamos a mitad de año y se viene la renovación del contrato. Es la primera vez que estoy tan nerviosa.
Entiéndanme; no todos los días una se da cuenta que le llegó el momento de sentirse en casa.
El primer desarraigo fue una pensión más que modesta cerca del centro platense. Mi madre y mi abuela viajaron conmigo, dejándome con tres bolsos y lo puesto en una pieza de tres por dos donde el armario, una estantería metálica, la mesa con su silla y la cama de una plaza ocupaban todo el espacio vital, con excepción de una franja modesta que fungía como pasillo. Era la anteúltima habitación de una casa tipo chorizo, frente al patio, justo como yo la quería. Para mí era hermosa en su fealdad de casa vieja y mal reciclada, compartida por quince chicas más en distintas etapas de cursada. Mi mamá lloraba al dejarme prácticamente sola en una ciudad desconocida; para mí era todo tan novedoso que no había tiempo de extrañar mi casa. La tranquilicé como pude, sabiendo que no era suficiente. Ella palió las ausencias que vendrían con llamados todos los jueves y domingos, y las encomiendas que mandaban cada quince días, con cartas manuscritas que yo esperaba feliz.
En una semana, ya sabía ubicarme perfectamente en las calles platenses. Descubrí las primeras librerías de saldo y empecé a armar una pequeña biblioteca. En las ferias conseguía libros usados al precio de quedarme tres días sin comer nada más más que té con leche y galletitas y fideos con atún.
Al año siguiente, alquilaba una pieza en la casa de una parienta lejana de mi abuela, viuda más o menos reciente. Fueron dos años de mates tempranos y tardes compartidas con la familia de "la Tere", que aún guardo con entrañable afecto como los mejores de mi estadía en la ciudad de las diagonales. Allí conseguí mi primer trabajo en relación de dependencia, pude empezar a ahorrar y dije chau a la ayuda monetaria de casa. También tuve contención en momentos sumamente dolorosos.
Después vino otra pensión, un poco más coqueta, cerca de la estación de trenes. Mi habitación era la última de una casona de alto. Éramos ocho chicas en total; una por pieza, rigurosamente controladas por la encargada y la dueña del inmueble, al menos una vez al mes. Adoré esa pieza contra el cielo, la que ninguna de las chicas quería por insegura y que era la más grande de todas, aislada del cuerpo principal de la casa, construída de apuro sobre la cocina y junto a la terracita donde todas colgaban la ropa y (eventualmente) se tostaban al sol en las mañanas de verano.
Tenía un sillón en el que me gustaba apoltronarme cubierta con una frazada en los húmedos inviernos, con el mate al alcance de la mano; una mesa enorme, una biblioteca y un armario patón con la puerta rota. La cama era alta, y al lado de la cabecera tenía un ventanuco por el que entraba la luz de la luna. Aprendí a dormir de un tirón pese al barullo del FC Roca, con sus paradas y salidas a dos cuadras de mi cuchitril. Re-aprendí la costumbre de levantarme con el canto de los pájaros, puntuales, a las siete en invierno, a las cinco y media en primavera y verano.
Cuando tuve dinero suficiente para comprarme la computadora (setecientos patacones "cash", en aquella época) se liberó una habitación más "segura" en la planta baja, la segunda más grande de la casa. Allí trasladé en tres o cuatro horas mi cambalache de pertenencias y viví un año más. Conocí el insomnio en una larga convalecencia de mononucleosis, culpa de la humedad de las paredes, y me acostumbré a llevar un termo de agua hirviendo junto a la cama para reemplazar el contenido de la bolsa de agua caliente a mitad de la noche. Las sábanas de mi cama siempre estaban húnedas y frías, o húmedas y sofocantes. Por las noches se escuchaba el trotecito de las ratas en el techo.
Aprendí a meditar, entablé amistad con la encargada de un cine local y entre charlas de literatura policial e histórica, conseguí los afiches de El Señor de los Anillos a precio de regalo. Recibí la primera visita de mis hermanos, con una May de un año y pocos meses, traída a pasear en cochecito por los intrépidos Pau y Ra. Entre mate y galletitas ellos se asombraban del "calor de hogar" que había conseguido darle a la habitación. Me propusieron una nueva mudanza, esta vez todos juntos a Buenos Aires. Sin pensar en el destino de mi relación amorosa de aquel entonces, creyendo ingenuamente que tal vez volvería si él me lo pidiera, acepté. Ya no volví.
La habitación con vista al lavadero recibió una Traffic llena de cosas. Qué lejos habían quedado los tres bolsos originarios, las encomiendas quincenales que llegaban desde casa con latas de atún, paté y choclo, más los frascos de dulce caseros de la Tiatá; las madrugadas húmedas volviendo a casa a pie desde el McDonald's céntrico, con el cuerpo dolorido de levantar y bajar mesas, hediendo a grasa y lavandina.
