martes, octubre 14, 2014

Angustia oral

Todo lo que como está muerto. La carne, las verduras, los lácteos, los granos. Cada cosa que tomo para nutrirme fue fulminada, arrancada, procesada, devastada antes de llegar a mi boca. Y algo en mí sabe que aunque cada porción de alimento empezó un proceso de vida aparte con la descomposición, una colonia de bacterias no baila en mi boca como lo haría un trozo de carne todavía caliente, o una hoja espléndida de lechuga tomada directo de la planta. 
Cuando era chica me gustaba tumbarme en el pasto boca abajo y arrancar los macachines para comerlos pétalo a pétalo hasta llegar al cáliz, lo más rico de todo, con una dulzura que no existe fuera de la propia flor. El tallo era tan tierno que me ponía contenta solamente de morderlo. Chupaba los tallos de las flores silvestres como otros niños chupaban los caramelos Mielcita. Pero la primera flor que ejecuté a dentelladas fue un jazmín del país, y su gusto se reveló tan distinto del aroma que me dejó impactada. La carnosidad de los pétalos y su astringencia simultánea eran una contradicción que me volvía loca. Nunca más, juraba cada vez, y cada vez caía en el hábito. Las primeras rosas (y las últimas) regaladas por un novio. Los rabanitos de la huerta de la Gringa. Moras y hasta la comida de los perros. Todo me incitaba a morder.
Mi voracidad es atávica. No sé de dónde viene. Me cuentan que cuando era un bebé que todavía no sabía hablar ni caminar, aplaudía y chillaba en mi sillita alta cada vez que el plato de comida llegaba a la mesa. Que arrancaba las plantas del patio de los abuelos y a veces las mordía. Desde que tengo memoria estoy en las cocinas o al lado de la parrilla observando a madres, tíos y abuelos en el acto de cocinar. Lista para robarme algo. A los seis sacaba de la heladera un paquete de salchichas de viena que comía a escondidas en el lavadero, una tras otra hasta que me dolía la panza. Comía a cualquier hora y en cantidades alarmantes. 
Carne cruda, masa cruda, semillas, granos sin tostar, bichos de mar vivos y frutas directo de la planta con la rapidez y la angustia del que sabe que se está despidiendo. Comía con lágrimas en los ojos o riendo como una maníaca. Si dejaba de comer, era grave. Alimentarme es mi vida. 
Nunca estaba satisfecha. Nunca estoy satisfecha.
Los apetitos te forman y te cambian, al mismo tiempo que se forman y cambian. El anhelo detrás del apetito, la famosa ansiedad, es un pozo que no tiene fondo. Sé que hay un tabú detrás de mi deseo porque cada vez que veo una rosa y se me hace la boca agua, cada vez que sostengo algo vivo entre mis manos, cada vez que un ser humano se brinda indefenso a la engañosa seguridad de mi abrazo, el caníbal en mí descoyunta las mandíbulas en un grito sin sonido que taladra la tierra y es el origen de todos los terremotos que sacuden mi mundo.


2 comentarios:

Marcelo Z dijo...

He tardado mucho tiempo en volver a dar con vos. No comparto la ansiedad de morderlo todo, pero sí de tomarlo todo.
Me gusta ese tema de P. Tree de 'In Absentia' que elegiste para acompañar tus líneas.
Debiéramos encontrarnos nuevamente.
Un beso.

Cassandra Cross dijo...

Marcello! qué grata sorpresa encontrar este comentario, aún a destiempo. Como verás, sigo por aquí. Seguramente encontraremos ocasión de reencontrarnos. Te mando un enorme abrazo y me pondré a hojear tu blog :)