Entramos al cine con la amenaza de la lluvia a lo lejos. El corte (mínimo) de la proyección cerca del final nos avisaba que la tormenta finalmente estaba sobre nosotros, allá afuera... esperándonos.
En la puerta, al salir, la gente de azúcar esperaba apretujada que los taxis pararan cerca del Gaumont. Caía (todavía cae) agua a baldes sobre las calles de Buenos Aires. Agua caliente. Vinimos sin paraguas, pero listos. Nos miramos agarrados de la mano, cómplices.
Y dejamos que las lágrimas se confundieran con las gotas y se fueran. Y reímos como niños mientras corríamos en la lluvia.
No es la primera vez que la magia del cine me acompaña más allá de la pantalla, transformándome.
Tampoco será la última.
Gracias por permitirme seguir soñando.
(... También quiero hacerme viejita a tu lado. Mi mago.)
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