Me hice adicta a las caminatas por calle Corrientes, a hacer tortas fritas, buñuelos y pepas de membrillo para todos en las tardes de lluvia. Estiraba el presupuesto al máximo para poder comprarme libros y discos, y en poco tiempo había ocupado mi biblioteca de mimbre y la estantería de mi dormitorio.
May aprendió a acompañarme en la guitarra, a usar la computadora, a recortar muñequitos de papel y a ser una buena espectadora de cine en mis tardes de tía ociosa. Conocí más amigos en tres meses de los que llevaba frecuentando desde mis épocas del secundario. Tuve un año turbulento donde me puse a prueba una y otra vez. Me enamoré de nuevo, volví a mudarme (esta vez con mi hermano), circulé por distintos trabajos con menor y mediana fortuna, caí en una depresión monstruosa y descubrí que me costaba mucho (muchísimo) relacionarme con la gente de la forma en que era esperable o deseable hacerlo.
Empecé un blog. Mudé algunas pequeñas impresiones de mi cabeza a la plantilla, elipsis retorcidas sobre mi comprensión del mundo y frases que sólo tenían sentido para mí (o eso creía).
Me sentí rara, en una habitación compartida que nos quedaba incómoda y ajena, en un departamento que nunca fue del todo un hogar, excepto cuando lográbamos estar de nuevo los tres hermanos juntos disfrutando de una pizza o empanadas caseras. Empecé a acopiar más libros, compulsivamente, hasta abarrotar la biblioteca que mi hermano había pensado tener para sí mismo. Bordeé el síndrome de Colyer con mi afán por las fotos, afiches y merchandising de películas. Y, al borde del colapso existencial, sobrevino otra mudanza.
Involucioné tres años, dándome cuenta que pese a las cajas que ocupaban la mitad del living hasta el techo del departamento, no tenía nada propio. Nada que fuera mío, nada que me enorgulleciera mostrar. Estaba sola de nuevo y me sentía vacía, aunque alrededor tenía mucha gente preocupada intentando descifrar qué me pasaba.
La última mudanza, la que me trajo a donde estoy ahora, fue la más angustiante de todas. El día de la firma del contrato estuve sola; mis padres vinieron a firmar y se fueron apurados, sin siquiera ver a dónde iba a ir a parar. Una voz intuitiva en el teléfono celular fue mi única compañía, desde el momento en que introduje la llave en la puerta nueva hasta que completé la recorrida "de adaptación".
La adaptación concluyó inesperadamente seis meses después, cuando la voz dejó de ser voz y se instaló entre los libros, los muebles y la memorabilia acumulada. Sin premeditación ni alevosía, cambió mi mundo por completo. Volví a reírme con ganas. Y por la misma puerta por la que habían entrado, expulsé casi todos mis miedos para quedarme sólo con los buenos recuerdos.
Mis hermanos siguen viniendo como quien llega a un oasis, nunca entenderé bien por qué. Siempre hay una pava de agua caliente en la cocina, algo de música y buena charla, eso sí.
Estoy bastante lejos de un techo propio, pero mientras bajábamos las últimas cajas de la mudanza de la querida vecinita, recordé que estamos a mitad de año y se viene la renovación del contrato. Es la primera vez que estoy tan nerviosa.
Entiéndanme; no todos los días una se da cuenta que le llegó el momento de sentirse en casa.
For a long time I felt without style or grace
Wearing shoes with no socks in cold weather
I knew my heart was in the right place
I knew I'd be able to do these things.
And as we watch him digging his own grave
It is important to know that was where he's at
He can't afford to stop...that is what he believe
He'll keep on digging for a thousand years.
I'm walking a line
Im thining about empty motion
I'm walking a line
just barely enough to be living
Get outa the way
no time to begin
This isnt the time
so nothing was done
Not talking about
not many at all
I'm turning around
no trouble at all
You notice theres nothing around you, around you
I'm walking a line
divide and dissolve.
Never get to say much, never get to talk
Tell us a little bit, but not too much
Right about then, is where she give up
She has closed her eyes, she has give up hope
I'm walking a line
i hate to be dreaming in motion
Im walking a line
just barely enough to be living
Get outta the way
no time to begin
This isn't the time
so nothing was done
Not talking about
not many at all
I'm turning around
no trouble at all
I'm keeping my fingers behind me, hind me
I'm walking a line
divide and dissolve.
I turn myself around, I'm moving backwards and forwards
I'm moving twice as much as I was before
I'll keep on digging to the center of the earth
I'll be down in there moving the in the room...
I'm walking a line
visiting houses in motion
I'm walking a line
just barely enough to be living
Get outta the way
no time to begin
This isnt the time
so nothing was done.
Not talking about
not many at all
I'm turning around
no trouble at all
Two different houses surround you, round you
I'm walking a line
divide and dissolve.