En la niñez, mis hermanos y yo jugamos, como cualquier otra criatura, a las muñecas y a los autos. Pero todo era colectivo en mi casa. Los autos de mi hermano eran propiedad común, como el moisés lleno de muñecos de mi hermana o mi bicicleta Aurorita rojo metalizado con ruedas. En esos juegos éramos paralelamente los padres y los maestros de "nuestros" muñecos, llegando a recrear todo tipo de situaciones de la vida diaria en el garage y el patio de casa.
Cada muñeco tenía una casita, asignada por fracción de la cocina, el patio o el garage (con exepción de una porción que era exclusivamente la escuela, porque tenía pizarrón). En las "casas", mis hermanos fungían como padres de los muñecos y en "la escuela", como profesores. Yo era invariablemente, en el colegio y en las casas, la profesora de música y la tía Alicia.
No era que no tuviera muñecos propios o que mi hermana se hubiera apoderado de los que me pertenecían. Creo haber contado alguna vez que aprendí a leer de manera autodidacta a muy temprana edad y los libros ocupaban para mí el lugar de esos hijos que nunca había pedido o deseado. La indiferente recepción de mi primer Yoly Bell disuadió a mi madre de regalarme más muñecos, y por culpa de "Heidi", "Las mil y una noches" y las "Fábulas de Samaniego" dejé huérfanos a otros dos muñecos previos, Vainillita y Paisanito (una pepona y un muñeco hermoso vestido en estilo gauchesco).
Mis hermanos se negaron a adoptarlos y a regañadientes me atribuí el estatus de Tía. Rol que, por otro lado, me acompaña hasta hoy sin perspectiva de cambios pese a ser la mayor de los tres.
Ese particular orden de cosas nunca fue cuestionado por los de mi casa. Tal vez porque pese a mi inveterada negación a la maternidad era la más dispuesta a inventar las historias que luego recreariamos en nuestros juegos.
Llegamos a interpretar una saga propia de aventuras llamada "Campamento Peligroso" inspiradas seguramente por Indiana Jones y las aventuras de Tintín, que mirábamos por las tardes en canal 7,... pero también en gran parte por mis lecturas de Verne ("Los hijos del Capitán Grant" sobre todo), H. Rider Haggard ("Las minas del Rey Salomón", y "Allain Quatermain") y Stevenson ("La isla del tesoro").
Algo similar me ocurrió en el preescolar y la escuela primaria. De sidekick de mi primo, que hizo de Pinocho, en el rol de una muñeca muy siniestra (estaba cambiando varios dientes de leche y mi expresión para las fotos era de terror absoluto) a señorita entrevistadora de los personajes de Mayo de 1810, nunca tuve un rol que destacara mi precoz femineidad.
El colmo de la señorita Elsi fue ponerme a tomar parte de negrita mazamorrera, pintando mi blancura pecosa de corcho quemado, con un pañuelo rojo en la cabeza y aros gigantes. Cuando me vi al espejo, una morena de ojos verdes agarrada a la canasta de mazamorra invisible, me dio tanta impresión que le inventé a mi madre un dolor de panza para faltar al acto. La excusa no sirvió y allí quedé, arrinconada contra una de las paredes de la salita "La Hormiguita Viajera" viendo cómo Florencia, más rubia aún que yo misma, bailaba el minué con un miriñaque rosa y la peineta gigante. Había un solo rol de "doña mantigua" (dama antigua), y dos niñas rubias en la salita. Una sola lo deseaba con el alma. La otra era yo.
Era solamente en los juegos privados, aquellos que garabateaba en algún papel a modo de ideas sueltas, que rescataba algo de la femineidad que sentía como vergonzosa e indigna de exhibir en juegos colectivos. Fue en secreto que le pedí a mi abuela el vestido de hada de tafeta rosa que con tanto amor cuidé durante años, aún cuando ya no podía ponérmelo. Fue en secreto que rescaté el vestido de novia de mi mamá para recrear algún diálogo de los libros de Sissi o Louise M. Alcott frente al espejo en las siestas entrerrianas, cuando no había terminado ni siquiera la primaria. (Y sí: a los diez años alcancé en altura a mi mamá, que en las fotos del casamiento parece una quinceañera frágil, y que nunca se imaginó esta hija capaz de robarle las botas para ir al taller de letras).
Cada muñeco tenía una casita, asignada por fracción de la cocina, el patio o el garage (con exepción de una porción que era exclusivamente la escuela, porque tenía pizarrón). En las "casas", mis hermanos fungían como padres de los muñecos y en "la escuela", como profesores. Yo era invariablemente, en el colegio y en las casas, la profesora de música y la tía Alicia.
No era que no tuviera muñecos propios o que mi hermana se hubiera apoderado de los que me pertenecían. Creo haber contado alguna vez que aprendí a leer de manera autodidacta a muy temprana edad y los libros ocupaban para mí el lugar de esos hijos que nunca había pedido o deseado. La indiferente recepción de mi primer Yoly Bell disuadió a mi madre de regalarme más muñecos, y por culpa de "Heidi", "Las mil y una noches" y las "Fábulas de Samaniego" dejé huérfanos a otros dos muñecos previos, Vainillita y Paisanito (una pepona y un muñeco hermoso vestido en estilo gauchesco).
Mis hermanos se negaron a adoptarlos y a regañadientes me atribuí el estatus de Tía. Rol que, por otro lado, me acompaña hasta hoy sin perspectiva de cambios pese a ser la mayor de los tres.
Ese particular orden de cosas nunca fue cuestionado por los de mi casa. Tal vez porque pese a mi inveterada negación a la maternidad era la más dispuesta a inventar las historias que luego recreariamos en nuestros juegos.
Llegamos a interpretar una saga propia de aventuras llamada "Campamento Peligroso" inspiradas seguramente por Indiana Jones y las aventuras de Tintín, que mirábamos por las tardes en canal 7,... pero también en gran parte por mis lecturas de Verne ("Los hijos del Capitán Grant" sobre todo), H. Rider Haggard ("Las minas del Rey Salomón", y "Allain Quatermain") y Stevenson ("La isla del tesoro").
Algo similar me ocurrió en el preescolar y la escuela primaria. De sidekick de mi primo, que hizo de Pinocho, en el rol de una muñeca muy siniestra (estaba cambiando varios dientes de leche y mi expresión para las fotos era de terror absoluto) a señorita entrevistadora de los personajes de Mayo de 1810, nunca tuve un rol que destacara mi precoz femineidad.
El colmo de la señorita Elsi fue ponerme a tomar parte de negrita mazamorrera, pintando mi blancura pecosa de corcho quemado, con un pañuelo rojo en la cabeza y aros gigantes. Cuando me vi al espejo, una morena de ojos verdes agarrada a la canasta de mazamorra invisible, me dio tanta impresión que le inventé a mi madre un dolor de panza para faltar al acto. La excusa no sirvió y allí quedé, arrinconada contra una de las paredes de la salita "La Hormiguita Viajera" viendo cómo Florencia, más rubia aún que yo misma, bailaba el minué con un miriñaque rosa y la peineta gigante. Había un solo rol de "doña mantigua" (dama antigua), y dos niñas rubias en la salita. Una sola lo deseaba con el alma. La otra era yo.
Era solamente en los juegos privados, aquellos que garabateaba en algún papel a modo de ideas sueltas, que rescataba algo de la femineidad que sentía como vergonzosa e indigna de exhibir en juegos colectivos. Fue en secreto que le pedí a mi abuela el vestido de hada de tafeta rosa que con tanto amor cuidé durante años, aún cuando ya no podía ponérmelo. Fue en secreto que rescaté el vestido de novia de mi mamá para recrear algún diálogo de los libros de Sissi o Louise M. Alcott frente al espejo en las siestas entrerrianas, cuando no había terminado ni siquiera la primaria. (Y sí: a los diez años alcancé en altura a mi mamá, que en las fotos del casamiento parece una quinceañera frágil, y que nunca se imaginó esta hija capaz de robarle las botas para ir al taller de letras).
Los roles más importantes de mi infancia pasaron sin escalas de la interpretación en solitario al papel, y de ahí nuevamente a la representación mental, en una especie de ciclo que se repite sin exorcismo posible hasta que mi memoria se pierda. O hasta que llegue a manos de algún generoso mecenas que los guarde para una posteridad imposible, para mis improbables hijos o que finalmente los lleve a alguna biblioteca pública donde los encuentre alguna otra criatura capaz, como yo, de escaparse de los ensayos o de la clase de Teología para meterse a explorar entre estantes al amparo de un silencio inviolable.
(Este post está dedicado a Lady Kelvin, que planteó una consigna que acabo de desvirtuar con todo cariño y respeto por sus "pendientes". Gracias, Milady, por la excusa).
(Este post está dedicado a Lady Kelvin, que planteó una consigna que acabo de desvirtuar con todo cariño y respeto por sus "pendientes". Gracias, Milady, por la excusa).